No fui consciente de su destierro hasta muchos años después, cuando escuchando a un viejo Bluesman ejecutarlo cual, si fuera un instrumento musical, me devolvió a la memoria la fotografía del instante exacto de su descarte.
Sucedió puntualmente tras aprobar el último examen que me acreditaba como bachiller. Un tacho de basura público, sobre avenida Rivadavia -en aquella Buenos Aires agonizante y con prisa, bajo las sombras de la dictadura militar- fue el depositario histórico de mis últimos manuales escolares, la corbata azul y el peine, símbolos inequívocos de la opresión y el desasosiego reinantes. Años de plomo y opresiones cotidianas.
Aquella tarde desterré el peine como para siempre (y la corbata y los manuales) mientras en las radios, el rock en español estaba prohibido.
La censura había extirpado incluso a “Caperucita Roja” (por “comunista”) y el ranking de compositores censurados lo encabezaban el tanguero Discepolín y el rocker Charly García.
Descubrí —para horror paterno— que el cabello crecía solo —como yo— y que en la biblioteca del Congreso de la Nación, aunque el congreso no funcionaba, nunca estaba el libro El existencialismo es un humanismo de Jean P. Sartre. El libro que sí estaba era Así habló Zaratustra, de Nietzche, que me voló la cabeza y yo me preguntaba cómo se podía escribir filosofía en prosa poética. Y, una cosa lleva a la otra, leí otro libro más del tal Nietzche donde sugería que la libertad consistía en matar la moral, “el trono del príncipe” y no al príncipe, como hacían los anarquistas, porque a príncipe muerto, príncipe puesto y todo seguía igual.
La biblioteca del Congreso me acogía con sus potentes estufas y sus nada desdeñables máquinas de expendio de café, agua y jugo de naranja. Todo gratis. La ignorancia de los censores permitía los ejemplares de “Dios y el Estado” (Mijail Bakunin). Los títulos, a veces, engañan a los censores incultos.
El cabello desafiaba el límite de los hombros y el peine ya no proyectaba su temeraria sombra. Entonces llegó la guerra. Malvinas. Todos a la Plaza. Yo no. Un general bien peinado, borracho de wisky y poder mandó a morir a más de 600 pibes, sin abrigo ni balas ni comida…
Abraham y Grisel Ender (La Paz, 1990).
EL PEINE TIENE HISTORIA
Dicen los arqueólogos que el peine es una de las herramientas más antiguas de la humanidad. En Europa fue hallado uno de 10.000 años de antigüedad cuya forma, similar a la mano, nos sugiere que, en aquellos años bisoños, peinarse no requirió de utensilios. Hoy tampoco.
Sabemos que los peines, además de cumplir una función práctica, tenían un significado esotérico y se llevaban colgados como amuletos o se utilizaban en ritos funerarios. Con el avance de las modernidades del homo sapiens-sapiens, los peines fueron realizados con materiales como el hierro, el cobre, el carey, el bambú, la plata o el oro…
Entre las antiguas clases altas babilónicas o egipcias, era frecuente enterrar a los muertos con su ajuar y claro, su peine favorito. Con los egipcios llegó la preocupación por la apariencia: peinarse era un requisito estético que demostraba que se pertenecía a una clase superior; una muestra de poder.
En los primeros tiempos del cristianismo, formó parte del ritual litúrgico, como lavarse los pies. En la Edad Media, directamente hubo peines litúrgicos, venerados (y carísimos) objetos de culto. Y aunque cueste admitirlo, es dudoso que Jesús se peinara… No formaba parte de las tradiciones de la Judea de entonces. Después de Jesús, encontraremos crónicas que refieren la existencia de peluquerías durante el imperio romano, alrededor del siglo I.
Durante el Renacimiento y el Barroco —cómo no— los peines se enriquecieron con metales preciosos, pinturas, esmaltes y gemas.
Si para los mayas fue un símbolo de jerarquía (parece que no todos se peinaban), algo similar aconteció en el África antigua. Es en la tradición de los pueblos de África, donde vamos a encontrar la mayor parte de estos objetos. En muchas sociedades africanas, antiguas y modernas, el peine simboliza status, filiación a un grupo o a creencias religiosas. Las propias decoraciones de los peines tienen motivos que hacen referencia a la naturaleza y al mundo espiritual.
