
La crisis socioambiental en Bolivia acentuada por el extractivismo, la degradación de ecosistemas, la contaminación urbana e hídrica y los conflictos por agua, expansión agropecuaria y deforestación evidencia la fragilidad de un modelo de desarrollo desvinculado de la sostenibilidad y de la defensa de los bienes comunes. En diálogo con debates latinoamericanos, se advierte que la educación ambiental ha sido frecuentemente “funcionalizada” al desarrollo sostenible, perdiendo potencia crítica (González-Gaudiano, 2006) y sin cuestionar los fundamentos epistémicos y culturales del modelo civilizatorio (Leff, 2004). En el plano nacional, persisten brechas de institucionalización: falta de coherencia curricular, articulación política y compromiso transversal (Gumucio, 2016), así como una débil integración del enfoque socioambiental al currículo y la extensión universitaria (Pimentel, 2024), lo que mantiene prácticas fragmentadas.
Ante este panorama y considerando la singular diversidad ecológica y cultural del país junto con su creciente vulnerabilidad, no basta con “transversalizar contenidos”: es imprescindible redefinir el rol de la universidad como actor de transición socioecológica. El artículo ofrece un análisis crítico de la formación en Ciencias Ambientales en el sistema universitario boliviano, examinando intencionalidades pedagógicas, enfoques didácticos y barreras estructurales que obstaculizan la ambientalización curricular como estrategia integral. Propone, además, reconfigurar dicha formación desde una ética de la sostenibilidad, articulando prácticas participativas, metodologías activas y saberes locales, para que la educación superior no solo transmita conocimiento, sino que moldee condiciones de cambio hacia modos de vida más justos y ecológicamente responsables.
I. CONTEXTO SOCIOEDUCATIVO Y AMBIENTAL EN BOLIVIA
Bolivia atraviesa una crisis ambiental estructural asociada al extractivismo intensivo y a la explotación desregulada de recursos, en sintonía con diagnósticos latinoamericanos que denuncian la subordinación de la educación a lógicas economicistas que invisibilizan conflictos ecológicos y culturales (Leff, 2001). En la región, la educación ambiental ha sido con frecuencia “funcionalizada” para legitimar discursos de desarrollo sostenible sin cuestionar sus fundamentos productivistas (González-Gaudiano, 2006), mientras que se reclama incorporar enfoques transdisciplinarios capaces de romper la lógica sectorial (Samaniego Luna, 2025). En Bolivia, estas tensiones se agravan por la débil integración del enfoque socioambiental en currículos y funciones extensionistas universitarias (Pimentel, 2024), lo que exige políticas y marcos curriculares que reconozcan la diversidad cultural y territorial del país.
Los efectos del modelo económico son palpables: expansión de la frontera agropecuaria, monocultivos, minería a cielo abierto e hidrocarburización, con pérdidas aceleradas de biodiversidad y degradación de ecosistemas estratégicos (Amazonía, Chaco, bofedales andinos). Se intensifican, además, conflictos por el acceso desigual al agua entre comunidades, sectores productivos y gobiernos locales y la contaminación de fuentes por actividades mineras e industriales. A ello se suma la contaminación urbana vinculada a residuos mal gestionados, uso de plásticos y emisiones atmosféricas en áreas metropolitanas como La Paz-El Alto, Cochabamba y Santa Cruz, presionando crecientemente los bienes comunes.
Frente a este panorama, la educación superior muestra limitaciones significativas: predomina una enseñanza disciplinar y fragmentada, poco articulada con los problemas del entorno; las mallas carecen de perspectiva ecológica integral y se dificulta el desarrollo de competencias críticas, éticas y profesionales para la sostenibilidad. La ausencia de una estrategia nacional específica para la educación ambiental universitaria a pesar del reconocimiento constitucional del derecho a un ambiente sano (CPE, 2009) deriva en iniciativas aisladas, dependientes de voluntades individuales o proyectos puntuales, sin continuidad ni impacto estructural.
En consecuencia, la universidad se perfila como actor estratégico para formar conciencia crítica, promover una ética ambiental y preparar agentes de transformación social. Esto demanda reconfigurar estructuras curriculares, epistemológicas y organizativas; integrar investigación, docencia e interacción social; y asumir un compromiso explícito con la sostenibilidad y la justicia ambiental. En síntesis, el contexto boliviano interpela a la educación superior no solo a producir respuestas técnicas, sino a impulsar una nueva cultura ambiental basada en la equidad y el respeto a la vida, superando la subordinación a modelos economicistas (Leff, 2001) y avanzando hacia la plena incorporación del enfoque socioambiental en currículos y extensión (Pimentel, 2015).
