
En las aguas doradas del río Pilcomayo, las redes no solo pescan: bailan. Cada lanzamiento es un acto de fe, un intento por atrapar algo más que peces: memoria, dignidad, sustento. En Villamontes (Tarija, Bolivia) el río se baña de luz y resistencia. Esta joya de la naturaleza, el mirador de Peña Colorada, muestra su forma serpiente acuática, y una brisa cálida recuerda que el Chaco respira, aunque a veces le cueste.
El pescador lanza su red con la precisión de quien conoce el lenguaje del agua. Su compañero, con manos firmes, equilibra la lancha que flota como una hoja en medio del silencio. Si no cae nada en la primera tirada, lo intentan de nuevo. Aquí nadie se rinde. No se puede. El Pilcomayo ya no ofrece lo de antes, pero todavía da lo suficiente para no perder la esperanza.
Las familias weenhayek lo saben bien. Como sus padres y abuelos, trabajan juntos. El saber ancestral se transmite en cada movimiento, en cada nudo de la malla, en cada decisión de cuándo lanzar y cuándo esperar. Pescar no es solo un acto económico: es una forma de estar en el mundo, de dialogar con el río, de cuidar lo que aún queda.
En las orillas, un pajarito Cortarramas reposa al sol, y un Carpintero del Cardón observa en silencio, como si entendiera la urgencia de quienes viven entre el monte y el agua. Ellos también son testigos. Porque no todo es calma: muy cerca, en La Vertiente, un desmonte ha convertido el bosque chaqueño en un páramo de raíces secas. La tala llega hasta pocos metros del río. Lo que antes fue refugio, hoy es ruina.
Este reportaje gráfico es una pausa y un espejo. Nos muestra un mundo que aún resiste, donde la danza de las redes no es solo pesca, sino acto poético y político. Donde las aves, el río y la gente aún dicen: “Estamos aquí”. Pero también, donde los silencios del Pilcomayo nos piden, con urgencia, que escuchemos.









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