I. El primer trueno de la tormenta
“Que difícil se me hace, seguir pagando el peaje de esta ruta de locura y de ambición”, (Alejandro Lerner).
Pasó toda su niñez atada al tronco rugoso de un viejo árbol y no dejó de correr en círculos al rededor del mismo durante 6 años: 15 vueltas por minuto, 900 por hora, 7200 vueltas cada día, todos los días de su vida.
La alimentaron con las sobras de comidas que una mujer triste y amargada le tiraba cuando disponía de ellas. Cuando tuvo sed lamió el agua de lluvia antes de que la tierra, también sedienta, seca y resquebrajada la consuma o se arrastró hasta la grasienta y nauseabunda lavasa que la misma mujer echaba en el lugar.
Cuando estuvo libre de sus ataduras, temblorosa y desorientada, sin saber qué dirección tomar, lo único que se le ocurrió fue dar vueltas sobre sí misma.
Sobrevivió 2.190 días y noches, padeciendo insolaciones que la hacían perder el sentido. Le estallaba la cabeza de dolor por efectos de la deshidratación, del hambre y de esa angustiosa resistencia al cautiverio que expresaba corriendo en círculos.
Estaba convencida de que terminaría sus días sufriendo y sola; así había visto morir al caballo cuando ya no pudo ponerse en pie, tendido bajo el ardiente sol, suplicando la muerte y el fin de sus dolores.
Cuando llegaban las lluvias, la mujer, que nunca se detuvo a mirarla, la arrastraba como una autómata y la ataba con su cadena debajo de una hornilla de barro ya en desuso entre las puntas afiladas de chapas de zinc y escombros.
Seis años después, no por consideración alguna a su situación, sino por razones de otras necesidades urgentes, tuvieron que reemplazar por una cuerda de cáñamo, la cadena que tenía enganchada a la faja de cuero apretada a su cintura.
Cuando clavó los dientes en la cuerda y sintió soltarse los hilos, se activó el instinto con el que nació y que nunca había perdido. Continuó mordiéndola sin detenerse, alerta y sigilosa hasta que, a la hora de la siesta, cuando todos los seres con vida en el campo estaban adormecidos bajo los efectos del insoportable e infernal calor, huyó.
Doña Felipa no tiene límites a la hora de trepar los árboles.
Foto: Alicia Tejada Soruco.
Lo único cercano que había tenido en esa vida fue al buen árbol de tamarindo de escasas hojas diminutas, carcomido por las termitas, tan ignorado y maltratado como ella y a quien, por esas ironías de la vida, fue condenada a permanecer atada.
Había sido entregada a esa familia por Don Pepe, el compadre que se las dejo, para “que jueguen sus pelaus” -ya tiene el cincho de cuero, que Pancho la ate por ahí- les dijo.
Huir no era fácil en su estado, necesitaba lucidez y reacción rápida pero el miedo la vapuleó inmisericorde. Cuando estuvo libre de sus ataduras, temblorosa y desorientada, sin saber qué dirección tomar, lo único que se le ocurrió fue dar vueltas sobre sí misma.
Pasado un par de minutos de conmoción, detuvo su frenética manía, respiró y por fin se atrevió a arrastrarse fuera del área entre una maraña de alambre de púas oxidado que lastimó su piel.
Sin embargo cuando, a duras penas, ya estaba logrando alejarse y caminar entre matorrales secos y galones de veneno, se detuvo petrificada de terror al oír las voces de niños que se acercaban.
Tanto les temía, que se desvaneció, su corazón latió desenfrenado y en ese penoso estado supo que todo había sido inútil, que no iba a lograrlo, esta vez, sus más profundos temores eran las pesadas cadenas que no la dejaron avanzar.
II. La condena
Había sido entregada a esa familia por Don Pepe, el compadre que se las dejo, para “que jueguen sus pelaus” -ya tiene el cincho de cuero, que Pancho la ate por ahí- les dijo.
-“Más afanes para mi”- pensó la sufrida Juana quien paría un hijo cada año.
Al finalizar el día, después de servirlos a todos y de lavar ollas tiznadas y platos horadados de plaqué, tuvo que ser ella quien le ponga la cadena de un metro de largo y la ate al tamarindo.
Sabe trepar y poner su mejor carita cuando se trata de mirar a la cámara.
Entonces medía apenas unos 12 centímetros y pesaba unos cuantos gramos, era de color beige claro, de grandes ojos miel, cola corta y patas exageradamente grandes e inadecuadas para caminar, puesto que tenía que haberlas usado para asirse a la espalda de su madre, al menos un año y hasta que pudiese ponerse en pie.