II. FORMACIÓN EN CIENCIAS AMBIENTALES: ENTRE LA EDUCACIÓN Y LA FORMALIZACIÓN CURRICULAR
En la universidad boliviana, la educación ambiental aparece mayormente como actividades extracurriculares o proyectos puntuales, sin articulación sistemática en los planes de estudio. Esto confirma lo señalado por Gumucio (2016) respecto a la débil institucionalización y por Cruz (2022) sobre la necesidad de transversalizar el currículo, añadiendo que en Bolivia dicha transversalidad debe anclarse al territorio y a las realidades locales. La experiencia comparada (Ortiz & Nieto, 2003) muestra que la interdisciplinariedad no surge por decreto, sino mediante cambios en la gobernanza e incentivos docentes, y que la pluralidad de enfoques (Sauvé, 2004) requiere un piso común de competencias para todos los egresados.
Es crucial distinguir entre educación ambiental amplia, difusa e informal y formación ambiental estructurada, curricular y con competencias definidas. Esta diferencia, a menudo ignorada, redefine el rol universitario frente a la crisis socioecológica: pasar de acciones de sensibilización a procesos formativos con objetivos pedagógicos y evaluación. La ambición no es sumar “temas verdes”, sino reorientar el proyecto educativo para integrar el ambiente como problema complejo, social y ético que atraviesa cualquier campo profesional.
Las estrategias habituales (charlas, talleres, campañas, voluntariados) sensibilizan pero, por ser ocasionales y fragmentadas, no generan efectos sostenidos en los aprendizajes ni en las competencias profesionales. Al carecer de inserción curricular y de mecanismos formales de evaluación, su impacto es desigual y poco trazable. En contraste, la ambientalización del currículo implica colocar el ambiente como eje organizador de contenidos, métodos y evaluación, superando su tratamiento accesorio y situándolo en el núcleo de carreras técnicas, científicas, sociales y humanísticas.
Avanzar hacia una formación ambiental transformadora demanda romper la lógica de disciplinas aisladas y adoptar currículos flexibles y contextualizados. Ello supone definir competencias ambientales básicas para todo egresado: pensamiento sistémico, análisis crítico, resolución de problemas socioambientales, trabajo colaborativo e intercultural y una ética del cuidado. Estas competencias integran conocimientos científicos y técnicos con valores vinculados a la justicia social, el respeto a saberes locales y la solidaridad intergeneracional.
Para operacionalizar el cambio proponemos tres criterios rectores: transversalidad (presencia del enfoque ambiental en asignaturas y ciclos, con revisión del perfil de egreso), integralidad (articulación ecológica, social, económica, cultural y política, evitando reduccionismos técnico-naturalistas) y pertinencia local y territorial (contenidos y proyectos anclados en problemas y saberes de cada región). En síntesis, la formación ambiental debe asumirse como eje estratégico de transformación curricular, capaz de formar profesionales competentes y éticamente comprometidos con alternativas de vida más justas y sostenibles.
III. ENFOQUES PEDAGÓGICOS Y DIDÁCTICOS EN LA FORMACIÓN AMBIENTAL
La formación ambiental universitaria sigue lastrada por la fragmentación disciplinaria y la rigidez curricular. Si bien la multidisciplinariedad es un primer paso (Cánovas, 2002), el horizonte formativo debe ser la transdisciplinariedad (Leff, 2004): integrar saberes no académicos y dialogar con conocimientos locales. En Bolivia, esta transición tropieza con resistencias institucionales y brechas en la formación pedagógica del profesorado (Gumucio, 2016), lo que exige políticas de desarrollo docente y cambios en la gobernanza.
El campo didáctico se organiza en tres niveles de integración: multidisciplinariedad (coexistencia de miradas sin interacción sustantiva), interdisciplinariedad (cooperación para comprender fenómenos complejos) y transdisciplinariedad (ruptura de fronteras académicas para incorporar prácticas y saberes locales, en clave de pensamiento complejo; Morin, 1999; Leff, 2004). Avanzar por esta escalera requiere flexibilizar estructuras, revisar incentivos y habilitar espacios interfacultativos sostenidos.
Entre las estrategias con mayor respaldo se destaca la resolución de problemas reales, que sitúa el aprendizaje en contextos concretos, promueve decisiones informadas y fortalece pensamiento sistémico y compromiso transformador (Gutiérrez & Priotto, 2006; Parra, 2002). Orientar proyectos hacia problemáticas ambientales locales permite desarrollar competencias críticas, éticas y propositivas, y conectar teoría y práctica con pertinencia territorial.
