
En el extremo norte de Bolivia, el departamento de Pando enfrenta una paradoja cada vez más visible. Aunque históricamente ha registrado menos incendios que regiones como Santa Cruz o Beni, en 2024 atravesó una de sus peores temporadas: más de 45 mil hectáreas fueron arrasadas por el fuego.
Comunidades indígenas y campesinas desarrollan economías basadas en la recolección de frutos amazónicos —como la castaña, el asaí y el majo— y en una agricultura de bajo impacto, sin destruir el bosque que los alimenta. Sin embargo, la expansión de la ganadería, la minería aurífera y los monocultivos amenaza con imponer un modelo extractivista incompatible con la conservación.
En medio del humo y la incertidumbre, una pregunta se impone: ¿Podrá Pando consolidar un desarrollo verdaderamente sostenible, o el fuego terminará por dictar el futuro de la Amazonía boliviana?
Un desastre evitable: el fuego que nace del descuido
El fuego que arrasó miles de hectáreas en Pando durante 2024 no fue obra del azar. “Por la naturaleza, casi nunca se producen incendios forestales. Generalmente es por la mano del hombre”, afirma Ernesto Roca, jefe departamental de Gestión de Riesgo del departamento. Según la autoridad, los incendios del año pasado afectaron zonas como Gonzalo Moreno, Filadelfia, Buyuyu y la reserva Manuripi, donde surgieron focos simultáneos en puntos distantes, lo que sugiere una acción deliberada.
Aunque Pando mantiene una vocación forestal y su economía se basa en frutos amazónicos, los incendios del 2024 fueron una llamada de atención. “No fue el bosque primario el que se quemó, sino pastizales y suelos degradados, pero la intensidad fue tal que afectó la infiltración del suelo”, advierte Armin Escobar, del CIPCA Norte Amazónico.
Desde las comunidades, la sensación de abandono es evidente. “Nos afectó el humo, no hay salud ni agua en el campo, y faltó control y respuesta inmediata”, dice Ciro Cordero, dirigente campesino del bloque amazónico de la castaña.
Para Roy Humaday, de la central Indígena de los Pueblos Amazónicos de Pando (CIPOAP), se debe diferenciar la quema ancestral indígena de las quemas descontroladas: “Nuestros abuelos sabían cuándo y cómo usar el fuego. Esto que vemos ahora no es lo mismo”.

La respuesta ciudadana
Mientras las llamas consumían pastizales y contaminaban el aire, las comunidades en Pando no se cruzaron de brazos. “Se están formando bomberos comunitarios, se enseña el uso del contrafuego y se promueven chacos sin fuego”, relata Armin Escobar, del CIPCA Norte Amazónico. La organización comunitaria emergió como la primera línea de defensa, frente a una institucionalidad limitada y descoordinada.
En Cobija, la Universidad Amazónica de Pando y el gobierno municipal instalaron sensores que permitieron monitorear la calidad del aire en tiempo real. “Registramos niveles extremos de contaminación, incluso por encima de 400 en nuestra escala”, recuerdan el Ing. Juan Carlos Surco, de la Universidad Amazónica de Pando. Esta información activó medidas como la suspensión de clases y alertas sanitarias, difundidas por medios locales.
Desde el Estado, la Defensoría del Pueblo denunció una “vulneración sistemática de derechos” y, en septiembre de 2024, interpuso una Acción Popular. La sentencia reconoció un “estado de cosas inconstitucional” y obligó a gobiernos a rendir cuentas y prevenir futuros incendios.
A pesar de la sentencia y los planes presentados, como el Plan de Acción contra Incendios 2025, la prevención sigue relegada. “Seguimos esperando que ocurran los incendios para actuar”, advierte la Defensoría. En Pando, la ciudadanía toma la delantera.
Resistir con las manos vacías
La organización comunitaria frente al fuego contrasta con la precariedad institucional. En la Reserva Manuripi, la respuesta fue heroica pero insuficiente. “Nos declaramos en desastre, pero los recursos departamentales se agotaron. Esperamos ayuda del nivel central o internacional”, afirma Ernesto Roca, de la Unidad de Gestión de Riesgo en Pando.
El vacío lo llenaron voluntarios sin equipos ni respaldo. “Nos organizamos por WhatsApp, hicimos turnos, conseguimos mochilas, tanques de agua y mascarillas. No teníamos barbijos ni herramientas al inicio”, recuerda Ellen Ferreira, activista ambiental de Florestanía. En Cobija, brigadas ciudadanas improvisaron estrategias de contención y logística. El apoyo estatal llegó tarde y descoordinado: “A veces venían 40 personas, pero trabajaban 10”, relata.
