Se han cumplido cincuenta años de la publicación de Los límites del crecimiento[1]. La iniciativa editorial partió de Aurelio Peccei (1908-1984), economista con una vida agitada: trabajó para Fiat en China antes de la Segunda Guerra Mundial, luchó como partisano durante aquella conflagración (detenido en 1943, pasó algo más de dos años en prisión), fue uno de los fundadores de Alitalia una vez terminada la contienda, desempeñó funciones directivas en diversas empresas e instituciones. En 1968 fundó junto con el químico Alexander King el Club de Roma. Su propósito era mejorar el futuro del mundo a largo plazo de manera interdisciplinar y holística. Para su puesta en marcha contó con la ayuda de representantes de la OCDE y de numerosos científicos, fruto de los contactos que había anudado a lo largo de su carrera.
Peccei tenía una amplia experiencia internacional, era un global player antes de que la globalización se pusiera de actualidad. Su conocimiento, sobre el terreno, de tantos países le llevó a pensar que los problemas globales exigían un estudio científico global y que tan solo una planificación racional podría asegurar el futuro del mundo (en los años sesenta había gran confianza en la planificación tecnocrática).
El Gobierno de Nueva Zelanda acaba de reconocer a un río como persona jurídica, comprometiéndose a respetarlo y cuidarlo.
Familia Guarasugwé moliendo arroz en un tacú, para garantizar su seguridad alimentaria.
Foto: Clovis de la Jaille.
El Club de Roma acometió enseguida un ambicioso proyecto: analizar la situación del mundo y proponer soluciones a los retos, aparentemente irresolubles, que amenazaban su futuro. Peccei contó con la ayuda del MIT: bajo la dirección del economista Dennis Meadows, un equipo de expertos en la dinámica de sistemas elaboró un “modelo mundial”. Los ordenadores, alimentados con datos correspondientes al siglo XX, se convertían en el instrumento idóneo para obtener un diagnóstico preciso, requisito previo para la adopción de las políticas llamadas a salvar el planeta. Abro una larga cita textual: “Nuestro modelo mundial fue construido específicamente para analizar cinco grandes tendencias de interés global: la acelerada industrialización, el rápido crecimiento demográfico, la extendida desnutrición, el agotamiento de los recursos no renovables y el deterioro del medio ambiente. Estas tendencias se interrelacionan en muchos sentidos, y su desarrollo se mide en decenios y en siglos, más que en meses y en años. Con este modelo tratamos de entender las causas que motivan estas tendencias, sus interrelaciones y sus implicaciones en los cien años futuros.
El modelo que hemos construido es, como cualquier otro, imperfecto, supersimplificado e inacabado. Somos conscientes de sus limitaciones, pero creemos que es el modelo más útil disponible por el momento para tratar los problemas más lejanos en la gráfica tiempo-espacio. Hasta donde sabemos, es el único modelo que existe cuyo alcance es realmente global”[2].
La tarea no era fácil, por la complejidad del objeto de análisis y por la falta de precedentes, pero los expertos confiaban plenamente en su metodología y en la capacidad de los ordenadores: “Pensamos que el modelo que aquí hemos descrito ya está tan desarrollado como para ser de gran utilidad para quienes toman decisiones. Más aún, los modos de comportamiento básico que hemos observado a través de este modelo se muestran tan fundamentales y generales que no creemos que nuestras conclusiones se vean sustancialmente alteradas por futuras revisiones”[3].
Esta misma actitud se advierte en el borrador de la nueva Constitución para Chile, elaborada por una Asamblea Constituyente y que se someterá a referéndum el 4 de septiembre.
Aunque también esta cita resulte extensa, vale la pena recoger las conclusiones del estudio:
1) Si se mantienen las tendencias actuales de crecimiento de la población mundial, industrialización, contaminación ambiental, producción de alimentos y agotamiento de los recursos, este planeta alcanzará los límites de su crecimiento en el curso de los próximos cien años. El resultado a largo plazo más probable sería un súbito e incontrolable descenso tanto de la población como de la producción industrial.
2) Es posible alterar estas tendencias de crecimiento y establecer una condición de ecológica y económica que pueda mantenerse durante largo tiempo. El estado de equilibrio global puede diseñarse de manera que cada ser humano pueda satisfacer sus necesidades materiales básicas y gozar de igualdad de oportunidades para desarrollar su potencial particular.
