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Escucha la conversación en las alturas del gran cañón del Pilaya
Este viaje empezó mucho antes de llegar a este hermoso precipicio desde donde se puede sentir que la naturaleza vive en perfecta armonía. Fue hace un mes cuando vi la fotografía en la que Iván Arnold estaba parado aquí. El hombre, grande como es, proyectaba una mirada diáfana como si hubiera conquistado un estado de gracia que, al verlo, cualquier mortal de este mundo se viera obligado a preguntarle: ¿Dónde es ese lugar al que ahora te fuiste a meter?
“Aquí es el gran cañón del Pilaya”, dice Iván, pletórico, asesando armónicamente, orgulloso de haber comandado la travesía por el camino de tierra cortado a cuchillo que nace en el valle y que, cuando se llega a Yumasa, (provincia Méndez y municipio de San Lorenzo), se convierte en una senda para caminantes en las montañas desconocidas de Tarija.
Con este instante soñó Iván desde que puso por primera vez sus pies en este punto poco habitado, pero no remoto del planeta: traer a un grupo de trotamundos para que irradien la buena nueva, para que después le cuenten al resto de las personas que a 60 kilómetros de Tarija y en la frontera con Chuquisaca, mora —silencioso—, el gran del cañón Pilaya que al tener una profundidad de 3030 metros, a nivel internacional se lo conoce como el sexto más profundo del mundo. Por eso ahora estoy aquí con el equipo de Revista Nómadas. Me acompañan mi esposa Karina y mi hijo Andrés. Ella, con la cámara fotográfica entre las manos, y él, que es productor de sonido, con el equipo especial capturando cada uno de los lenguajes de la vida, de las muchas vidas que hay en este lugar. También forman parte de la comitiva Gustavo Castellanos, una de las marcas personales más prestigiosas del mundo de las comunicaciones de Tarija. Por la Fundación Naturaleza, Tierra y Vida (Nativa), Iván, que es su director, ha traído a Gabriela Alfred, Carla González y al Monito Ontiveros, como al mejor de sus escuderos: un Sancho de este tiempo que acompaña en sus andanzas a un Quijote loco de lucidez que mira donde el resto no ve, que descubre joyas donde aparentemente solo gobierna la monotonía.
Todos ahora estamos parados al borde de una de las montañas, al filo del precipicio, hipnotizados por la mirada mitológica del cañón, por su voz suave que sale de su garganta profunda y que, como un canto de sirena, arrullados por el vaivén de un viento amable.
Todos ahora estamos parados al borde de una de las montañas, al filo del precipicio, hipnotizados por la mirada mitológica del cañón, por su voz suave que sale de su garganta profunda y que, como un canto de sirena, nos mantiene embelesados, arrullados por el vaivén de un viento amable, envueltos por las notas musicales que la riqueza animal y vegetal expanden por todo el horizonte. Este es uno de esos casos en los que la naturaleza es la que le mira a uno. El gran cañón del Pilaya observa con los ojos de un gigante ecosistema que no se encuentra en cualquier lugar del mundo. Aquí arriba, los picos de las montañas que superan los 3.000 metros de altura, la paja brava que resplandece con los rayos de un sol sabrosamente picante y si uno eleva la mirada al cielo grande, puede observar a los cóndores señoriales que vuelan a sus anchas, como si fueran reyes inmortales. Allá abajo, el río Pilaya que parece el cuerpo de una serpiente mansa cuya cabeza se pierde por las colinas; a los costados del recurso hídrico, un bosque tupido donde viven el chancho tropero, el oso hormigueros, el puma y los el oso Andino o que alimenta la antigua leyenda de que el animal sale en las noches en busca de una mujer para invitarla a conocer su cueva.
“Tierra de osos y cielo de cóndores”, dice Iván, conteniendo el aliento, con la mirada ocupada en tres cóndores andinos que sobrevuelan casi por encima de las cabezas. Las sombras de las aves voladoras más grandes del planeta que se proyectan en el lomo de la montaña, son imponentes, pero no se comparan con el tamaño de la escena que se desarrolla en el aire, con los tres metros de envergadura de sus alar de cada uno ellos. Sus cuerpos negros con algunas plumas blancas viajan parsimoniosos, hacen giros redondos y desaparecen con absoluto dominio por los farallones para ascender el rato menos pensado y sobrevolar solo un momento más. Un momento eterno.
“El tiempo feliz dura lo que sobrevuela un cóndor”, dice alguien del grupo.
