Fue el escritor brasileño Alberto Rangel quien hizo célebre la expresión “infierno verde”. La imagen que evoca este tropo trascendió las páginas de la ficción y llegó hasta nosotros a través del prefacio de otro escritor brasileño, Euclides da Cunha. Pero si observamos la Amazonia hoy, esta metáfora se ha vuelto más relevante e inquietante que nunca.
El “infierno verde”, nombre que también recibe el libro de Rangel, debía ser lo que es: sorprendente, original, extravagante; hecho para suscitar extrañeza, incomodidad y antagonismo instintivo entre los críticos de hoy. La Amazonia actual refleja un “doloroso realismo” que, aunque alejada del universo que denunció Cunha, reverbera la misma sensación de urgencia y desolación.
La Amazonia se enfrenta a la sequía más larga de su historia, un fenómeno que se suma a los grandes incendios de los últimos años. Con cada estación seca, lo que antes era exuberante vegetación se reduce ahora a cenizas y devastación. Como observó Euclides da Cunha, “la tierra que era pródiga y crecía en la plenitud risueña de su vida” está ahora consumida por un infierno verde en el que la sociedad local parece que “muere miserablemente”.
Con cada estación seca, lo que antes era exuberante vegetación se reduce ahora a cenizas y devastación.
La sequía y los incendios son las últimas manifestaciones de una crisis ambiental a gran escala. “La tragedia se desarrolla sin peripecias”, como dijo Cunha, y la devastación no sigue una narrativa tradicional: es un colapso silencioso y arrollador.
“Entre las gentes que recorren el suelo, que les niega su propia estabilidad física”, vemos hoy la lucha desesperada por la supervivencia en medio del desastre. El ambiente que sustenta la vida de millones de personas está siendo destruido y “el hombre mata al hombre como el parásito aniquila al árbol”.
Hoy, más que nunca, la Amazonia representa la última página del Génesis, como afirmó Cunha. Sin embargo, esta página no la escribe Dios, sino la ignorancia arrogante y negacionista, bajo el signo de la catástrofe ambiental. Esta noción, según Cunha, nos decía que la Amazonia, además de ser un territorio nuevo —por ser el último en la lista de las creaciones de Dios— estará siempre en evolución, en constante cambio, en un “estado de ser”.
Y así, “la grey salvaje copia, en su agitación feroz, la lucha inconsciente por la vida que se le muestra en el orden biológico inferior”. La lucha por la supervivencia en la Amazonia trasciende la propia selva: es una lucha por la esencia misma de la vida en la Tierra.
Alberto Rangel y Euclides da Cunha nos alertan del horror que no es solo un eco del pasado, sino un grito de socorro del presente. El “infierno verde” que describieron es más real que nunca, y lo que vemos hoy es una agonía colectiva, una lucha desesperada por salvar lo que queda de un ecosistema único y vital.
La devastación de la Amazonia no es solo una cuestión ambiental: es el reflejo de una crisis moral y social. El mundo debe prestar atención y actuar antes de que el último capítulo del Génesis se escriba con cenizas.
La tragedia se desarrolla sin peripecias”, como dijo Cunha, y la devastación no sigue una narrativa tradicional: es un colapso silencioso y arrollador.
El futuro que se perfila en la Amazonia es, de hecho, espantoso. Un futuro marcado por temperaturas más altas, la intensificación del narcotráfico, graves sequías, hambre creciente y escasez de agua, que hasta hace poco era la base de la vida en la región. Euclides da Cunha ya nos advertía de esta tragedia humana y ambiental: “Pues entre las magias de aquellos escenarios vivos, hay un actor agonizante: el hombre”.
La degradación a la que asistimos hoy parece cumplir este destino sombrío que describió Cunha. Lo que antes era la lucha por sobrevivir en un ecosistema vibrante es ahora la lucha por no sucumbir a un ambiente devastado, donde la falta de agua, alimentos y dignidad humana se está convirtiendo en la nueva normalidad.
Si Alberto Rangel, como dijo Cunha, “se asombra ante esas escenas y escenarios; y, en un arrebato desasosegado de sinceridad, no quiso reprimir su asombro, ni rectificar, con la mecánica frialdad de los escritores profesionales, su vértigo y las rebeldías de su tristeza exasperada”, ¿qué sentiría al ver las imágenes captadas por el fotógrafo Edmar Barros en su viaje de 10 días por el infierno (sin) verde de la Amazonia?
Sin duda, Rangel, que ya describía la Amazonia como un escenario de tragedia y lucha, se horrorizaría todavía más. Las fotos de Barros, que documentan los incendios, la devastadora sequía y las comunidades que luchan por sobrevivir, hacen tangible lo que Rangel y Cunha solo vislumbraron en su día: un escenario de colapso ambiental que va más allá de la estética.
El “infierno verde” de Rangel y Cunha no era solo una metáfora literaria, sino una premonición de en qué se está convirtiendo hoy la Amazonia. Un infierno sin el verde, sin el agua, sin la vida que antaño florecía.
Este es el futuro al que se enfrenta la Amazonia y al que, en cierto modo, también tendrá que enfrentarse el mundo entero.
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(*) Marcos Colón es profesor de Medios de Comunicación y Comunidades Indígenas de la Iniciativa de las Tierras Fronterizas del Suroeste en la Escuela Walter Cronkite de Periodismo y Comunicación de Masas de la Universidad Estatal de Arizona. Su investigación se centra en los estudios literarios y culturales brasileños, con especial énfasis en la Amazonia, los estudios indígenas y las representaciones de la cultura-naturaleza en el cine documental y mundial.
Traducción de Meritxell Almarza.
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