Y así, sin que medie más argumento que el de convertirla en un juguete, quedó decidida la condena de un pequeño e indefenso ser por hombres de este siglo que, despiadadamente y en la más absoluta impunidad, determinaron un tenebroso e inmerecido destino para ella.
Uno de los muchachos de la familia, que tenía diez años por esa época, se apropió de ella y por razones que no analizaremos aquí, pero que están totalmente normalizadas incluso como muestra de hombría híper valorada en algunos pueblos y culturas, España y sus toreros es otro ejemplo, tenía tendencias violentas y disfrutaba lastimando animales:
Se divertía cazando aves sólo para demostrar que podía hacerlo, cortaba las alas a las mariposas y las liberaba así para que caminen mientras el sonreía, descuartizaba vivos animales pequeños y castraba cachorros de perros que morían desangrados.
Como es de suponer, a este grotesco personaje no sólo nadie le impidió que la tratase con extrema crueldad, sino que también, nadie encontró extraña una sola de sus monstruosas acciones y puesto que todo su entorno estaba convencido de que los animales no sienten o quizá ni se habrán planteado estas cuestiones, los otros niños también participaban en estos infames actos sin un atisbo de sensibilidad frente al dolor.
Cuando el inadaptado en cuestión creció un poco más, alcohólico y acullicador como su padre, lo mandaron de ayudante a otro puesto, fue visto también en actos de violencia y zoofilia con otros “juguetes” a su alcance.
Por eso, cuando ella escuchó sus voces, el terror la inmovilizó y los recuerdos se agolparon dolorosos entumeciéndola e impidiéndole continuar.
La respiración todavía agitada junto al miedo y a la falta de práctica para caminar en línea recta le jugaron en contra pero al fin logró ocultarse tras las anchas hojas de un arbusto de Mururé.
Desde allí vio a uno de sus torturadores herir a la pasada a un perro que huyó aullando de dolor, entonces supo que no la estaban buscando y se tranquilizó.
Tenía fobia a los niños y no era infundada. Pero los padres de esta familia no eran mejores; no sólo permitieron a sus hijos que la maltrataran, ellos se divertían generalmente cuando llegaban sus amigos, emborrachándola y haciéndola fumar.
Ebrios e ignorantes, todos reían a carcajadas de sus expresiones sin entenderlas mientras ella permanecía horas inmóvil, borracha y confundida con los ojos y la boca pintarrajeados y vestida con los trapos viejos y sucios del último recién nacido en la familia.
Doña Felipa bebe de una fuente de agua que también calma la sed de otros animales silvestres.
Foto: Alicia Tejada Soruco.
III. La libertad conquistada
Media hora después de su partida logró subir a un arbusto mediano de hojas empolvadas y amarillentas ¡Por fin era libre!
Dados todos sus antecedentes, esta fue una descomunal proeza imposible de realizar sin su voluntad de vivir que se abrió paso orientada por la fuerza del instinto y la memoria genética de millones de años.
Al finalizar el día, después de servirlos a todos y de lavar ollas tiznadas y platos horadados de plaqué, tuvo que ser ella quien le ponga la cadena de un metro de largo y la ate al tamarindo.
Continuó su camino más segura y corrió hasta llegar a un potrero con pastos medianos, ahí se detuvo un momento y se irguió en sus dos patas traseras, midiendo la distancia que le quedaba para llegar a los matorrales altos más cercanos, después se agachó flexionó las rodillas, tensionó los músculos de piernas, espalda y brazos aún débiles, se impulsó y dio un salto que la llevó a dos metros de distancia.
Conforme iba avanzando había vegetación más continua y frondosa y con extraordinaria resistencia, en tan penosa condición, llegó a un área de árboles elevados y exageradamente verdes. Se impulsó nuevamente y en cuatro saltos alcanzó una altura de diez metros, entonces, con su poderosa cola prensil se colgó de una rama, se contorneó boca abajo camuflada entre las hojas que la cubrían y dio una voltereta digna de la mejor gimnasta.
Después se asió fuertemente a una rama, descansó en ella a horcajadas, la abrazó con brazos y piernas y miró al horizonte.
Fue entonces que recordó haber estado abrazada así en la espalda de su madre y fue entonces que también, desde esa rama, a diez metros de altura, emitió su primer llamado triste – “Uh-uh-uh” – con voz entrecortada.
Abrazada a sus orígenes recordó el monte-hogar cayendo desgarrado y abatido al paso de una gruesa cadena tensada de un extremo a otro en enormes y rugientes orugas que no sólo tumbaron miles de árboles en pocas horas, sino que también aniquilaron millones de seres vivos que los habitaban.