3) Si los seres humanos deciden empeñar sus esfuerzos en el logro del segundo resultado en vez del primero, cuanto más pronto empiecen a trabajar en ese sentido, mayores serán las probabilidades de éxito”[4].
Un letrero solitario recuerda lo que los humanos deberían hacer.
Foto: Clovis de la Jaille.
Los autores preveían un futuro catastrófico para la humanidad (parece que se trata de una tendencia connatural al ser humano cuando un milenio se aproxima a su cierre) y, a la vez, confiaban en nuestra capacidad para evitarlo si se adoptaban las medidas oportunas (que serían, lógicamente, las señaladas en el informe). Saber es poder, y la ciencia y la tecnología modernas nos proporcionan los recursos necesarios para superar dificultades de cualquier tipo y, en positivo, para instaurar el paraíso en la tierra. La utopía deja de ser una simple elaboración intelectual y se convierte en un proyecto viable si la política acierta a utilizar el potencial de la ciencia.
Los límites del crecimiento alcanzaron enseguida el estatus de best seller en Occidente: durante semanas encabezó en diversos países la lista de los libros más vendidos (unos doce millones de ejemplares a lo largo de esos cincuenta años). Su recepción no estuvo exenta de polémica y recibió abundantes críticas, en la ciencia y en la política (tanto desde la derecha como desde la izquierda), pero hay acuerdo en que ejerció una notable influencia en ambientes académicos y en la opinión pública en general. Se trata, sin duda, de un texto que marcó a toda una generación.
Afortunadamente, el éxito de ventas no se correspondió con el acierto de sus previsiones y el mundo sigue existiendo[5]. Esos pronósticos apocalípticos -tanto los del Club de Roma como los de otros supuestos expertos[6]– no se cumplieron, aunque ese dato lo despreciaron los propios autores, que en 2004 publicaron una actualización de su estudio[7]. Su actitud no ha cambiado: “Ahora somos mucho más pesimistas con respecto al futuro del mundo que en 1972. Es un hecho triste que la humanidad haya desperdiciado en gran medida los últimos treinta años en debates fútiles y respuestas bien intencionadas pero vacilantes al desafío ecológico planetario. Muchas cosas tendrán que cambiar para que la extralimitación actual no dé lugar al colapso durante el siglo XXI”[8].
El daño medioambiental resulta innegable, pero el dinero del turismo permite salir de la pobreza a las poblaciones autóctonas.
Los años sesenta habían sido, al menos en Occidente, prósperos y felices. Herbert Marcuse podía erigirse en uno de los inspiradores de la revuelta estudiantil y del movimiento hippy celebrando la llegada de Jauja: el bienestar proporcionado por el desarrollo económico iba a permitir dejar de trabajar y dedicarse al sexo y a la droga (con coronas de flores al cuello). Claro que la crisis acechaba implacable, dentro y fuera de Occidente: mayo del 68, primavera de Praga, guerra de Vietnam, Martin Luther King y Robert Kennedy, aparición de la problemática medioambiental a consecuencia de la lluvia ácida… La crisis del petróleo de 1973, represalia de los productores árabes de petróleo tras la derrota en la guerra del Yom Kipur, iba a terminar abruptamente con la confianza ingenua en un progreso ilimitado y en la planificación tecnocrática (a partir de ese momento, cobrarán importancia los paradigmas del caos y de la complejidad). Justo antes, en 1972, se reunió en Estocolmo la primera Cumbre de la Tierra, convocada por la ONU para abordar una crisis medioambiental de la que ya se intuía que iba a tener un alcance planetario. En estos cincuenta años se han incrementado no solo las amenazas medioambientales sino también los esfuerzos de Naciones Unidas para hacerles frente. Una de las decisiones adoptadas en 1972 fue la creación del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Con una agencia dedicada específicamente a esta tarea, la actividad de la ONU se ha multiplicado. Como la cuestión medioambiental es tan compleja, ha habido que “fraccionarla” para hacerla más abordable: agua, bosques, biodiversidad, calentamiento global y cambio climático, etc. Así, cada una de estas áreas temáticas tiene sus dotaciones de personal y de dinero, para trabajar en lo suyo y para organizar las oportunas reuniones, a cuyo término se presentan a la opinión pública mundial los correspondientes documentos. En toda cumbre, sean cuales sean el tema y el alcance, no puede faltar entre los acuerdos la decisión de reunirse de nuevo dentro de unos años para evaluar los avances registrados[9]. Por ejemplo, las “supercumbres” acordadas cada cinco años exigen cordilleras de preparación.