“Aquí uno es feliz toda la vida. Los cóndores han venido a saludarlos”, dice Adhemar Muñoz, oriundo del Yumasa y nos compaña con dos de sus caballos.
Yumasa se encuentra en el municipio de San Lorenzo, es el rancho donde Adhemar vive con su mujer Eulalia Martínez y con su mamá Julia Jurado que a sus 78 años permanece sentada con el cuerpo al sol, adolorida de los huesos, silenciosa como el pico de las montañas. Adhemar sospecha que su mamita tiene osteoporosis, que se ha quedado sin calcio en el cuerpo, que ahora su humanidad está resentida porque antes las mujeres no usaban pantalón en el invierno ni botas de goma en las lluvias, que los ponchos de bayeta tardaban en secar y a veces, cuando alguna tormenta la encontraba lejos de casa, se quedaba con esa ropa tendida en su espalda. Las malas horas de su madre —dice Adhemar— las combaten con agua caliente que vacían en una botella de plástico de la última soda que tomaron hace tres años y que la habían guardado para cualquier urgencia, que la envuelven con un tejido de lana y que la colocan como almohada en los pies de doña Julia: “Después de diez minutos se queda durmiendo como un bebé”, afirma Adhemar, aliviado.
Aquí uno es feliz toda la vida. Los cóndores han venido a saludarlos
Adhemar Muñoz
Oriundo de Yumasa (Tarija)
Los ocho hijos de Adhemar (cinco mujeres y tres hombres) han abandonado la casa, algunos, para estudiar en la universidad, otros, para buscar trabajo. Su casa en Yumasa está al final de la comunidad donde moran no más de 12 familias. La mayoría de las viviendas, de barro o ladrillo, se encuentran con las puertas cerradas. Los hijos, si son niños, están con sus padres en las pequeñas parcelas donde en este tiempo cosechan papa. Si son grandes, se han marchado con una maleta pequeña hasta perderse por el sur de las montañas.
Adhemar y Eulalia nos estuvieron esperando, literalmente, con los brazos abiertos. Ella se trenzó el cabello negro que cubrió con su sombrero de chapaca y se vistió con su pollera roja, su blusa blanca y sus sandalias de cuero color café. Cuando nos vio llegar nos saludó con su sonrisa amplia de 52 años y no necesitó emitir muchas palabras para que uno se entere que estaba contenta: “Siéntanse en su casa”, “Somos felices al tenerlos. Él, se colocó su sombrero negro, puso su camisa blanca con rayitas delgadas, su pantalón gris lo ajustó con un cinturón rojo tejido con lana de oveja y se calzó unas ojotas negras con las que a sus 53 años se mueve como una liebre por las pendientes de Yumasa.
“Ya están los dos caballos listos para que nos acompañen, para que los monten por si alguien se cansa al caminar”, dijo Adhemar, orgulloso, listo para el periplo. La sonrisa de Eulalia no pudo acompañarnos: “Yo me quedaré a cuidar la casa”, dijo, con una voz cantada, mientras nos miraba cómo nos alejábamos por un sendero por el que es posible trepar hacia el mirador desde donde este pedazo del planeta parece eterno.
El vuelo plácido quedó eterno, no solo en la fotografía, sino, en los que observaron en las alturas de gran cañón.
Foto: Iván Arnold
El viaje a pie dura una hora a paso lento, siempre cuesta arriba. A veces por una planicie dorada y otras por un precipicio para caminantes hambrientos por descubrir cada misterio que se revela en el camino. Una colina aquí y otra allá. En la falda de una de ellas se ven a personas trabajando la tierra; la montaña del frente cambia de color, del verde al azul, en función al movimiento de las nubes que por ratos la cubren como una sábana recién tendida. En aquella pendiente vertical un grupo de cabras practica el trapecio, seguras por la firmeza de sus pezuñas. Arriba, en un cielo cristalino, las aves vuelan y algunas graznan, cantan, silban, acompañan con sus silencios.
Iván, que comanda la travesía, toma varias bocanadas de aire puro: “Estamos a más de 3.000 metros de altura, en uno de los lugares menos conocidos de Bolivia. Aunque pareciera otro mundo, esto está muy cerca de Tarija”, reitera. “Que los bolivianos sepan que no necesitan ir a Colorado (EEUU), a China o a Perú para ver un gran cañón. Por comentarios de los comunarios, aquí no han venido más de cien turistas a conocer la majestuosidad de la naturaleza”, dice, orgulloso.