Sabe conquistar el cariño incluso en los momentos de sus travesuras.
Después vino un estallido ensordecedor, una luz cegadora y los gritos angustiados de su sangrante madre de la que no se quiso soltar ni en su agonía, obligando con ello a que sus captores las embutieran a las dos en un saco que tiraron a la carrocería de una 4×4 placa falsa. Poco después no escuchó más los latidos del corazón que la habían arrullado desde que nació y lloró hasta perder el sentido.
Con esta nueva y dolorosa memoria sobre su relación con los humanos, al atardecer llegó a un enorme árbol de pacai olfateó y abrió con sus delicados y largos dedos una de sus bayas y disfrutó el sabor de las carnosas semillas hasta que, al ponerse el sol, dio un salto hasta una altísima palmera de cusi.
Una vez estuvo allí, se ocultó en medio de las gavetas y troncos de las inmensas y anchas hojas de esta palmera que más tarde la protegerían incluso de las lluvias y del invierno. Libre y segura, durmió toda la noche respirando el aire fresco de las alturas y alumbrada por estrellas y luciérnagas.
IV. La vida
De madrugada la despertaron los roncos graznidos de los molestos y territoriales cacareces que intentaban desalojarla de donde la encontrasen y aunque se enredó en una gresca con los desteñidos pajarracos, a los pocos minutos los esquivó y se distrajo probando unas moras silvestres.
Los días subsiguientes los pasó recorriendo tres propiedades en las que observó a sus habitantes humanos y a los animales del lugar; a sus guaridas y nidos y también probó todos los frutos y raíces.
Las dulcísimas y aromáticas guayabas, los ciruelos, las piñas silvestres, guineos, ambaibas, totaíces, acerolas, higos, moras, pacais, mangos y papayas, formaron parte de sus deleites y la mantuvieron ocupada cotidianamente.
De este modo, en pocos días, había descubierto una gran variedad de alimentos para su subsistencia pero su interés en continuar descubriendo nuevas posibilidades no disminuyó:
Con premura subía y bajaba de los árboles, probaba y también comía flores y la pasiflora era su favorita, levantaba del suelo hojas secas, gajos, piedras y troncos de donde atrapaba, rauda y se alimentaba de todo tipo de insectos y lombrices así como de los huevos de los nidos de aves y de pequeños animales. Un imponente curupaú de quince metros de altura se constituyó en su observatorio permanente, desde la rama más alta, en sigiloso silencio, estudiaba la vida terrestre y lo que acontecía en ese mundo.
Desde ahí aprendió también sobre la ferocidad de ciertos animales del lugar, conoció a las serpientes, a quienes identificaba de lejos y emitía fuertes señales de alarma para todos los habitantes del área.
Y registró no sólo los rostros, sino también las costumbres y hasta las habitaciones que ocupaban todos los habitantes humanos del área.
A veces se queda con la mirada que penetra el infinito.
El clic de la cámara de Licy Tejada, en uno de los momentos perfectos.
V. Un territorio propio
Ahora que había aprendido a correr sobre los postes y los alambres de los cercos de potreros como una eximia equilibrista y sin lastimarse, también examinaba el perímetro desde esa nueva perspectiva; en realidad ya había empezado a definir su territorio desde varios ángulos y en función de su seguridad.
Cuando el inadaptado en cuestión creció un poco más, alcohólico, como su padre, lo mandaron de ayudante a otro puesto, fue visto también en actos de violencia y zoofilia con otros “juguetes” a su alcance.
En el patrullaje de su perímetro, a veces se la veía correr con ramas prensadas en su cola, seguramente con la intención de mostrar un aspecto feroz y de asustar a posibles invasores, que ya le temían.
Para entonces también practicaba seis voces diferentes y nítidas, cada una con una expresión corporal distinta y que se confundían con las del tumulto de aves del lugar.
“Elaboraba” sus alimentos golpeándolos con un tronco o una piedra y los quebraba o ablandaba humedeciéndolos, según la necesidad. Recolectaba ropas y recipientes cercanos para lavarlas afanosamente y esa era una distracción a la que le dedicaba tiempo.
Otra de sus sorprendentes proezas era su la capacidad para levantar pesos y volúmenes considerables, como botellas con agua de hasta 2 litros, sandías o calabazas que abrazaba contra su pecho corriendo perfectamente de pie.
Había aprendido también a cuidarse de infecciones y si no encontraba cien pies, que pulverizados los frotaba sobre su piel para desinfectarla, sustraía cebollas o trozos de ellas que frotaba también enérgicamente en su piel durante horas, para eliminar bacterias.
