En las aguas de la cuenca amazónica habita un animal que ha ganado popularidad en Bolivia en los últimos años. Pese a ser acuático, necesita respirar aire, por lo cual vive en ríos de baja corriente y lagunas poco profundas. El nombre que recibe en la lengua tupí significa “pez rojo”, haciendo referencia a su tono rosáceo. Por su gran tamaño, es llamado “el rey” o “el gigante” del Amazonas. Lamentable y paradójicamente, si bien esta majestuosa especie se encuentra en peligro de extinción en Perú y Brasil, donde habita desde hace millones de años, en algunas zonas de Bolivia, donde llegó recién hace algunas décadas, es considerada casi un monstruo que consume demasiados peces nativos, poniendo en riesgo la biodiverisidad y la seguridad alimentaria, por lo cual se incentiva su matanza por diferentes vías.
Para quienes piensen que estoy hablando del delfín rosado o bufeo y se sientan apenados por esta situación, será un alivio saber que me refiero en realidad al Arapaima gigas, también conocido como paiche o pirarucú. Probablemente, también, se decepcionen y pierdan el interés al saber que se trata de ‘sólo’ un pez; sin embargo, es justamente eso lo que me llevó a elegir a este animal como guía de esta breve reflexión sobre ‘especies invasoras’. Podría haber escogido a los hipopótamos de Colombia o a los carismáticos castores de Argentina, que se encuentran en la misma categoría, pero considero que concentrarme en un animal explotado y despreciado hará más interesante el abordaje de esta problemática desde un enfoque antiespecista.
Los peces, animales olvidados, ignorados, subestimados y cosificados, son sujetos sintientes con vidas complejas, tan fascinantes y significativas como otras especies que consideramos más “cercanas” y que —debido a nuestra característica egolatría— valoramos más. Recientes descubrimientos etológicos han revelado que no tienen tan mala memoria como se piensa, que son sensibles y emocionales; algunos forman lazos duraderos, otros pueden usar herramientas, otros cultivan sus propias algas. Como dice Jonathan Balcombe —uno de los etólogos contemporáneos más apasionados cuyos textos de divulgación científica en lenguaje accesible y llevadero recomiendo muchísimo leer— “un pez tiene una biografía, no sólo una biología”. Sin embargo, la mayoría de la gente piensa poco en los peces y, en su lugar, piensa en ‘pescados’; suelen ser considerados casi autómatas que se reproducen para alimentarnos, como un regalo divino, un ‘recurso natural’ más. Tristemente, este tipo de pensamiento, que es parte de la ideología especista que impera en las sociedades modernas, influye también en buena parte de la comunidad científica, en ONGs y en gobernantes y funcionarios del estado que inciden en leyes y políticas públicas, con trágicas repercusiones para millones de millones de animales cada año, y con agravantes en el caso de los peces, los crustáceos y los insectos.
Los paiches son los peces de agua dulce más grandes del mundo, pudiendo llegar a medir más de tres metros y pesar más de 250 kg. Pese a ser tan llamativos, se ha investigado poco sobre su comportamiento social, cognición y sensibilidad. Incluso ahora se piensa que lo que había sido agrupado en una sola especie —Arapaima gigas— podría tratarse de al menos cinco especies diferenciadas. Se sabe que construyen nidos en orillas poco profundas, donde incuban sus huevos bajo el cuidado de ambos padres. Las crías pequeñas se desplazan cerca al lomo y cabeza de su padre, que se encarga de la protección directa de los mismos, incluso trasladándolos en su boca si es necesario, mientras la madre cuida con ferocidad su territorio. Los padres enseñan a los alevines a alimentarse y lo básico para su supervivencia, hasta que estos puedan independizarse. No muy diferente a otros animales más famosos y apreciados que salen en documentales, ¿no?
Según diferentes fuentes, el paiche es básicamente un fósil vivo de entre 5 y 23 millones de años de existencia que habita naturalmente en Perú, Ecuador, Brasil, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam y Guayana Francesa, pero que no llegó a Bolivia hasta los años 70. La sobrepesca de este pez lo habría puesto en peligro de extinción en Brasil y Perú, donde, para satisfacer la consolidada demanda de su carne, se habrían instalado granjas acuicolas a lo largo de la cuenca amazónica. Uno de estos criaderos artificales habría sido rebasado accidentalmente luego de fuertes lluvias, arrastrando algunos paiches al río Madre de Dios en la zona boliviana. Pocas décadas después, el paiche se había extendido con éxito por diferentes zonas de la amazonía boliviana.
