
Más o menos a mitad de la Carretera Austral que atraviesa de Norte a Sur la Patagonia chilena, hay un desvío hacia Puerto Chacabuco. Tras recorrer por una hora esta vía transversal el embarcadero se despliega sobre una amplia ensenada. He tenido la suerte de llegar uno de los días en que un carguero de la Naviera Austral transporta también a habitantes de los asentamientos dispersos en su ruta mercante. Y al rato zarpa el ferry enfilando el fiordo Aysen. El trayecto por este canal patagónico es una fiesta paisajística. Encauzado entre cerros, el golfo marino recibe agua dulce de las escorrentías. Y el horizonte es un embudo a un pico nevado que al traspasarlo da lugar a otra perspectiva similar. Hasta que a las cinco horas de navegación se avistan unas lomas verdes: las islas Huichas. Desde los coloridos botes fondeados en su costas, los lugareños recogen las mallas del mar.
El ferry atraca en la pequeña localidad de Puerto Aguirre el tiempo justo para desembarcar. Remonto la avenida costanera, entre trajes de buzos y redes secándose al sol. Mujeres encorvadas recolectan algas en las orillas. Los huilliches, pescadores de Chiloé llegados en época precolonial convivieron aquí con los chonos, un pueblo nómada ya extinto. El legado de conocimientos de ambas culturas explica cómo se han conservado sin grandes variaciones los métodos de extracción y captura de los recursos marítimos. Los isleños adaptan sus faenas a las mareas y las migraciones de especies. El sol extiende su riel en las procelosas aguas que junto al cono blanco del volcán Maca, conforman una postal paradisíaca, preservada por esas prácticas de pesca de bajo impacto mediombiental.

Sin embargo, las isla está despoblándose, me cuenta Rosa en su casa, atiborrada de recuerdos de una familia que siempre habitó la isla. Había pescado, fabricas de conservas… Pero con ellos todo empezó a cambiar.
Yo conservo mi bote, pero ya casi no hay qué pescar, dice Rafael un vecino de visita.
El amplio ventanal del salón contribuye a la sensación de cercanía al mar.
También la escuela se ha vaciado, comenta la hija de Rosa. Los profesores que mandan se acaban yendo a los pocos meses.
Además, la gente está enfermando mucho, apunta Rafael, y no hay lancha ambulancia.
Ni educación, ni salud ni pesca . Ellos no han dejado nada, dice Rosa, haciendo un gesto vago hacia afuera.
¿Quiénes son ellos? Pregunto, dirigiendo la mirada al mar.
Las salmoneras pó, dicen todos mirándome como si fuera un marciano.
Tienen 230 concesiones en la Huichas, explica Rafael. Nos han dejado sin fuentes de trabajo.
¿Y el turismo?
¿Quién va a querer venir aquí a turistear? Si lo tienen todo lleno de basura, asegura lahija.
No dan ningún beneficio a la población. Solo diez personas de la isla trabajan para ellos. Y por una miseria, aclara Rafael. Les pedimos que al menos ayudasen a financiar la traída de agua por tuberías porque aún dependemos de la lluvia. Pero nada.
Necesitan que no haya mas vida acá para terminar de privatizar todo el mar. Y lo están consiguiendo, concluye Rosa.

Las transnacionales salmoneras fueron inicialmente impulsadas por el régimen pinochetista. En esa época, según el sociólogo Tomás Moulian “fruto de la incesante cópula entre militares, economistas neoliberales y empresarios extranjeros” se adaptaron las leyes para transnacionalizar la matriz económica de Chile. Aunque esta industria ha alcanzado su máximo apogeo en las dos últimas décadas, en las que ha protagonizado multitud de escándalos ambientales y sanitarios. Recientemente el Relator de Naciones Unidas sobre derechos humanos y medio ambiente, David R. Boyd recomendó a Chile suspender “la expansión de la acuicultura del salmón a la espera de un análisis científico independiente de los impactos medioambientales adversos”. Sin embargo, las salmoneras siguen propagándose, cada vez más al Sur, amparadas por una legislación permisible y por la ausencia total de fiscalización.
