Nadie sobrevive sola. Ni tomando orín para no morir de sed cuando no hay agua, ni comiendo hierbas en la hambruna, ni en la más íntima soledad humana estamos solos. Ellas, la orina o la hierba, no son tú. Hay una semejanza entre morir y evitar morir: ambas suceden por algo que no eres tú. Muy pocas cosas en la vida son “tú”, aunque los días mueran con un nombre y una historia.
Las prácticas de sobrevivencia necesitan de hoyos para dejar entrar a seres, elementos, la posibilidad de un nuevo pensamiento, una conversación.
Durante una dictadura, una perseguida política vive en un hogar extraño, que no conoce, porque justamente esa es la posibilidad que no descubran que está ahí. Desconocidos abren sus puertas y la reciben.
Por los orificios es posible purgar los males del cuerpo. El alimento entra por la boca nos revive, todos los días. Algunos alimentos dañan. Los poros de la piel expiden toxinas que es mejor no tener. También sucede a la inversa: a través de ellos, los virus ingresan.
En la tierra húmeda se hace un hueco cuando una semilla llega.
A mi abuelo le pregunté cuál sería una lista de consejos para pensar cómo vivir. Fui específica: consejos que estén basados en su infancia. Respondió que la pregunta no era cómo vivir, sino cómo salvarse, cómo sobrevivir, porque de chico, dos epidemias, una de fiebre tifoidea y otra de peste bubónica, brotaron en el bosque espinoso chuquisaqueño donde creció.
Los sobrevivientes tienen una historia que contar.
Familias enteras ya habían muerto y su comunidad, Temporalcillo, estaba a punto de desaparecer. Ante el desastre, su madre, como dice él, “sin más recurso que la voluntad”, comenzó a organizar a quienes quedaban con la instrucción de lavar cada centímetro de las pocas cosas que tenían. Las casas y los caminos fueron limpiados con agua hirviendo.
Ella tocó puertas para entrar en lugares de muerte y enfermedad. Las paredes fueron difuminadas: unos dejaron entrar a otros en un territorio que es propio. El espacio de acogida fue un hogar extraño.
La sobrevivencia pregunta cuál es la forma de morir. En las vidas, existen sentidos con los cuáles girar, así tengan uno o varios centros. Pienso en las órbitas de sentido de un niño que crece en un bosque seco, las razones para desear no morir. ¿El mote con leche ordeñada le era suficiente? ¿La perra que detectaba serpientes en el camino era suficiente? ¿Bañarse en el río Grande era suficiente?
Quizás ver el terror de la muerte expandiéndose sobre cuerpos enfermos era suficiente para decidir que esa no es la forma de morir. Pienso que la golloría, el queso frito con miel, también podía serle suficiente.
A mi abuelo le pregunté cuál sería una lista de consejos para pensar cómo vivir. Fui específica: consejos que estén basados en su infancia. Respondió que la pregunta no era cómo vivir, sino cómo salvarse, cómo sobrevivir…
El abuelo detesta, francamente, la ciudad. Él está atado a una vida a la que no va a renunciar. Sus días en el campo son una cuestión innegociable, vive en un lugar donde trabaja con abejas y cultiva porotos. Una mirada triste nubla sus gestos cuando llega la sequía, otro desastre al cual habrá que sobrevivir.
Me pregunto si de viejas tendremos cuestiones irrenunciables, esas a las cuales estamos atadas, seres a quienes acariciamos, prácticas que sostenemos, memorias que cultivamos, palpar las cosas y geografías de las cuales queremos despedirnos.
Atadas a la condición de haber nacido, los nudos son relaciones. Estamos atados a los árboles, a los ríos, a la comida, a seres que no conocemos del todo, pero que están aquí, con nosotros, tejiendo la trama de la vida.
Atarse es desordenar ciertas certidumbres.
En la vida porosa que requiere la sobrevivencia, dejamos entrar una nueva atención. Atender es lanzar un hilo para saber que no estamos tan solos. Esta atención es la escucha, las vidas tienen historias que contar.
Leí que “amigo” significa “sin mi yo”. La amistad: un vínculo para sobrevivir, el lugar hueco, un amor que se vacía de sí para recibir el relato de otro.
A través del hueco que es el oído, quizás podamos ser más atentos con quienes viven y mueren, como tú, como yo.
El pájaro cantó y supimos que el mundo no nos pertenece.
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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de Nómadas.
Sobre la autora
Ara Goudsmit
Es escritora, investigadora y periodista independiente. Estudió Ciencia Política en Universidad de Los Andes, Bogotá (Colombia), y obtuvo una maestría en Estudios del Antropoceno/Geografía de la Universidad de Cambridge (Reino Unido).