Desgraciadamente, hay consenso sobre la poca efectividad de todo ese esfuerzo. Es indudable que en estos cincuenta años transcurridos desde la primera Cumbre de 1972 se han dado algunos pasos significativos: aparte de la generalización de una mayor conciencia ecológica, ahí están triunfos como la desaparición de la gasolina con plomo o los avances en la reparación del agujero en la capa de ozono. Pero el balance global no invita al optimismo y la preocupación aumenta. En paralelo, los pronunciamientos de políticos y expertos se vuelven cada vez más alarmistas. A la conciencia de una imparable agudización de la crisis sigue un creciente activismo de gobiernos y de entidades privadas –ONG, fundaciones, think tanks-. Sin embargo, se percibe un sangrante contraste entre la grandilocuencia de las declaraciones oficiales y la actuación cotidiana de los gobiernos nacionales, por no hablar de la incoherencia observable en la ciudadanía. Interrogados en las encuestas, todos manifestamos estar muy preocupados por el deterioro del ecosistema planetario, pero muy pocos están dispuestos a sacrificarse en concreto para poner remedio, ya sea pagando más impuestos[10] o modificando hábitos de vida. Además, en el plano político se observa que el ecologismo es de modo preponderante un lujo propio de países ricos en época de bonanza económica. Cuando hay recesión, la prioridad es la creación de empleo y el ecologismo pasa a segundo plano. Y está también el desfase entre el primer y el tercer mundo: Occidente levantó su industria sin respetar el medio ambiente. Eran otros tiempos y todavía no había aparecido la sensibilidad ecológica. El tercer mundo, que también aspira a elevar su nivel de vida, protesta cuando se le quieren imponer estándares ecologistas que van a encarecer su producción industrial y la harán menos competitiva en el mercado internacional. Es legítimo que reclamen subvenciones de los países desarrollados para producir de modo sostenible.
Una mujer acarrea agua en una carretilla en una comunidad del municipio de Roboré.
Foto: Clovis de la Jaille.
Cuatro son los principales argumentos empleados para justificar la protección del medio ambiente: dos antropocéntricos y otros dos biocéntricos. Los primeros consideran la naturaleza al servicio y en función de los intereses del hombre. Los segundos rechazan ese punto de vista, que instrumentaliza el medio ambiente, y promueven el respeto a la naturaleza en sí misma, en pie de igualdad con el ser humano.
El primer argumento antropocéntrico considera la Tierra como fuente de recursos. Es patente que nuestros recursos son limitados, lo que debería imponer una utilización responsable. Durante mucho tiempo, los occidentales hemos adoptado un estilo de vida dilapidador, como si estuviéramos solos en el planeta y la naturaleza fuera capaz de autorregenerarse. Urge cambiar de vida y volver a la austeridad. La palabra clave es sostenibilidad. A la vez que son finitos, los recursos naturales parecen crecer de modo continuado. El indicador clásico que mide la abundancia o la escasez de cualquier bien es el precio: en general, los precios de las materias primas siguen una curva descendente (a no ser que la altere la manipulación o la especulación). Esta tendencia se pudo apreciar de manera particular en el último tercio del siglo XX, justamente cuando los agoreros alertaban sobre una catástrofe apocalíptica. Por una parte, se han encontrado nuevos yacimientos. Por otra, los avances de la tecnología permiten explotar yacimientos inaccesibles o poco rentables en el pasado. Y siempre aparece la inventiva humana, capaz de encontrar alternativas artificiales para tantos recursos naturales. El jeque Yamani, ministro saudí del petróleo y hombre fuerte de la OPEP durante años, lo formuló en su momento de forma bien expresiva: “De igual modo que la Edad de Piedra no terminó porque se acabara la piedra, la Edad del Petróleo no terminará porque se acabe el petróleo”.