Las metodologías activas y participativas, aprendizaje cooperativo (Herrero, 2006), investigación-acción participativa, talleres comunitarios y servicio-aprendizaje generan aprendizajes vivenciales y socialmente relevantes. Estas prácticas no solo renuevan la docencia; también redefinen la relación universidad-sociedad, fortaleciendo vínculos con actores locales y ampliando el impacto territorial de la formación ambiental.
Pese a estos avances conceptuales, persisten inercias: predominio de modelos tradicionales centrados en ciencias experimentales, escasa preparación pedagógica, poca evaluación auténtica y débil integración de dimensiones políticas, éticas y sociales. Se requiere una renovación didáctica profunda basada en pedagogías críticas y participativas (Torres Carrillo, 2007; Martínez, 2009), que formen profesionales capaces de pensar críticamente, dialogar con diversos saberes y actuar responsablemente ante los desafíos socioambientales.
IV. LA ÉTICA AMBIENTAL COMO FUNDAMENTO DE LA FORMACIÓN
Una formación ambiental transformadora requiere un fundamento ético que vaya más allá de la transmisión de contenidos y habilite una comprensión crítica del vínculo ser humano–naturaleza–sociedad. En clave boliviana, esto supone una ética ambiental epistémica (Leff, 2004) que articule conocimientos científicos con saberes locales y prácticas de manejo sostenible; una perspectiva que, como plantea Acosta (2013), ofrece alternativas reales al extractivismo y devuelve centralidad a matrices culturales y territoriales históricamente subalternizadas. Sin una ética institucionalizada, la educación ambiental se reduce a acciones simbólicas y dispersas (Gumucio, 2016); por ello, la ética debe funcionar como eje estructurante del currículo y de las decisiones profesionales.
La crisis socioambiental no deriva sólo de déficits técnicos, sino de modelos éticos, económicos y culturales que normalizan dominación, extractivismo e individualismo. En consecuencia, se requiere una nueva ética ambiental capaz de problematizar el modelo civilizatorio dominante y de orientar alternativas basadas en sostenibilidad, reciprocidad e interdependencia. El diálogo entre saberes locales y tecnologías modernas no puede ser decorativo: debe constituir una articulación epistemológica real que produzca pensamiento ambiental complejo, intercultural y situado.
Desde esta ética, la formación debe promover valores tan relevantes como las competencias técnicas: responsabilidad social, respeto por la vida, cooperación, justicia ambiental y comunidad. Ello se alinea con la racionalidad ambiental propuesta por Leff (2004) anclada en epistemologías del sur y en el encuentro entre saberes tradicionales y ciencia y con la crítica de Acosta (2013) a los desarrollismos extractivistas, clave para contextualizar la formación universitaria en Bolivia.
Finalmente, cultivar una conciencia ética crítica implica formar profesionales capaces de interpelar estructuras de poder, modos de producción y patrones de consumo, y de intervenir en sus territorios con perspectiva de derechos colectivos, equidad y justicia ecosocial. Incorporar la ética ambiental significa apostar por una pedagogía de la responsabilidad planetaria: no sólo para adaptarse a un mundo en crisis, sino para imaginar y construir alternativas sostenibles y solidarias, en diálogo con las memorias ecológicas locales y las urgencias del presente.
V. RETOS INSTITUCIONALES Y PROPUESTA DE TRANSFORMACIÓN CURRICULAR
La consolidación de una formación ambiental sólida en la educación superior boliviana enfrenta retos estructurales: insuficiente capacitación docente, débil articulación entre docencia–investigación–extensión y resistencias institucionales a la transdisciplinariedad tanto culturales como organizativas (Samaniego Luna, 2025). Sin incentivos claros al trabajo colaborativo, las reformas curriculares se diluyen en declaraciones sin cambios efectivos (Cordero, 2010).
Un nudo crítico es la ausencia de módulos comunes de formación ambiental para todas las carreras, lo que produce brechas formativas entre áreas académicas (Gumucio, 2016). En sintonía con experiencias regionales (Ortiz & Nieto, 2003), se requieren núcleos curriculares comunes orientados a problemáticas reales que aseguren cobertura transversal y pertinencia, más allá de iniciativas aisladas.
Persiste un marco formativo rígido y fragmentado que no responde a la complejidad de la crisis. Predomina un profesorado con sólida base disciplinar pero escasa formación pedagógica específica en enfoques críticos, participativos y transversales; ello favorece prácticas de transmisión unidireccional y contenidos descontextualizados, con poca conexión territorial y cultural, a la vez que limita la adopción de evaluaciones auténticas.