Aquí arriba, los picos de las montañas que superan los 3.000 metros de altura
La paja brava resplandece con los rayos de un sol sabrosamente picante y si uno eleva la mirada al cielo grande, puede observar a los cóndores señoriales que vuelan a sus anchas.
“No saben lo que se pierden”, aporta Adhemar, que ha dejado los caballos atados en un arbusto al pie de una de las últimas pendientes que hay que subir para llegar al mirador desde donde el gran cañón –lo ha prometido-abraza al que se deja mirar y envolver por su belleza.
Este último tramo exige meter a los pulmones plácidamente puñados redondos del aire fresco de las montañas. A la izquierda, la pared dura, poblada por la vegetación que se agarra fuerte con las uñas de sus raíces. A la derecha, el vértigo con su justa medida para poder admirar un ecosistema de película, a lo largo y ancho del horizonte.
Adhemar, mientras conversa, trepa con la espalda erguida. Dice que a veces le entra las ganas de irse a la ciudad, que la soledad le suele golpear durante los inviernos, porque él, su esposa y su mamá Julia Jurado se van quedando solos en el rancho. Dice también que después se da cuenta que lo que tiene aquí, sin la contaminación de las ciudades, es un tesoro maravilloso, que hasta la fecha nadie ha contraído el Coronavirus, que las aguas termales que hay en los recovecos de las montañas son un placer y una medicina, que los humanos y los animales silvestres conviven sin contratiempos. Dice que a los cóndores los conoce desde que son pichones, que los ve en el fondo de las montañas, que para él son como sus gallinas porque cuando están en tierra no se espantan al vero y que casi siempre que levanta su mirada al cielo ve volar a muchos de ellos.
Adhemar no se considera amigo solo de los cóndores. También al oso Jucumari, le ha llegado a tener un cariño de hermano. Cuando desciende a la zona boscosa suele toparse con algunos de ellos. Los ver comiendo caraguatas en la espesura del monte. Cuando eso ocurre, él no siente miedo. Los observa a lo lejos con el asombro de niño: “Es un bonito animal”, dice, con ternura, con orgullo, como quien siente amor por alguien a quien, por más que se quiera, no puede abrazar porque sabe que la convivencia entre animales y humanos también pasa por guardar una prudente distancia.
Antes, cuando había más niños en Yumasa, los padres les contaban un cuento recurrente: el cuento del Jucumari. Había una vez —cuenta —un oso que se enamoró de una bella mujer del rancho, que la llevó a su cueva por la fuerza, que ahí la encerró brindándole alimentos y atenciones, que tuvieron un hijo, que el niño creció y que un día, cuando el oso salió, se dieron modos para abrir la puerta de piedra, que caminaron por pendientes hasta llegar al pueblo, que madre e hijo intentaron tener una vida normal con el resto de los vecinos, que el muchacho entró a la escuela y sus compañeros, al verlo peludo, se burlaban de él, que un día la madre murió de una sorpresiva enfermedad y que el hijo, al sentirse solo e incom- prendido, retornó al bosque y que, de vez en cuando, se lo ve acompañado de su viejo padre merodeando muy cerca, quizá en busca una mujer para llevarla a su cueva.
El gran cañón del Pilaya es un lugar de leyenda de ficción y de acontecimientos reales. Gustavo Castellanos trae a la memoria que Yumasa, el año 1996, fue el escenario donde su pariente Roberto Suárez Molina se perdió después de internarse entre las montañas en busca de oro. Adhemar asiente y recuerda que aquello duró 14 días desde el momento en que se supo que el hombre estaba perdido, que una gran comitiva de rescatistas llegó a Yumasa, con helicópteros y escaladores, con ambulancias y médicos. El rancho, de un rato a otro —recuerda— se llenó de un movimiento que no habíamos visto nunca. Tras el rescate, volvió el silencio y nunca más una multitud llegó a rondar las montañas.
Adhemar y su esposa Eulalia, en su casa, amparados bajo el fuego de la palabra.
Foto: Gustavo Castellanos
“¿Ven el río que parece una viborita delgada? Si parece pequeña es por la distancia”, dice Iván, que reitera una y otra vez que estamos ya en el mirador que está parado en la punta del precipicio, que hemos llegado al mejor lugar desde donde se puede observar —sin prisa ni tiempo—, al gran cañón en todo su esplendor: El límite para el humano lo pone la cima perpetua. Abajo, a más de 2.000 metros de altura, el río color café emula ser un camino de herradura que desaparece siete montañas más allá. En realidad, no desaparece, avanza para encontrarse con el Pilcomayo que a su vez seguirá su rumbo hacia Argentina y Paraguay.