Frente a ese marco legal que otorga el libre acceso al mar a las empresas y margina pueblos originarios y pesacadores artesanales, en 2008 se promulgó la Ley Lafkenche que regula los Espacios Costeros Marinos de Pueblos Originarios (ECMPO). Este instrumento permite a las comunidades indígenas y otros actores locales administrar los territorios marítimos donde tienen derechos consuetudinarios, asegurando la continuidad de sus tradiciones y el uso sostenible de los recursos naturales.
Entro al locutorio de la emisora de radio Brisas del Sur justo cuando el locutor Nelson Millatureo finaliza su programa y se quita los auriculares para narrarme: las salmoneras han modificado las dinámicas de la comunidad, no solo en lo laboral. En la isla han empezado a aparecer por primera vez las drogas y la prostitución. Por eso nos decidimos a solicitar una ECMPO, para resguardar las Huichas y también para preservar nuestra identidad. Como comunidades indígenas sabemos que no somos dueños del territorio, sino parte de él. Pero desde el primer momento, las salmoneras iniciaron una cruzada para desprestigiarnos, decían que no somos originarios, sino recién llegados. Quieren borrarnos de la historia ¡que no existamos!
Tras ocho años de proceso y ante el escenario de polarización y crispación logrado por esa campaña de desinformación, la comisión que debía decidir sobre la solicitud de ECMPO de las Huichas rechazó su otorgamiento.
Una lástima, continúa Nelson, ese espacio hubiera creado vínculos entre comunidades y pescadores artesanales para trabajar por el bien del archipiélago. Las salmoneras abandonarán este lugar cuando sus rentabilidades bajen. Pero nosotros seguiremos habitándolo.
Las ECMPOs han sido alabadas por la ONU y otros organismos internacionales como un instrumento para la gobernanza indígena. Sin embargo, a ciertas comunidades se les está negando el acceso.

Camino por la pista que perimetra la islacuando veo a un carpintero de ribera lijando un bote recién construído. Me siento en un tocón a observar su paciente trabajo y aprovecho para telefonear a Peter Hartmann, histórico activista mediambiental de la región. Aquella fue una decisión arbitral, me dice, pues se cumplían todos los requisitos legales para su otorgamiento. En otras regiones donde no hay salmoneras, las ECMPOs se aprueban por unanimidad. Sencillamente, donde la industria tiene intereses no se aplica la ley Lafkenche. Así funciona el Estado Salmonero.
En Caleta Andrade, la otra población de la isla, me espera Sofía Caberounabuzo recolectora que está a punto de salir a faenar. Mi padre me enseñó siendo yo muy niña. Él aún buceaba con escafandra, cuentamientras carga combustible en su embarcación. He recuperado el bote hace dos días, unos trabajadores de los que traen las salmoneras se emborracharon, me lo robaron y lo abandonaron en otra isla. Sofía me ha invitado a acompañarle en su jornada laboral que también lo será de monitoreo ambiental por el territorio marítimo del archipiélago, el maritorio como ella lo llama, ya vas a ver cómo lo tienen.
El motor fueraborda arranca y nos dirigímos hacia un islote cercano. Según lo rodeamos se revela una playa repleta de boyas y deshechos plásticos, todo ese material procede de sus centros, lo botan nomás, dice separando la lancha del pedazo de tierra.
A lo lejos asoma un armazón en la superfície marítima. Cuando nos acercamos asemeja una inmensa jaula , esto es un centro de cultivo, dice Sofía. Ahí abajo hay decenas de miles de salmones. Consumen todo el oxígeno alrededor, dando lugar a zonas muertas en las que no crece nada más. Una pareja delobos marinos se asolea sobre la infraestructura. Cubren la jaula con mallas para que no puedan acceder a los salmones pero muchos lobos acaban enrollados en ellas y mueren asfixiados.