Claude Lévi – Strauss, antropólogo francés nacido en Bélgica, sostenía que “el objeto es pensamiento solidificado”. Tomando en cuenta esta definición, observamos que hace tan solo medio siglo atrás, mientras unos Beatles pelilargos y que no usaban peines, daban el famoso concierto en la azotea del edificio de su sello discográfico (Apple), el peinado y el peine afro, eran objeto no sólo adorno sino un emblema político y firma de una identidad colectiva que manifestaba su rechazo a la opresión. Es el único momento de la existencia humana en que el peine se erige contra la opresión.
Hoy, el peine sirve como mercancía para vendedores ambulantes y hasta como terapia. En los días postreros de su longeva vida, solía peinar a mi madre y ella, pese a su enfermedad degenerativa, cerraba los ojos y emitía un suspiro de placer al sentir el peine desenredando su cabello enmarañado de la mañana y la suavidad con la que lo trataba. Era un momento especial, íntimo. Durante esos últimos años de vida de mamá, me preguntaba si no había más amor en ese milenario gesto, heredado de tiempos inmemoriales, donde no hay existe nada más que el cabello, la mano y el peine; antes que en el acto de darle comer, por ejemplo. Un gesto que podría ser automático y, sin embargo, es amorosamente premeditado.
La tarde en que trasladamos todo aquel tesoro, veníamos con el chofer de la camioneta que hizo el transporte, Clarence y yo, los tres en la cabina de mando del desvencijado rastrojero.
ADIÓS A LOS PEINES
El Clarence era un fanático coleccionista de discos de rock; más de 3.000 álbumes originales, que atesoraba en una habitación de su departamento, lo atestiguan. Pero también era un fantástico escudriñador de libros. Tenía un puesto de venta de libros usados en el parque Centenario de Bs As y había abierto una librería en un barrio, donde, sobre todo, era posible encontrar verdaderas joyas. Cierta vez, adquirió una biblioteca entera que tres hijos de un fallecido padre, habían puesto a la venta. Entre otros tesoros, se encontraba una edición numerada de las Flores del Mal de Baudelaire con dibujos a tinta de un artista japonés cuyo nombre he olvidado, realizadas en papel de arroz.
La tarde en que trasladamos todo aquel tesoro, veníamos con el chofer de la camioneta que hizo el transporte, Clarence y yo, los tres en la cabina de mando del desvencijado rastrojero. Hablábamos de bueyes perdidos y la mar en coche, cuando el chofer me pregunta: – Y vos, ¿por qué usás el pelo largo? Yo a tu edad (yo tendría unos veinticinco años, entonces) también lo llevaba así de largo, pero hay que tener mucha personalidad para usar cabello largo… La charla continuó acerca del cabello largo y la policía que antes y entonces nos perseguía por el cabello… y sobre el uso del peine. Sin mencionarla, recordé una anécdota con una abogada para quien yo había trabajado en mis tiempos de estudiante de derecho. Cierta vez, me dijo, sin prólogo ni preludio alguno, que yo usaba el cabello largo por una “crisis de identidad” y que cuando “asentara mi personalidad” me lo cortaría. Parece ser que hasta hoy no he logrado asentar mi personalidad, aunque según el chofer del rastrojero, yo debía “tener personalidad” para usar el cabello largo. No puedo negar que las afirmaciones pseudo psicoanalíticas de aquella abogada (¡qué sabe el chancho de flores, si nunca usó peine! Y tampoco fue mariposa…) habían hecho mella en mi orgullo de “desterrador de peines”. Dos años después, tuvo que reconocer que las “crisis de identidad” no tenían demasiada afinidad con el largo del cabello y los destierros de peines. Fue cuando los focos de la prensa iluminaron el cruel escenario de “los hijos de desaparecidos” por la dictadura militar argentina. Sucede que sus dos hijos eran adoptados y ella sabía que eran hijos secuestrados a sus familias biológicas por los cuales había pagado no poco dinero a los jerarcas militares. Sabiendo de mi actividad como voluntario de organizaciones de derechos humanos, me llamó para consultarme qué hacer, dado que no quería perder a “sus hijos”. La charla mantenida no viene a cuento, así como tampoco el final de tamaña historia; solo, que en aquel momento tomé una foto de “sus” dos hijos y tras mirarla en silencio largo rato, pasé suavemente la yema de mis dedos de la mano izquierda sobre mi frente cerrando los ojos —siempre lo hago, cuando pienso— y con una tristeza que no me cabía en el alma, la miré a los ojos y vi que lloraba. – ¿Quién soy, Abraham?, me preguntó La pregunta era tan pesada, tan dura que yo mismo me pregunté quienes habíamos sido todos nosotros, durante aquellos años. Pero solo respondí: – Eso mismo se van a preguntar ellos, cuando sepan que vos no los diste a luz y quieran saber quiénes fueron sus papás y sus mamás. Y, sobre todo, porqué los mataron. Y te van a preguntar por qué nunca les dijiste nada a sus verdaderas familias. “Y no habrá peine ni cabellos largos y libres que sentencien que fuiste inocente; ni vas a poder canjear mi inexistente crisis de identidad por una identidad para ‘tus’ hijos, porque antes se las negaste”, pensé, pero no se lo dije. Me pareció innecesariamente cruel.