Este es uno de esos casos en los que la naturaleza es la que le mira a uno. El gran cañón del Pilaya observa con los ojos de un gigante ecosistema que no se encuentra en cualquier lugar del mundo.
El azul no es uniforme. Se mueve en degradé. Arriba, el cielo de los cóndores es limpio como agua cristalina. Abajo, a los costados y al fondo del horizonte, las montañas tienen el cuerpo pintado con un azul intenso que se va convirtiendo en un celeste tímido con toques de blanco y de gris, de naranja y amarillo. Naranja también es la paja que está al borde del precipicio y las espinas del cactus que de rato en rato mese el viento que llega como un beso cálido, impulsado por el lento aleteo de los cóndores que van sumando una secuencia de escenas de una película de no ficción. Por donde se mire, el gran cañón del Pilaya es un corazón que palpita dentro del pecho de un ecosistema donde confluyen los animales y las plantas, las piedras y la tierra, el río y las montañas, los rayos de un sol redondo y el frío moderado que baja a tropel de las colinas, la brisa y la lluvia horizontal que humedecen la cara. Como hermanos en una misma mesa, el grupo de humanos que hemos llegado hasta aquí conversamos sobre lo que sentimos al ver tremendo espectáculo. Pero cuesta encontrar palabras que rindan honor a todo lo que se ve, lo que se siente. Entonces, echamos manos del silencio. Cada uno es dueño de un asombro único. Estamos callados ahora, con el pecho que late con tanta fuerza que el corazón amenaza con salirse de la camisa.
Después, cuando hayamos retornado a la casa de Adhemar, reunidos en el patio cálido y junto al horno y a la cocina de barro, Iván dirá que quedó conmovido nuevamente, que cada que viene es como una primera vez porque además el sobrevuelo de los cóndores de hoy nunca es igual al de ayer porque cada vez hacen una figura diferente en el cielo. Iván dirá también que es vital proteger y conservar este lugar como a una de las joyas más preciadas del mundo, “que sería injusto no tener solidaridad intergeneracional porque los hijos de nuestros hijos tienen todo el derecho de disfrutar del gran cañón que hasta ahora es uno de los pocos sitios en el planeta que aún no han sido tocado por destructoras manos de los hombres”.
Pero ahora, antes de que retornemos a la casa de Adhemar, Iván me pide que caminemos hacia un lugar que él considera que es el mejor lugar para disfrutar de una mejor vista. Solo unos pasos para confirmar aquello: Una pequeña planicie, un cactus monumental y el precipicio. “Este tiene que ser el lugar para la foto icónica de postal que recorrerá el mundo”, le digo.
En el camino entre Tarija y Yumasa los paisajes aparecen y obligan a registrarlos, a inmortalizarlos.
Foto: Iván Arnold
Adhemar, mientras conversa, trepa con la espalda erguida. Dice que a veces le entra las ganas de irse a la ciudad, que la soledad le suele golpear durante los inviernos, porque él, su esposa y su mamá Julia Jurado se van quedando solos en el rancho.
Iván Arnold tiene 52 años de edad y desde hace más de tres décadas viene trabajando por la conservación del medioambiente, sabe que una alternativa para que el gran cañón del Pilaya y todo su ecosistema estén libres de amenazas, será trabajar para que se lo declare Área Protegida con rango no solo nacional, sino, también internacional a nivel de la Unesco y que se debe aspirar a que sea reconocido por esta institución como Monumento Natural, porque tiene todos los méritos para que el mundo lo proteja.
Esa declaración —enfatiza— podrá garantizar un desarrollo turístico sustentable en el que participen los habitantes de Yumasa y de otras comunidades, brindando alimentación y otros servicios a los visitantes.
El exprefecto y actual secretario de Medio Ambiente del Gobierno Municipal de Tarija, Paúl Castellanos, coincide con Iván Árnol de que el cañón del Pialaya debe ser protegido y que, pese a que se encuentra en otro municipio (en el de San Lorenzo), él puede ayudar, en lo que pueda, en las gestiones que sean necesarias para que se consolide la declaratoria de Área Protegida Municipal y que se avance para un reconocimiento nacional.
