Un lugar bendecido por la naturaleza
San José de Uchupiamonas se encuentra en el corazón del Parque Nacional Madidi, en el municipio de San Buenaventura, departamento de La Paz, Bolivia. Ubicado en la región amazónica, este pueblo alberga aproximadamente a 1.000 habitantes, distribuidos en unas 250 familias. Caminar por sus calles es adentrarse en un tiempo suspendido, donde la historia, la naturaleza y la resistencia se entrelazan. Este pequeño pueblo, enclavado en la inmensidad del Parque Nacional Madidi, guarda en sus caminos de tierra las huellas de sus ancestros quechuas.
Al llegar, lo primero que se siente es la textura de las calles: ni asfalto ni adoquines, sino tierra apisonada, oscura y húmeda tras cada lluvia amazónica. Esas arterias principales se entrecruzan con senderos más pequeños, como venas secundarias que llevan a casas de barro con techos de palma. Allí, la selva es una madre generosa pero también una maestra exigente: nos alimenta, nos viste, nos cura con sus plantas y, en sus silencios, nos enseña el respeto. Desde niños aprendemos a identificar las huellas de los animales y el canto de las aves. El jaguar, el huaso y la paraba roja no son solo criaturas; son espíritus que caminan junto a nosotros, cuidándonos o advirtiéndonos.
Nuestra vida gira en torno a la Pachamama, la Madre Tierra. Antes de sembrar y cosechar, le ofrecemos nuestra gratitud. A veces se trata de una mesa pequeña con hojas de coca, chicha de maíz y un poco de carne; otras, un sencillo rezo al amanecer. Sin ese nexo con lo sagrado, nada prospera.
Las raíces del idioma y las historias de los abuelos
En las noches de antaño, cuando la oscuridad envolvía el pueblo, las casas se convertían en refugios de relatos. En el centro, un fuego chisporroteaba, su luz anaranjada iluminando los rostros de los abuelos, cuyas arrugas parecían mapas de tiempos pasados. Sus voces, profundas y serenas, llenaban el aire con palabras quechuas, el idioma que conectaba a nuestro pueblo con sus raíces más hondas.
Recuerdo cómo el mundo parecía detenerse cuando el abuelo Francisco Navi comenzaba a hablar. Con sus palabras, nos transportaba a tiempos en que el viento y las montañas tenían alma, y conversaban con los hombres. Cada relato era un viaje: hablaba de guerreros que danzaban bajo lunas antiguas y de criaturas maravillosas que habitaban la selva.
Con el paso de los años, esas reuniones nocturnas se volvieron menos frecuentes. Los niños, seducidos por las pantallas y el español, empezaron a distanciarse de los cuentos y del fuego. Sin embargo, los abuelos, pacientes y sabios, continuaban narrando, aunque el público fuera menor. Cada vez que una historia no hallaba oídos atentos, sentíamos que un hilo de la gran telaraña que nos conecta al pasado se rompía.
Hoy, aquellos relatos viven más en mi memoria que en las noches del pueblo. El quechua, la lengua que daba vida a esas historias, se fue apagando como el fuego tras la última brasa. Pero todavía cierro los ojos y escucho al abuelo decir: “Willka intiqa qhawarimuyta munarqani” (el sol sagrado deseaba observarnos). En esas palabras palpita nuestra esencia, aunque los ecos de quienes las pronunciaron se pierdan en el tiempo.
El gran desafío es recordar y contar, aunque no sea en la lengua original, porque mientras quede una historia viva, el quechua seguirá respirando en el corazón de quienes crecimos al calor de la hoguera y la magia de los relatos.
El quechua, la lengua de nuestros ancestros, se está apagando como el último carbón de una fogata que nadie aviva. Mi abuelo Francisco Navi lo hablaba con orgullo, pero sus palabras quedaron atrapadas en su generación. Ahora, la mayoría hablamos castellano, aunque conservamos algunas frases. Sin embargo, cada vez que alguien narra en quechua, parece que el tiempo se detiene. “En el idioma está nuestra alma”, decía el abuelo. Y es una verdad que duele.
Los ancianos relatan cómo los Uchupiamonas resistieron a los invasores y cómo nuestros chamanes dialogaban con los espíritus del bosque. Nos enseñan que todo está conectado: un árbol cortado sin permiso puede atraer tormentas, y un animal cazado sin necesidad puede provocar enfermedades.
El día a día y nuestras costumbres
En nuestro pueblo, el trabajo se comparte. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, todos cumplen un rol. Los hombres suelen cazar y pescar, mientras las mujeres recolectan frutos y preparan los alimentos. La yuca, el plátano y el maíz son nuestros pilares alimenticios, pero el ají nunca falta, porque “sin picante, no hay sabor”, repiten las madres.
La chicha es más que una bebida; es un lazo que nos une. Cuando alguien organiza una minga—una jornada de trabajo colectivo—, agradece ofreciendo chicha. A veces hay cantos y bailes después, porque el trabajo sin alegría no está completo.
Nuestros trajes tradicionales, hechos con tejidos de algodón y decorados con semillas, se lucen en las festividades más significativas. Durante la fiesta patronal de San José, el pueblo entero se reúne y baila al ritmo de tambores y flautas, mientras el aroma de la comida, mezclado con el del monte, nos recuerda que somos una gran familia.
Los desafíos de un mundo cambiante
Pero no todo es júbilo. La modernidad ha tocado nuestras puertas. Muchos jóvenes parten a las ciudades, atraídos por promesas que a menudo resultan vacías. Algunos regresan con relatos de trabajos duros y vidas solitarias; otros no vuelven. Y mientras tanto, forasteros explotan de manera indiscriminada nuestros recursos naturales —caza, pesca, madera, minería ilegal— sin entender que, para nosotros, el bosque no es un recurso, sino nuestro hogar.
Aun así, no pierdo la esperanza. Poco a poco, los jóvenes de mi pueblo comienzan a organizarse para rescatar nuestras tradiciones. Están surgiendo talleres para que las mujeres mayores enseñen a tejer y cocinar como antes. Tal vez no podamos desandar el camino andado, pero sí avanzar sin perder de vista quiénes somos.
Yo permaneceré aquí, en San José de Uchupiamonas, cuidando la tierra y compartiendo estas historias con mis hijos. Porque mientras nuestra cultura palpite en nuestros corazones y en nuestras manos, nunca desaparecerá. La selva, con sus murmullos eternos, será siempre nuestro refugio y nuestra fuerza.
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Sobre el autor
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Doly Navi
Doly Navi nació en el pueblo indígena de San José de Uchupiamonas, en el corazón del Parque Nacional Madidi. Es técnica en Turismo y actualmente estudia en el el programa de Periodismo Indígena Ambiental, en la universidad UPSA de la ciudad de Santa Cruz, a distancia.