Y después se constató que también aprendió algunos oficios comunes de los humanos, como deshierbar a mano, lijar, pintar, limpiar muebles y ventanas, lustrar zapatos y lavar pisos y vajillas que ponía en práctica cuando tenía la oportunidad.
En uno de sus periplos, se acercó a un pequeño estanque a beber agua y al ver reflejada su propia imagen se detuvo mirándose con la cabeza inclinada a un lado con intensa expresión de afecto, otra de sus características.
Su progreso era enorme, ahora sus saltos tenían una precisión admirable; prácticamente volaba por los aires entre los árboles y ramas y también aprendió a ser silenciosa y casi invisible, como una extensión de los mismos.
Se sentía tranquila en ese lugar porque, aunque lo habitaban tres humanos, ninguno de ellos era niño o cazador y ninguno estaba interesado en la vida de los árboles.
Su fuerte instinto de territorialidad, su memoria e inteligencia la orientaron para que demarcara una circunferencia de mil quinientos metros que conocía en detalle y que nunca sobrepasó pero que, tan pronto como quedó establecida, dominó implacable, expulsando de allí a cuanto animal se atreviera a acercarse, incluidos los perros de quienes no guardaba buenos recuerdos.
Alicia Tejada, con su fiel escudera, Doña Felipa.
VI. Los otros capuchinos de esta historia
El mes de septiembre del 2017, como ocurría ya hace 20 años a gran escala, respaldada semejante tragedia en el “modelo de desarrollo cruceño” y en las exportaciones, todos los montes empezaban a ser tumbados y quemados y los pueblos que los habitaban lo permitían.
Esa madrugada y desde la copa de un árbol de hoja de yuca, vio a por primera vez a sus iguales; unos 20 capuchinos venían en estampida huyendo de las voraces y gigantescas llamas; eran hermosos, medían hasta casi 60 cm sin contar la poderosa cola, tenían perfectas manos y pies de largos dedos prensiles también que usaban para asirse de las ramas, como ella.
Se detuvieron unos minutos al verla, parecían extrañados y la angustia que los embargaba era evidente, sin embargo continuaron emitiendo sonidos como pitidos metálicos agudos, alertando del peligro.
No intentó seguirlos, tras ellos se elevó en pocos segundos una voraz y gigantesca lengua de fuego que avanzó hasta el único monte que quedaba en esa zona y lo calcinó completamente.
La comunidad de capuchinos venía huyendo de muy lejos porque todos los montes ardían; continuaron corriendo y saltando despavoridos entre las hierbas y arbustos y seguro más adelante también perecieron calcinados.
Ella se subió sobre la tapa del tanque de agua, a unos trece metros de altura y desde allí, en pocas horas vio consumirse todo, el humo denso consumió el aire puro y era difícil respirar. Los bomberos por fin vencieron el fuego hasta la media noche y sólo quedaron cenizas, algunos animales calcinados en el sitio, otros intentando escapar heridos y con quemaduras, los monitos amarillos (Tití), que vio una vez en el monte, perecieron todos.
Los días subsiguientes estuvo triste y desorientada y quizá debido a ello tuvo un descuido; la humana con la que compartía el territorio salió de la casa y la vio; ella, al verse descubierta, rápidamente, se paró en dos patas, flexionó las rodillas, cruzó los brazos sobre el pecho y con la boca babeante y los ojos enrojecidos por las lágrimas suplicó piedad temblorosa, pero la humana no la miró siquiera y volvió a entrar a la casa.
VII. La historia paralela-Epílogo
“No se si eras un ángel o un rubí” (Fito Paez).
La nombré Doña Felipa de los Montes Altos de la Esperanza en alusión a su estirpe reconocida como la más inteligente del Nuevo Mundo y a sus nuevos dominios.
Como es de suponer, a este grotesco personaje no sólo nadie le impidió que la tratase con extrema crueldad, sino que también, nadie encontró extraña una sola de sus monstruosas acciones.
La había visto llegar a La Esperanza el mismo día que huyó. La pobrecilla fue tan torpe con su faja de cuero y trozo de cuerda a cuestas, que su presencia fue evidente para todos.
También, unas horas después de su fuga, un hombre de muy mal aspecto, con el arma de fuego al hombro, quiso entrar a buscarla y en cambio se llevó el susto de su vida, porque le advertí enérgicamente que lo llevaría preso si se atrevía a poner un dedo sobre ella y hasta llamé al Comando en su presencia.
Mientras ella pensaba que yo ignoraba su existencia la protegí, estudié bibliografía disponible sobre primates capuchinos para conocerla mejor y hablé de su situación con veterinarios.