Rodeamos la instalación y ya en la parte trasera, Sofía señala unos tubos que la conectan a una barcaza, por ahí los alimentan. Y con esas mismas mangueras los succionan para procesarlos. Todo está mecanizado, así que no crean trabajo. Pero sí lo destruyen.
Nos alejamos e ingresamos en otro canal, una pareja de delfínes emerge a un costado, Sofía hace girar el bote en círculos y los delfínes responden con cabrilolas. Estamos justo sobre un centro salmonero abandonado. Cuando ya no les sirven, simplemente los hunden y ahí abajo queda toda la estructura de acero, alterando el fondo marino.
Desde acá arriba, sin embargo, todo el entorno se ve prístino. No hay más embarcaciones surcando las mansas aguas. Antes éramos muchos más los que recolectábamos, aclara Sofía. Abundaban las almejas, cholgas y erizos. Pero hay tal sobreproducción de salmones, los tienen tan hacinados que se hacen heridas al frotarse unos contra otros. Por eso les tienen que suministrar cantidad de antibióticos. También los atiborran de antiparásitos para que puedan sobrevivir acá porque son una especie introducida. Pero esas sustancias matan a todas las autóctonas, Sofíase ajusta la cremallera del forro polar y acelera. Y yo cada vez tengo que ir más lejos a faenar.
Seguimos navegando por los canales del archipiélago hasta que Sofía detiene el motor, voy a probar acá. Se enfunda su traje de buzo, se ajusta las gafas y se sumerje a pura apnea. Las nubes se reflejan en la superfície límpida. Al rato aparece aupándose a la lancha, ya han llegado acá los químicos que les dan para los piojos y la sarna. Los traen las corrientes. Abajo había un bosque de algas. Ahora es un pasto color cafè. No hay vida, solo una contaminación tremenda. Pero que solo vemos los buzos, dice Sofía, reanundando la marcha.

Frente a un islote, Sofía me pide, amarra la soga por ahí. Salto a tierra y para cuando termino de asegurar la lancha, Sofía ya bucea superficialmente, con un gancho y una canasta, junto a las rocas. Cuando aparece en la orilla me muestra un molusco carnoso, un loco, con mayonesa están deliciosos. Pero van quedando pocos porque esos mismos químicos matan al picoroco del que se alimenta. Están destrozando todo este ecosistema.
Volvemos a Caleta Andrade por otro canal, el de Moraleda, dice Sofía, acá comienza la reserva de las Guaitecas que se supone que es una area protegida. Pero está repleta de salmoneras. Mientras no se aplique la ley Lafkenche, estamos desamparados.
En la mañana regreso en el ferry de la Naviera Austral y permanezco toda la vuelta en cubierta, despidiéndome de la belleza de los fiordos patagónicos. Un chico sale a fumar y entablo conversación con él. Trabaja para una empresa salmonera. Desde las jaulas, recojo salmones muertos con bateas y los clasifico según la causa, si de mordiscos de lobos, si de enfermedades, si de infecciones bacterianas…
Debe ser duro, comento.
Más que todo inseguro, nos hacen trabajar con tormentas, en altura, nos obligan a matar lobos marinos. De todas formas, nosotros somos unos privilegiados. Los que trabajan a través de empresas subcontratadas están peor. Y obligados a apoyarles políticamente. Todos tuvieron que manifestarse en contra a la solicitud de ECMPO. A quienes no publicaba en redes contra las comunidades indígenas, se les despedía.
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Sobre el autor
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Antonio Sánchez Gomez
Antonio Sánchez Gomez es abogado especializado en derechos de la naturaleza, al agua y a la soberanía alimentaria. Ha trabajado con las organizaciones Dejustucia, Udapt y Cenda siempre desde una perspectiva antiextractivista. Es autor de la novela Derrotero.