Una especie es considerada como ‘invasora’ si llega a tener impactos ecológicos significativos en un ambiente en el que fue introducida artificialmente, generalmente porque amenaza la supervivencia de otras especies que habitan en la misma zona, ya sea porque se alimenta de las mismas, porque compite con ellas por su alimento o porque les transmite enfermedades para las que no están preparadas. Medir estos impactos es complejo, por lo que la categorización de especies como invasoras puede ser ambigua. En el caso del paiche no existe ninguna prueba de que sea realmente causante de la pérdida de especies nativas, ni hay investigaciones suficientes para saber si ocasiona otro tipo de daños al ecosistema en el que habita. Debido a su gran tamaño, se asume que consumen muchos peces, por lo cual comunarios de las zonas en las que ahora habita consideran que podrían ser la causa de que las poblaciones de otros peces que se solía consumir tradicionalmente hayan reducido. Sin embargo, un reciente estudio sobre la alimentación del Arapaima gigas revela que se alimenta sobre todo de insectos, plantas y, en menor medida, peces, por lo cual se concluye que “debería ser clasificada como una especie omnívora con tendencia piscívora más que como un superdepredador”. Esto no quiere decir que su presencia no tenga un impacto negativo en la supervivencia de otras especies, pero, si es que lo tiene, esto no se da necesariamente del modo en que se piensa.
Muchos turistas llegan en avionetas desde ciudades como Sao Paulo hasta el lado boliviano de la Amazonía, donde no hay límites ni controles, para matarlos por diversión. La pesca deportiva del paiche es, pues, parte del llamado ‘turismo ecológico’ en el país
Incluso si fuera cierto que el paiche es un devorador masivo de peces más pequeños, ¿es eso suficiente para llamarlo “enemigo de la biodiversidad”? Al Estado y los empresarios no le interesa en absoluto el medio ambiente, la seguridad alimentaria ni la fauna silvestre cuando se trata de explotar minerales e hidrocarburos, deforestar para la ganadería y los cultivos asociados a la misma o construir carreteras que cortan parques nacionales y áreas protegidas por la mitad —sólo por dar algunos ejemplos—, pero se hacen pocas acciones efectivas para frenar dichas actividades. ¿Cuántos peces mueren debido al cambio de PH del agua que generan las cenizas que deja cada incendio forestal? ¿Cuántos se enferman y mueren por el mercurio que vierten las empresas mineras? ¿Cuántos mueren debido a las represas contruidas a lo largo de la cuenca amazónica? ¿Cómo les afectan los antibióticos y otros fármacos que utiliza la industria ganadera para mantener vivos el tiempo suficiente a los animales que explota antes de asesinarlos, cuyos excrementos llegan inevitablemente a las corrientes de agua generando ‘zonas muertas’? Salvo por algunos ictiólogos, a nadie parece importarle la fauna acuática en esos casos.
¿No será que la extinción de peces locales —y mucho más que eso— se debe a todo ello y muchas otras consecuencias negativas de los programas desarrollistas por medio de los cuales todos los gobiernos, sin importar su tendencia, facilitan la expansión del capitalismo? Culpar a los animales por los desequilibrios ecológicos actuales no sólo sirve de pantalla para desviar la atención de los verdaderos culpables, sino que en muchos casos es, además, lucrativo.
Se calcula que actualmente cerca de 4000 toneladas de paiche son capturadas en los ríos amazónicos bolivianos cada año, así que el 70% del pescado a la venta en los mercados de Pando y Beni proviene de dicha captura, aunque se vende como si fuera surubí o pacú, y otras especies nativas. Fuera de ello, debido a que la pesca del paiche está regulada y limitada en Brasil y Perú, muchos turistas llegan en avionetas desde ciudades como Sao Paulo hasta el lado boliviano de la Amazonía, donde no hay límites ni controles, para matarlos por diversión. La pesca deportiva del paiche es, pues, parte del llamado ‘turismo ecológico’ en el país. Aunque el Estado boliviano no ha catalogado al paiche como especie invasora oficialmente, igualmente pariticipa incentiva su pesca y su consumo.