De todas formas, no conviene despreocuparse de la gestión racional de los recursos confiando en que la ciencia proveerá. Todo buen administrador tiene a gala dejar a sus sucesores un patrimonio aumentado o, al menos, igual al recibido de sus antepasados. Sería irresponsable legar a las futuras generaciones unos haberes mermados. Se ha propuesto que, al apadrinar cualquier política que afecte al futuro de la Tierra, se escuche expresamente a los jóvenes, pues ellos van a capear las consecuencias de nuestras decisiones presentes. Medida tal vez insuficiente, pero de notable valor simbólico.
Claro que la amistad requiere intereses compartidos, conocimiento mutuo y trato. No se ama lo que no se conoce.
El segundo argumento antropocéntrico tiene en cuenta a la Tierra como lugar de esparcimiento. El turismo se ha convertido en un fenómeno masivo y global, de enorme importancia económica, política y social. Nos encanta viajar para conocer nuevos paisajes y culturas, al margen de que el Estado del bienestar nos asegure el merecido descanso. La presencia masiva de visitantes implica un peligro para tantos preciosos ecosistemas, por las infraestructuras creadas y por el comportamiento no siempre civilizado de los actores implicados. El daño medioambiental resulta innegable, pero el dinero del turismo permite salir de la pobreza a las poblaciones autóctonas. El choque de las dos lógicas —medioambiental y turística— resulta inevitable. No todos los Gobiernos muestran la altura de miras de los dirigentes de Namibia al limitar a 700.000 por año el número de visitantes de sus reservas naturales.
El ecologismo radical (deep ecology, movimiento de liberación animal) sostiene que los dos argumentos anteriores expresan una posición centrada en el hombre, que se entroniza como dueño y señor del planeta, imponiendo su voluntad de modo despótico y arbitrario. Urge bajarse de ese sitial y mirar a la naturaleza de igual a igual. Esta modificación de actitud se apuntala con una doble alegación: la noción de equilibrio natural y el pacto jurídico.
Para este ecologismo extremo, el hombre ha sido la especie biológica más dañina que ha poblado la Tierra. Es hora de acabar, propugnan, con esa pasión destructora y empezar a respetar el equilibrio natural. Esa nueva actitud, simbiótica y ya no parásita, se refuerza con la invocación del derecho y lleva a suscribir pactos o acuerdos con la naturaleza. Se van dando algunos pasos en esa dirección: por ejemplo, el Gobierno de Nueva Zelanda acaba de reconocer a un río como persona jurídica, comprometiéndose a respetarlo y cuidarlo. Esta misma actitud se advierte en el borrador de la nueva Constitución para Chile, elaborada por una Asamblea Constituyente y que se someterá a referéndum el 4 de septiembre.
Un letrero que no necesita más palabras.
Foto: Clovis de la Jaille.
Está bien que el hombre respete el entorno natural y que no abuse de su superioridad: es rey de la creación, llamado a ejercer un dominio político y no despótico. Desde siempre las diversas culturas han intuido que la paz o armonía del hombre con la naturaleza, de los hombres entre sí y del hombre con Dios están estrechamente relacionadas. Pero los llamados argumentos biocéntricos no consiguen superar al antropocentrismo: es el hombre quien establece las condiciones del “equilibrio natural”, quien decide que determinadas especies deban protegerse o no. Y el instituto jurídico del pacto con la naturaleza no va más allá de ser una ficción, mero brindis al sol. Nos encontramos en las mismas circunstancias del equilibrio natural: dar carácter de pacto legal a la decisión de proteger tal o cual ecosistema es decisión humana y no tiene más efectos que los propagandísticos al servicio de la ideología y de las correspondientes organizaciones.