La desarticulación entre funciones sustantivas docencia, investigación y extensión impide sinergias para abordar integralmente los desafíos socioambientales. La falta de programas ambientales comunes en la mayoría de las carreras perpetúa una cobertura desigual del enfoque ambiental como problema social, ético, cultural y político, reduciendo el potencial transformador de la universidad y sus impactos sociales tangibles.
Se propone una transformación curricular progresiva con cuatro ejes estratégicos: (a) núcleos curriculares comunes obligatorios con enfoque crítico, ético y territorial; (b) líneas de investigación transdisciplinarias con equipos interfacultativos y saberes locales; (c) aprendizaje-servicio y proyectos con comunidades; y (d) evaluación integral mediante portafolios y proyectos de impacto. Estas acciones requieren gobernanza, incentivos y formación docente sostenidos y deben asumirse como un acto político, ético y pedagógico: superar barreras estructurales y culturales para reorientar la universidad hacia el cuidado de la vida, la justicia ambiental y la construcción colectiva de un futuro sostenible.
VI. REFLEXIONES FINALES Y PROPUESTA DE POLÍTICA EDUCATIVA
La magnitud de la crisis socioambiental boliviana entramada con modelos extractivistas y desigualdades históricas exige una Política Nacional de Educación Ambiental Universitaria. Esta debe integrar contenidos mínimos, transformación pedagógica y vinculación territorial, evitando recetas uniformes y promoviendo procesos contextualizados y participativos (Torres, 2012; González-Gaudiano, 2006). El cambio, además, no es solo técnico: requiere compromiso ético y político (Gumucio, 2016; Samaniego Luna, 2025).
La experiencia regional con énfasis en el caso brasileño muestra que institucionalizar la educación ambiental demanda un modelo pedagógico inclusivo y transdisciplinario, capaz de descolonizar marcos de conocimiento (Samaniego Luna, 2025; Acosta, 2013). Desde Bolivia, se propone una estrategia triádica: formación docente, investigación situada y vinculación territorial, orientada a consolidar una universidad comprometida con la justicia socioambiental.
La política debe surgir del diálogo Estado–universidades–actores locales, conciliando diversidad regional con marcos comunes para guiar la transformación curricular. Sus ejes prioritarios incluyen: módulos comunes para todas las carreras (competencias ecológicas, éticas y territoriales), investigación y posgrado transdisciplinarios vinculados a problemas reales y saberes locales, aprendizaje-servicio y gestión territorial participativa, y sistemas de evaluación integrales centrados en procesos, impacto social y reflexión crítica.
El pilar articulador es la formación docente: no basta prescribir contenidos; se requiere transformar el modelo pedagógico hacia enfoques críticos, participativos y contextualizados. Para ello, hacen falta programas nacionales de capacitación en didáctica ambiental, así como incentivos a la innovación y a la experimentación metodológica (Gumucio, 2016; Torres, 2012). El horizonte es un modelo inclusivo, crítico y transdisciplinario, que reconozca la diversidad epistémica, valore saberes locales y cuestione marcos coloniales del conocimiento.
Transformar la formación ambiental universitaria es, ante todo, un acto ético-político que reconfigura el sentido de la universidad. Supone superar visiones fragmentarias o funcionalistas (Leff, 2004; González-Gaudiano, 2006; Sauvé, 2004), articular ciencia y saberes locales, y modificar cómo se enseña, se investiga y se interactúa con la sociedad. Avanzar hacia la política propuesta módulos comunes, investigación transdisciplinaria, pedagogías participativas y evaluación por procesos e impactos no solo formará profesionales ambientalmente competentes, sino que consolidará una universidad comprometida con la justicia socioambiental y el desarrollo sostenible de Bolivia.
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BIBLIOGRAFÍA
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- Torres, C. (2012). Educación ambiental en América Latina: desafíos y perspectivas. CLACSO.
Sobre el autor
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Ricardo Rojas Quiroga
Licenciado en Ingeniería Ambiental, con estudios de posgrado en Desarrollo Rural Sostenible, Gestión de Riesgos y Adaptación al Cambio Climático, además de Conciliación y Transformación de Conflictos Agroambientales. Cuenta con más de diez años de experiencia en el diseño, ejecución, monitoreo y evaluación de políticas, planes, programas y proyectos de Desarrollo Rural, con énfasis en Gestión Territorial, manejo de Recursos Naturales y estrategias de adaptación y mitigación al Cambio Climático. Asimismo, cuenta con experiencia en docencia universitaria en Medio Ambiente y Gestión Forestal.