Además indagué su historia específicamente y a partir de ésta, la de otros como ella. También me puse en contacto con personas de otras comunidades que denunciaron monos en cautiverio en idéntica y hasta en peor situación.
Nuestro esperado encuentro cara a cara lo decidió también Doña Felipa acertadamente: Ocurrió una tarde que descansaba yo en la hamaca, bajó por la cuerda, se puso de pie sobre mis piernas, cruzó los brazos, inclinó al lado izquierdo la redonda cabeza, y agachó la vista con timidez .
Después emitió un gruñido corto sacudiendo la cabeza y chistó los labios varias veces, como saboreando algo, repitió el gruñido con el sacudón y el chistar de labios y yo le respondí del mismo modo con cierto recelo, repetimos el ritual un par de veces más y ella dio unos pasos hasta llegar a mi pecho; después se retiró de un salto.
La imagen icónica de La Esperanza.
En este primer acercamiento pude ver que tenía la cintura muy lastimada y pedí a uno de los mejores veterinarios y rector del Instituto Tecnológico que viniese a ayudarme a analizar su estado y posibilidad de urgente captura.
Permanecí inmóvil sentada bajo un árbol hasta que ella tuvo la confianza de bajar y de tenderse dolorida en mi falda. Finalmente la liberé de la faja, curamos sus heridas y la sostuve para que le inyectaran un antibiótico.
También hemos aprendido que puede ser agresiva y hemos tomado recaudos, no sólo con las vacunas que corresponde sino advirtiendo a quien viene a visitarnos que si la ven deben ignorarla y alejarse sin movimientos bruscos y dándole la espalda.
Uno de esos días, al pasar uno de los trabajadores por la galería lanzó una teja destinada a golpear su cabeza y menos mal que falló, también entró furtivamente a un dormitorio y mordió a una persona.
Fue recurrente esa conducta agresiva, pero observamos que no era continua. Más tarde se constató que, ante la ausencia de un mono macho, cuando Doña Felipa entra en celo da por sentado que los humanos lo son e intentan llamar su atención de esa manera.
Su relación conmigo es distinta, me obedece, protege y reconoce como líder en el territorio.
He intentado llevarla a un monte alto más allá de sus límites, pero es admirable la precisión con la que se percata cuando salimos fuera de su perímetro y de un salto regresa a su espacio dejándome continuar sola. Algún día se atreverá a ir más allá.
Una mañana muy temprano tocaron el cristal de mi ventana con golpes apresurados y ahí estaba Felipa, anunciando el nuevo día con un barullo de voces afectuosas y entusiastas y desde entonces no ha dejado de saludarme de la misma forma y hora cada día, como recordándome que la vida está ahí esperando ser vivida a pesar de los hombres, su violencia y fuego… La voluntad es más grande que ellos…
En La Esperanza, Doña Felipa encontró el calor de hogar.
Foto: Alicia Tejada Soruco.
Ficha Técnica:
Recibe el nombre de “mono capuchino” todo miembro de la subfamilia Cebinae y que pertenece a los géneros Cebus o Sapajus. Se les considera los monos más inteligentes del Nuevo Mundo y a veces se les mantiene como mascotas exóticas por esta razón.
La palabra “capuchino” les fue dada por exploradores en alusión a su semejanza física con la vestimenta de la orden religiosa de los Frailes Menores Capuchinos.
Se les considera los monos mas inteligentes pues son capaces de utilizar herramientas de piedra y palos para resolver sus necesidades básicas.
Poseen extremidades más largas en relación con el tamaño de su cuerpo. Miden de 30 a 56 centímetros de longitud, con una cola de medida similar.
Los capuchinos son dueños de un corto pelaje negro, marrón o beige muy claro.
Nota de la autora:
Tras indagar en todo Bolivia por un refugio seguro para Capuchinos donde no los tuvieran enjaulados y constatar que no existen y que, el que podría adaptarse ha colapsado debido a incendios y desmontes ocasionados por la ampliación de la frontera agrícola en el área, queda la tarea de continuar defendiendo los Montes de los Capuchino pero también la de apoyar la implementación de leyes con control municipal y la constitución de un Refugio destinado a darles las condiciones mínimas de sobrevivencia a la especie de primates más inteligentes del Nuevo Mundo.
No existen ni las instituciones con la infraestructura, ni el personal ni los recursos necesarios para reinsertar a los capuchinos a su hábitat, lo que nos remite también a otros desafíos que ojalá emprendamos juntos en Bolivia con valiosos profesionales que, en el Beni, han iniciado esta tarea.