Más allá de los debates al uso, me atrevo a sugerir una línea de trabajo para mejorar nuestra relación con el medio ambiente: fomentar la amistad con la naturaleza. Desde la feliz formulación de Aristóteles en la Ética a Nicómaco se acepta que el amigo es otro yo. Si el amigo se encuentra en dificultades, resulta obvio acudir en su ayuda. No se le pide una instancia con los datos que justifiquen nuestra intervención. Si fuéramos verdaderos amigos de la naturaleza, sobraría gran parte del debate relativo a su conservación. Nos resultaría evidente acudir en su auxilio allí donde se viera amenazada. Claro que la amistad requiere intereses compartidos, conocimiento mutuo y trato. No se ama lo que no se conoce. Desde hace unos años, la mayoría de la población mundial es urbana, y aumenta el número de las megalópolis. Muchos de los habitantes de tantas grandes ciudades viven de espaldas al medio natural, lo desconocen por completo. Los niños –y los jóvenes y adultos en que se convierten con el paso del tiempo- no saben de dónde vienen la leche o los huevos, no distinguen un abedul de un ciruelo ni una oveja de una cabra. Habría que educar a los hijos de la ciudad en el conocimiento del entorno natural. De modo automático, del conocimiento se pasaría a la familiaridad y al aprecio. Este objetivo es factible, y contamos con experiencias muy positivas al respecto, como los jardines de infancia en Escandinavia y Centroeuropa que desarrollan toda su actividad docente y lúdica en el bosque. Las granjas agropecuarias que alojan unas semanas durante el verano a los niños de la ciudad no dejan de ser un parche, aunque es mejor eso que nada. Si va aumentando el número de verdaderos amigos de la naturaleza, cabe esperar que con el tiempo conseguirán influir en la opinión pública. Con un poco de suerte, algunos de esos amantes de la naturaleza llegarán a dedicarse a la política y estarán en condiciones de iniciar un cambio de mentalidad. Esa influencia, callada pero real, abonará el terreno para que las leyes y las políticas públicas medioambientales logren efectivamente sus objetivos.
Pamplona, junio de 2022. [1] Donella H. Meadows, Dennis L. Meadows, Jorgen Randers, William W. Behrens III, Los límites del crecimiento. Informe del Club de Roma sobre el Predicamento de la Humanidad, Fondo de Cultura Económica, México 1972.
[2] Ibid,pp.37s.
[3] Ibid.p. 39.
[4] Ibid. pp. 40s.
[5] En cierto modo, la historia real beneficia a todos; a la humanidad en general, que evita la desaparición asociada al fin del mundo, y a los autores apocalípticos, que pueden seguir escribiendo y vendiendo sus libros. Siempre hay crisis en lontananza y, por tanto, oportunidad para las Casandras de turno.
[6] Destaca especialmente Paul Ehrlich. Junto con su mujer Anna escribió The Population Bomb, Ballantine, New York 1968. El comienzo de su prólogo no puede ser más elocuente: “La batalla para alimentar a toda la humanidad ha terminado. En los 70 y en los 80, cientos de millones de personas morirán de hambre a pesar de cualquier programa de choque que se pueda emprender ahora”. Con sus tres millones de ejemplares vendidos, La bomba de la población influyó en la definición de la agenda pública en los países occidentales, a la que ayudó a dar un marcado acento neomalthusiano.
[7] Donella Meadows, Jorgen Randers, Dennis Meadows, Los límites del crecimiento 30 años después, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2006.
[8] Ibid. p. 27.
[9] Tanto los dignatarios políticos como los expertos disfrutan de esas cumbres, que suelen durar bastantes días -hay mucho en juego, lo que impone arduas negociaciones- y se celebran por lo general en lugares atractivos. Ha surgido así todo un sector del turismo político y diplomático. Además, las “fotos de grupo” resultan muy jugosas para los representantes gubernamentales. Por unos días, pueden “escapar” de la política nacional, con sus querellas domésticas tan ingratas, para trabajar en la salvación del planeta, ocupando al foco de la opinión pública internacional y codeándose con los más poderosos del mundo. Hay muchas razones que avalan la proliferación de estas cumbres.
[10] La revuelta de los “chalecos amarillos” franceses tuvo su origen en la aprobación por el Gobierno francés de una subida del impuesto sobre el carburante, destinada a combatir los efectos negativos del cambio climático. Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de Nómadas.
Sobre el autor
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Alejandro Navas
Madrid, 1952. Doctor en filosofía por la Universidad de Navarra, de cuya Facultad de Comunicación es profesor de Sociología y de Opinión Pública. Director del seminario interdisciplinar sobre comunicación y salud. Profesor visitante en diversas universidades sudamericanas.