El teniente coronel Eduardo Suárez, director de bomberos en Pando, admite que aunque cuentan con personal capacitado, enfrentan “falta de combustible, escasez de vehículos y ausencia de presupuesto específico”. La falta de coordinación fue otro obstáculo: las comunidades no eran escuchadas y el conocimiento local fue subestimado.
La ley tampoco ampara. “Hicimos denuncias por daños a castañales, pero las sanciones son mínimas”, denuncia Ferreira. A esto se suma el temor: amenazas, impunidad y desprotección legal marcaron la experiencia. En la Amazonía, se combate el fuego con valentía… pero sin recursos.

¿Quiénes están detrás del fuego en Pando?
En Pando, los incendios forestales de 2024 no tuvieron un solo rostro, pero sí múltiples responsables. “No fueron grandes empresarios, en nuestra región la mayoría fueron chaqueos que se salieron de control”, explica Julio Rojas, biólogo investigador y docente de la Universidad Amazónica de Pando. Sin embargo, detrás del fuego también hay intereses más profundos: expansión agrícola, presión ganadera, minería ilegal y abandono institucional.
Las comunidades indígenas y campesinas históricamente usaron el fuego para subsistir. “No se trata de hectáreas industriales, sino de una o media hectárea para maíz, plátano o arroz”, aclara Armin Escobar de CIPCA. Pero esa práctica tradicional ha sido estigmatizada. “La pausa ambiental fue leída como castigo para el campesino en esta época de crisis económica, cuando muchos de nosotros solo intentamos sobrevivir”, añade Ciro Cordero, dirigente del bloque amazónico de la castaña.
En zonas periurbanas como Cobija, el fuego también respondió a intereses privados. “Vimos cómo preparaban terrenos para quemar, sabiendo que estaba prohibido”, denuncia Ellen Ferreira del Centro de Educación Ambiental y Agricultura generativa, Florestanía de Cobija. Hicieron denuncias, pero la impunidad reinó.
El año pasado se detuvieron a tres personas en flagrancia en Cobija; la policía los detuvo, pero “tras ser remitidos a instancias judiciales, los responsables fueron liberados”, confirma el teniente coronel Eduardo Suárez, director departamental de la Dirección de Bomberos en Pando.
En todo el departamento, la Autoridad de Fiscalización y Control Social de Bosques y Tierra (ABT) inició 22 procesos administrativos por quemas ilegales durante el 2024. De estos, 15 corresponden a propiedades privadas y 7 a comunidades. Sin embargo, gran parte de estas infracciones ambientales atraviesan procesos largos y, en muchos casos, no llegan a sanciones efectivas. La mayoría se queda en primera instancia, con simples amonestaciones escritas, y solo algunos casos avanzan hasta una multa económica, calculada por hectárea afectada. Según el Decreto Supremo N.º 5203, las multas por quemas ilegales varían entre 478 y 2.459 bolivianos, dependiendo del grado de daño.
Además, si el incendio ocurre dentro de un área protegida, las sanciones pueden incluir penas privativas de libertad. Las nuevas disposiciones legales contemplan castigos más severos.
La falta de coordinación, sanciones y políticas integrales permitió que el fuego avanzara. “Hay estructuras más poderosas que la voluntad política”, concluye Escobar. En Pando, el fuego no es solo una emergencia ambiental, es un síntoma de un modelo extractivista sin control.
Un video que muestra lo que pasó el 2024.
El bosque herido
Los incendios de 2024 dejaron una profunda cicatriz en la Reserva Nacional de Vida Silvestre Amazónica Manuripi, la única área protegida de Bolivia que conserva intactos bosques húmedos amazónicos. Más de 6.300 hectáreas fueron afectadas, según Rolando Toyama, responsable de Recursos Naturales del SERNAP Pando. Entre ellas, bosques de herbazal pantanoso, ribereños y zonas productoras de castaña, vitales para la biodiversidad y para la economía local.
La quema también alteró el clima local. “Provocó sequía y enfermedades, y la zafra de castaña fue la más baja de los últimos años”, lamenta Ciro Cordero, campesino del bloque amazónico. “El precio era bueno, pero no hubo producción”.
Comunidades como Puerto Madre de Dios intentaron resistir el avance del fuego con capacitación y equipo limitado. “El arroyo que se quemó nos da pescado. Defenderlo fue defender nuestra comida”, recuerda Josué Navarro, bombero voluntario.
Las heridas en el bosque tardarán al menos 15 años en sanar. Se buscan declarar las zonas quemadas como áreas de protección estricta, pero el daño está hecho. La selva, sustento de vida para miles, no solo arde: se empobrece, se calla, y con ella también se apagan las voces de quienes la habitan.