Adhemar ya está practicando para convertirse en un servidor de los turista y protector del medioambiente. Tiene caballos listos para ofrecerlos a los que se cansen de caminar, un repertorio de cuentos entre los que se encuentran el de Jucumari, un cuaderno para registrar los datos de la gente y un par de ojotas con las que camina diariamente para descubrir otros lugares desde donde se pueda ver, cada vez mejor, al cañón y todo lo que habita en él. Su esposa Eulalia está con el mismo entusiasmo. Promete hacer felices a los visitantes con un plato de comida, con conversaciones sabrosas y con consejos sabios sobre cómo disfrutar, sin cansarse, de la caminata que hay que hacer desde su casa hasta el mirador.
Eulalia y Adhemar se complementan. Cuando él está cuidando a las cabras, ella se encarga de cocinar, cuando él viaja a Tarija para comprar víveres, ella se ocupa de ordeñar a las pocas vacas que tienen, cuando él sube a los cerros para buscar una mejor vista hacia el cañón, ella atiza el horno para cocer el pan y está pendiente de su suegra que durante los días de sol se sienta en el patio, callada, soportando el dolor de huesos que su hijo intenta calmar con baños de flores de manzanilla que crecen, sin que se las siempre, por toda Yumasa.
Dice también que después se da cuenta que lo que tiene aquí, sin la contaminación de las ciudades, es un tesoro maravilloso, que hasta la fecha nadie ha contraído el Coronavirus, que las aguas termales que hay en los recovecos de las montañas son un placer y una medicina.
Adhemar tiene una pena. Por la radio se ha enterado de que existen planes para que se construya una represa para generar energía eléctrica y que ésta no solo podría cambiar el paisaje del gran cañón, sino que cubriría gran parte del territorio donde viven los animales como el oso Jucumari y hasta las zonas donde muchas comunidades cultivan sus alimentos. Adhemar se refiera a la noticia que ya es pública sobre el megaproyecto hidroeléctrico El Carrizal. En el documento de consulta pública de 2018, la Empresa Nacional de Energía Eléctrica (ENDE), informa que, en el marco del cambio de la matriz energética del país, el abastecimiento al Sistema de Energía Interconectado (SIN) y los programas de exportación a los países vecinos, está desarrollando varios proyectos hidroeléctricos que se encuentran en diferentes fases, que uno de ellos es el Proyecto Hidroeléctrico Carrizal, el cual ha sido declarado como prioridad nacional.
Ni Eulalia ni Adhemar se imaginan al gran cañón ni a las montañas ni a sus cultivos inundados por una represa. “Si las autoridades quieren hacer algo por este rincón de Bolivia, que no lo destruyan, que apoyen al turismo comunitario”, dice él, y se pone a disposición para cuando lleguen otros visitantes. Promete buena atención y una experiencia extraordinaria. Sabe que el que viaje a Yumasa no solo implica disfrutar del cañón, sino, que en el trayecto encontrará un motivo particular de placer auditivo y visual.
De ida, el viaje en vehículo de Tarija a Yumasa, por el camino de tierra, es un tirabuzón que sube, con casitas de barro a los costados, con corrales de piedra en las pendientes, con campesinos a lomo de caballo en alguna ladera, con cabras que corren como niños. El valle ondulado va dando paso a empinadas montañas, las flores amarillas y los churquis van desapareciendo para abrirles las puertas a los cactus y a las caraguatas. De regreso a Tarija, Iván Árnold decide girar a la derecha para pasar por la cuesta del Infiernillo y descender por las curvas del Purgatorio, dos tramos estrechos que tienen una gran recompensa: observar de cerca los farallones donde suelen reposar los cóndores en los intervalos de sus vuelos señoriales.
Atrás ya han quedado las voces de Eulalia y de Adhemar, los misterios del gran cañón con su río Pilaya que desde arriba parece un camino de tierra, los cóndores que nos saludaron desde el imperio de su cielo, el aire frío que hormiguea la piel tras que el sol se va fortaleciendo, el recuerdo sobre el rescate de película a Roberto Suárez Molina de 1996 y la leyenda del oso Jucumari, al que alguna gente dice que suele verlo merodeando las fronteras de los ranchos, espiando a alguna mujer por las rendijas de la paja brava.
CONTINUARÁ
El equipo que llegó hasta el gran cañón: de inquierda a derecha: Iván Arnold, Adhemar Muñoz, Roberto Navia, Karina Segovia de Navia, Andrés Navia Segovia y Gustavo Castellanos.
Foto: Carlos González