Tiempos en que las chicas empezaban a renegar del sostén, cuando formé parte de uno de los más populares grupos grafiteros, Fife & Autogestión, donde una vez, pinté; Solo los ‘giles’ gastan aquí su dinero.
***
– Dígame, Ender, ¿usted está peleado con el peine?
– No profesor; estoy peleado con los peluqueros…
– Pero podría peinarse…
– Estoy peinado, profesor…
– Cualquiera diría lo contrario
– Puede ser. Pero como en la canción: “Es mejor tener el pelo libre, que la libertad con fijador”. Estos diálogos eran recurrentes en la facultad de Derecho. En la de Filosofía, no; imperaba cierta informalidad. Allí incluso rendí dos exámenes en el café que había frente a la facultad, tomándome unas copitas de ginebra… En uno obtuve un ocho (sobre diez) y en el otro hice bingo: diez sobre diez. Aprendí que lo importante no era la pinta sino, el saber.
Tiempos en que las chicas empezaban a renegar del sostén, cuando formé parte de uno de los más populares grupos grafiteros, Fife & Autogestión, donde una vez, pinté —cual venganza personal— en las paredes de los salones de coiffeurs “Solo los ‘giles’ gastan aquí su dinero”.
Poco a poco, la “ciudad que nunca duerme” fue observando con asombro cómo las cabelleras de los jóvenes se superpoblaban y copaban la ciudad, los peines desaparecían bajo el ritmo de Sumo y Los Redonditos de Ricota, y el periodista Ezequiel Fernández Moore, desde su semi-calvicie nos contaba que Ringo Bonavena, aquel bravo boxeador que supo enfrentar a Mohamad Alí (Cassius Clay), durante una entrevista había afirmado: “La experiencia es un peine que te dan cuando ya te quedaste calvo” y nos confirmaba algo que ya intuíamos; que la experiencia, los periodistas y los peines compartían un extraño sino: llegar siempre tarde al lugar equivocado.
Lo supo el brillante fotógrafo deportivo Ricardo Alfieri, en ocasión de un partido entre Argentina y Uruguay, por entonces, el superclásico del futbol mundial. Había concluido el primer tiempo del juego y Alfieri se acercó a Obdulio Varela, el caudillo uruguayo que pocos años más tarde encabezaría el “Maracanazo”, la mayor gesta de la historia del fútbol, en el estadio Maracaná, durante la final de la Copa del Mundo frente a Brasil. Alfieri le pidió al gran Obdulio que le permitiera tomar algunas fotos y el uruguayo accedió. Cuando Alfieri le sugirió que se peinara un poco para “salir mejor en la foto”, el cacique charrúa contestó: “Apretá el gatillo de una vez, que yo soy como Gardel…”. Alfieri lo miró impávido y el Negro, pícaro, la remató, “Yo valgo por lo que canto”.
Dicen que cada mañana, cuando alguien se peina con excesiva meticulosidad, al otro lado del espejo aparece el gran Obdulio que les dice: “Dejalo así, que así está bien. Vos valés por el canto”.
Y mientras valgamos por el canto, el peine seguirá ahí, desterrado…
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Abraham Ender, fue director y conductor del programa radial Música de cañerías. Fue escritor, productor y realizador de varios programas experimentales de radio. Especializado, primero en periodismo cultural y luego, en periodismo científico.
Fue asesor de prensa para comunidades y organizaciones indígenas en Bolivia.