Incentivar la matanza de paiches para alimentación y entretenimiento pareciera ser positivo en varios sentidos. Por un lado se limita la distribución de estos ‘devastadores’ animales, protegiendo la fauna local, y, por otro, se generan recursos que permiten a cientos de familias salir adelante. Sin embargo, ¿es realmente tan bueno o es simplemente un ejemplo más de cómo se expande el capitalismo a costa de la vida, y con la ayuda del Estado? Por supuesto, con todo esto no quiero criminalizar a las familias cuya economía se ha visto favorecida por el boom del paiche —necesitan vivir de algo y tienen el derecho a querer prosperar, y en muchos casos este tipo de actividades son su única oportunidad de hacerlo— sino llamar la atención sobre los problemas éticos que implica la catalogación de vidas sintientes como ‘invasoras’ y las limitaciones de las supuestas soluciones que se plantean en consecuencia a ello.
Se dice que la pesca del paiche en el país es ‘sustentable’, sin embargo no queda claro a qué se refiere ello y los crecientes números de su comercialización no reflejan los supuestos límites que impliaría dicha sustentabilidad. Además, como menciona Amanda Romero en una breve publicación de Instagram más sensata que mucho de lo que he leído respecto a ‘control de especies’, cuando se mata animales salvajes no simplemente se pierden esas vidas; se trata de individuos sintientes que importan en sí mismos, pero que además cumplen roles específicos no sólo en el medio ambiente, sino en sus propias comunidades y familias. La pérdida de estos sujetos puede ser más ó menos significativa según el caso, y sus consecuencias no se pueden medir matemáticamente. ¿Cómo se cuantifica el sufrimiento de un castor que ha perdido a su pareja, con la que hubiera pasado el resto de su vida? ¿Cómo le afecta la matanza de su madre a unos lobeznos jóvenes que no habían aprendido todavía todas las estrategias para sobrevivir por su cuenta? Se podrían hacer muchas preguntas de ese tipo, todas sin respuesta cabal.
En el caso de los paiches, no es lo mismo la muerte de un jóven que no ha llegado a la madurez sexual, que la de una madre que enseñaba a sus crías a seleccionar sus alimentos y conseguirlos, o la de un padre que llevaba a sus bebés en la boca para protegerlos de depredadores, por ejemplo. Si bien cada una de esas vidas importa igual, con seguridad pescar a un adulto emparejado tiene mayores consecuencias, tanto para su pareja que deberá cuidar a sus crías sola, como para la propia reproducción de la especie. Sin embargo, en manuales de pesca del paiche hay pocos indicios de que se intente reflexionar y educar respecto a esto y menos de limitar la pesca a individuos que no hayan alcanzado la madurez sexual. Por supuesto, lo más común es que se intente pescar a los individuos más grandes —para conseguir más carne— y más próximos a las riberas —porque es más fácil—, es decir, sexualmente maduros y, probablemente, con crías. Se podrá decir que eso no es un problema, pues se trata de una especie invasora, ampliamente distribuida, cuya eliminación es difícil aunque sería deseable desde un punto de vista ecológico. Pero no necesariamente es así.
Como ya se ha visto líneas arriba, el arapaima habitó sin problemas en una parte de la cuenca amazónica por milenios. Fue la sobrepesca de esta especie, iniciada con la llegada de los colonizadores e intensificada en los siglos XIX y XX, cuando la carne de paiche pasó de ser ‘la carne de los pobres’ a ser una exquisitez demandada en las ciudades, la que llevó a esta milenaria especie a estar en peligro de extinción en Perú y en Brasil. ¿Qué nos hace creer que no pasará lo mismo en Bolivia? Además de la sobrepesca, actualmente los paiches enfrentan, como toda la fauna amazónica, las consecuencias de la minería, la ganadería, las hidroelécticas, el cambio climático, etc. Como no se trata de una especie nativa es probable que a conservacionistas y ecólogos no les importe su desaparición, pero sin duda les importará a los economistas y a las familias que, habiéndose dedicado exclusivamente a su pesca dejando de lado otras actividades productivas y de subsistencia, se verán desprovistas de su principal —y algunos casos única— fuente de ingresos.
Lo más probable es que suceda lo mismo que en los países vecinos; es decir, que se terminen instalando grandes granjas piscícolas para satisfacer una demanda creciente creada artificialmente a nombre de la protección de la madre tierra y la seguridad alimentaria. Para ello, cada año se hacinará a miles de estos maravillosos y grandes peces y se controlará paso a paso toda su existencia en instalaciones cada vez más grandes dirigidas por empresarios que competirán con la pesca cada vez menor, más arriesgada y más difícil de las comunidades. Y no sólo sufrirán los paiches, estresados, enfermos y medicados en sus jaulas, sino también los miles de miles de pequeños peces y crustáceos que se criarán para alimentar a los paiches y hacerlos crecer. Todos estos incontables animales morirán demasiado jóvenes sin haber disfrutado ni un poco de sus cortas vidas, como sucede en todas las granjas intensivas —y no sólo de peces. En el caso de los paiches, la mayoría serán asesinados cuando hayan llegado al peso deseado por sus opresores, antes de cumplir un año, es decir menos del 5% de su esperanza de vida en libertad, que es de aproximadamente 20 años. Sólo algunos reproductores serán reservados, para seguir siendo explotados hasta que dejen de ser rentables y corran la misma suerte.