La devastación y la biodiversidad
La devastación por incendios en la Amazonía no solo arrasa árboles visibles, sino también la biodiversidad oculta y la regeneración del bosque. El biólogo Julio Rojas advierte sobre el fuego rastrero, más letal que las llamas altas, y sobre el aumento de 2 °C en Cobija. Roy Humaday, de la CIPOAP, denuncia la pérdida de cultivos, agua y frutos silvestres, esenciales para las comunidades. Hasta viviendas se perdieron. Para el director de bomberos Eduardo Suárez, el problema es humano y estructural: hay prohibiciones, pero sin alternativas viables. Sin apoyo técnico ni políticas integrales.
Sostenibilidad bajo amenaza: el choque entre modelos de desarrollo
En Pando, la sostenibilidad en el uso del bosque está en riesgo por el avance de modelos extractivistas y agroindustriales que amenazan los medios de vida tradicionales. Según el biólogo Julio Rojas, actividades como la recolección de castaña, asaí y cacao conservan el 95 % de la cobertura forestal y actúan como barreras naturales contra incendios. No obstante, las sequías se han intensificado y Cobija ya registra un aumento de 2 °C en su temperatura promedio, con más de 18 días al año superando los 36 °C, una cifra triplicada respecto a décadas anteriores.
Pese a estos signos de alarma, se impulsan modelos que promueven la deforestación, como la introducción de palma aceitera o la expansión agropecuaria. Armin Escobar, del CIPCA Norte Amazónico, advierte que el departamento aún subsiste gracias a productos del bosque, pero enfrenta presiones de proyectos externos que podrían cambiar su vocación productiva. Critica también la desinformación sobre los bonos de carbono y el riesgo de que las comunidades adopten sin saber compromisos comerciales complejos.
La Reserva Manuripi, por su parte, aporta el 15,5 % de la producción nacional de castaña. El año pasado se comercializaron 140 toneladas de pulpa de asaí, con normas estrictas que garantizan sostenibilidad y regeneración ecológica. Según Rolando Toyama, estas prácticas diversificadas y certificadas permiten ingresos constantes a lo largo del año, evitando la dependencia de una sola cosecha.
Además, Manuripi regula el chaqueo a través de un sistema técnico y comunal que limita las quemas a tres hectáreas en zonas ya intervenidas. Cuenta con estructuras administrativas y de protección ambiental, con seis guardaparques activos. Comunarios de la reserva, como Roberto Rodríguez, destacan que cuidar el bosque garantiza su subsistencia diaria. “De ahí sacamos el pan de cada día”, afirma.
Otra temporada seca comienza: ¿hay esperanza en Pando?
Pando enfrenta nuevamente el inicio de una temporada seca que revive los recuerdos del desastre de 2024. Mientras el humo y la ceniza aún marcan la memoria colectiva, las comunidades locales y las instituciones han comenzado a organizarse con planes de contingencia, brigadas voluntarias y sistemas de alerta temprana. La Reserva Nacional Manuripi, epicentro de la biodiversidad amazónica, ha visto nacer bomberos comunitarios y cortafuegos estratégicos, mientras ONG y organizaciones indígenas promueven prácticas como los chacos sin fuego y el aprovechamiento sostenible de castaña y palmeras.
Sin embargo, la raíz del problema persiste. La presión del extractivismo con la ganadería extensiva, agronegocio y tala ilegal sigue incentivando la quema de bosques, en contraste con la economía sustentable que defienden campesinos y recolectores, para quienes el bosque es fuente de alimento e ingreso. “No es negocio para el campesino pandino acabar con el bosque; de él vivimos”, recuerda Ciro Cordero, “la prevención requiere más que discursos”.
Se necesitan políticas firmes, recursos para brigadas comunitarias y coordinación real entre Estado, sociedad civil y ciudadanía. La Defensoría del Pueblo ha hecho un llamado urgente: no se puede repetir la catástrofe ambiental que arrasó doce millones de hectáreas.
Agosto marca oficialmente el fin del permiso legal para quemas por chaqueo en Bolivia. Sin embargo, el Sistema de Monitoreo de Bosques (SIMB) registró el 31 de julio —último día autorizado por la ABT— más de 6.079 focos de calor activos, la mayoría concentrados en Santa Cruz. La señal es clara: el fuego no espera, y las alertas tampoco bastan.
La Amazonía no aguanta más años perdidos. Sin coordinación, sin voluntad política real y sin recursos suficientes, Pando está en la línea de fuego: o defendemos juntos el bosque, o nos convertimos en testigos de su desaparición.
*Reportaje realizado en la Incubadora de Proyectos de Investigación Periodística Ambiental, dentro del Premio al Reportaje sobre Naturaleza impulsado por Conservación Internacional Bolivia y aliados.
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