Desde 2019, la Chiquitania del departamento de Santa Cruz (Bolivia) ha vivido una de las transformaciones más drásticas de su historia. Las abejas, esos seres esenciales para la polinización y la biodiversidad, han sido testigos silenciosos de una catástrofe anunciada. Sequías interminables, temperaturas extremas y voraces incendios forestales han convertido a esta región en un campo de batalla donde la naturaleza lucha por sobrevivir.
Las abejas, altamente sensibles a los cambios ambientales, son las primeras en reaccionar. Las Apis y Meliponas, especies de la crianza comercial de abejas meliferas, han visto su comportamiento alterado. Ante el calor abrasador y el humo denso, muchas migran, abandonando sus colmenas en busca de refugio. Los apicultores de la Asociación Departamental de Apicultores de Santa Cruz (ADAPICRUZ), que conocen bien los desafíos ante esta dura realidad, han sido testigos de cómo las colonias de abejas han tenido que adaptarse para sobrevivir.
La Chiquitania, azotada por incendios recurrentes en los últimos años, ha sido uno de los lugares más afectados. Los apicultores han trabajado sin descanso, capacitando a sus colegas y apoyando en la reposición de colonias, pero la naturaleza no da tregua. Las abejas luchan dentro de sus colmenas: las más fuertes prevalecen sobre las más débiles, mientras intentan mantener una temperatura adecuada en sus nidos de cría. Con temperaturas que superan los 40 grados centígrados, muchas colonias sacrifican sus larvas para sobrevivir, alimentándose de ellas mientras migran con su reina en busca de un lugar seguro.
El panorama es desolador. ADAPICRUZ, a pesar de sus esfuerzos por promover prácticas resilientes y ecológicas, se enfrenta a una realidad devastadora. Las floraciones, esenciales para la producción de miel, no llegan a tiempo, o cuando lo hacen, el néctar se evapora por el calor extremo. La vida de las abejas pende de un hilo.
En lugares como San Antonio del Lomerío, Concepción y San José de Chiquitos, las pérdidas de colonias por migración se han mantenido constantes. La cosecha de miel, que alguna vez fue el sustento de muchas familias, ahora es solo un recuerdo lejano. En otras regiones menos afectadas por los incendios, los rendimientos han caído un 40%, y las lluvias de julio trajeron una cosecha minúscula, insuficiente para compensar las pérdidas.
Las abejas, esos seres esenciales para la polinización y la biodiversidad, han sido testigos silenciosos de una catástrofe anunciada.
Los apicultores del norte tropical de Bolivia también han visto cómo el calor y el humo reducen sus poblaciones de abejas. Sin reservas de alimento y con colmenas debilitadas, la posibilidad de una buena cosecha se desvanece. Los costos de mantener los apiarios han aumentado, y la necesidad de apoyar a las abejas con agua es una tarea constante.
A pesar de las dificultades, algunos apicultores han encontrado en la apicultura migratoria una solución. Llevan sus colmenas a regiones más seguras, donde el fuego y el calor son menos intensos. Pero no todos tienen esa opción. En San Antonio del Lomerío, los indígenas monkox, profundamente afectados por el cambio climático, no pueden migrar.
Los reportes de ADAPICRUZ confirman una realidad alarmante: las especies de flora melífera ya no florecen en los tiempos habituales. Los planes de manejo técnico, que solían basarse en la curva floral de cada zona, ya no son una guía confiable. Ahora, la apicultura en la Chiquitania de Bolivia se ha vuelto un juego de azar, donde la suerte y la capacidad de reacción rápida definen la supervivencia.
A pesar de todo, los apicultores de ADAPICRUZ no se rinden. La previsión del riesgo y la planificación de apiarios en sitios más seguros ha sido su estrategia principal. Asegurar áreas limpias y rutas de escape ante incendios es clave. Pero, a pesar de todos estos esfuerzos, el fuego y el humo siguen siendo una amenaza constante. La realidad es ineludible: si los incendios no se detienen, la apicultura en la Chiquitania podría desaparecer por completo.
El mensaje es claro: la deforestación y las quemas deben parar. La supervivencia de las abejas y de los apicultores de la región depende de ello. “Es una cuestión de supervivencia”, coinciden los apicultores.
El último vuelo de las abejas
La tragedia que viven las abejas en la Chiquitania es silenciosa y devastadora, una batalla que pocas veces notamos, pero que tiene implicaciones profundas en la vida de los ecosistemas. Estas pequeñas criaturas, esenciales para la polinización y la biodiversidad, han desarrollado, a lo largo de millones de años, una estrategia de supervivencia basada en la capacidad de volar. Pero ese vuelo, que parece tan simple y natural, está intrínsecamente ligado a una reserva interna de energía: el néctar que recogen, almacenan en su estómago melario, y que luego convierten en miel. Esta miel no solo les proporciona alimento, sino que también es el combustible que les permite volar y escapar de las amenazas.
Cuando las colmenas están llenas de reservas, las abejas tienen la posibilidad de llenar su buche melario hasta el tope y, con ello, huir en caso de emergencia. Con esa carga, pueden volar hasta dos kilómetros en busca de un nuevo refugio. Es una distancia limitada, pero que en muchos casos les permite escapar del fuego que devora los bosques. Sin embargo, el panorama cambia drásticamente cuando las reservas son insuficientes. Sin néctar, sin energía, las abejas pierden la capacidad de volar y, atrapadas en sus colmenas, son consumidas por las llamas.
En las temporadas de incendios, como las que han azotado la Chiquitania y otras regiones de Bolivia, en los últimos años, este comportamiento se ha vuelto una lucha desesperada por sobrevivir. Las abejas, ante el peligro, envían primero a un grupo de exploradoras. Estas pequeñas mensajeras tienen la misión de encontrar áreas seguras, donde haya condiciones favorables y néctar para recargar energías. Si logran identificar un lugar adecuado, regresan para guiar a la colonia en un vuelo de escape. Pero no siempre tienen suerte.
La realidad caótica de los incendios forestales deja poco margen para la estrategia. Muchas abejas logran escapar en un primer intento, pero el fuego, impredecible y voraz, las alcanza más adelante. Otras no encuentran néctar en los alrededores tras su primer vuelo y se ven obligadas a posarse, agotadas, esperando un milagro que no llega. En medio de las llamas, las abejas, que solo buscaban refugio, perecen.
La realidad es cada vez más desoladora. Antes, en esta época del año, cuando la apicultura alcanzaba su punto álgido, los enjambres se multiplicaban y los apicultores de la región recibían con alegría a las colonias que llegaban a sus apiarios. Era la temporada de la abundancia, de la división de colonias, una señal de que la vida seguía su curso. Sin embargo, este año, algo ha cambiado. Los enjambres no aparecen. Los apicultores, acostumbrados a escuchar el zumbido de nuevas colonias, han notado un silencio inquietante. Las divisiones de las colonias han dejado de ocurrir, y los enjambres, que antes abundaban, son ahora una rareza.
La crisis es evidente. Los líderes de las asociaciones apícolas, con quienes conversé para esta nota, coinciden en un punto: este es un año de crisis total. Las abejas están desapareciendo y, con ellas, una parte fundamental de la vida en la Chiquitania. La falta de enjambres es una señal clara de que el desastre ecológico no solo afecta a los bosques, sino también a los seres que dependen de ellos.
La lucha de las abejas continúa, pero cada vez con menos posibilidades de éxito. El fuego, el humo, la sequía y la falta de alimentos las rodean. Y mientras ellas intentan adaptarse, nosotros asistimos, impotentes, al colapso de una de las piezas más importantes del equilibrio natural.
***