Cada especie catalogada como ‘invasora’ tiene características específicas de acuerdo al contexto en el que se desarrolla, pero, de manera general, se podría decir que en casi todos los casos sucede algo parecido. Un animal es introducido por el ser humano voluntaria o involuntariamente —generalmente a raíz de algún interés económico— en un lugar donde antes no habitaba; pese a todas las dificultades que esto debe implicar para los primeros migrantes forzados, éstos luchan por su vida, logran adecuarse al nuevo ambiente y prosperan; un tiempo después aparece algún problema ambiental en la zona que tuvieron que convertir en su hogar, y, con o sin pruebas, se les cataloga como invasores. No importa si hay miles de otros factores que ponen en riesgo el equilibrio ecológico local, la principal solución es eliminar a estos individuos sintientes por medio de su matanza —raras veces se proponen planes que limiten su reproducción sin matarlos, pues ‘es muy costoso’—, y mejor si en el proceso se pueden generar ganancias.
Con esto no quiero decir que ninguna especie genere daños reales, pues mi intención no es romantizar a los ‘animalitos’, ni pormenorizar el esfuerzo auténtico de biólogos, ecólogos y ambientalistas por proteger el medio ambiente por medio de la identificación de dichas especies. Pero, como menciona el ecólogo Aníbal Pauchard, más que hablar de especies invasoras deberíamos hablar de invasiones biológicas, pues las especies no son invasoras en sí, sino que algunos individuos de esa especie se convierten en dañinos para un ecosistema bajo ciertas condiciones específicas. Por lo tanto, se debe abordar el asunto de manera integral y no aislada. Catalogar a una especie como invasora la sataniza y puede tener consecuencias devastadoras.
Considero necesario seguir resaltando que los verdaderos invasores son el capital y su aliado Estado que devastan e intentan controlar todo lo que pueden a su paso. Como menciona Roberto Navia en un recomendable artículo publicado por Nómadas, las plagas que se están comiendo la selva son la “deforestación a gran escala y la provocada por los avasallamientos, la minería galopante, los fantasmas de las represas que amenazan en construir, los incendios forestales y el avance de una carretera de asfalto”, a lo cual yo sumaría, por encima de todo, a la ganadería. Pero la solución no es colgar gobernantes y empresarios y generar ganancias con sus cuerpos, ¿o sí?. Por supuesto que no.
Podríamos empezar por reducir NUESTRO impacto en el planeta, con todas las repercusiones negativas que eso tiene para toda la naturaleza y los animales, incluyendo la humanidad — y que además afecta con mayor incidencia a los sectores más vulnerables. Si se trata de seguridad alimentaria, por dar un ejemplo entre muchos posibles, podríamos aprovechar algunas de las muchas especies de hongos comestibles que existen en la Amazonía y generar empleos a partir de eso, en lugar de seguir multiplicando a lo largo de todo su territorio los campos de concentración y exterminio de vacas, cerdos, gallinas, peces y demás animales, y los monocultivos extensivos para alimentar a estas víctimas, como se hace actualmente. La crisis climática y ecosocial que enfrentamos globalmente se debe en gran medida a la relación jerárquica que entablamos con el resto de animales. Para superarla, necesitamos quitarnos los lentes antropocéntricos que sólo nos deja ver a los animales y la naturaleza como bienes a explotar, y explotar más bien nuestra creatividad, emotividad y la razón que supuestamente nos caracteriza para encontrar soluciones no especistas que partan de entendimiento y la empatía y no impliquen la masacre masiva de ningún animal, humano o no humano.
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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de Nómadas.
Sobre la autora
Matilde Nuñez del Prado Alanes
Matilde Nuñez del Prado Alanes es socióloga y se especializa en Teoría Crítica. Sus temas de análisis giran en torno al especismo y otras formas de opresión, dominación y explotación, abordados desde un enfoque multidimensional. Su principal interés es contribuir a la lucha por la liberación animal (incluyendo a las humanas) y de la tierra.