
Sus ojos se hacían agua al explicar que debía escoger entre la vida del loro o el maíz para sus hijos. ¿Por qué tengo que elegir?, preguntó el hombre chiquitano, sin levantar la vista del suelo. “La tierra es territorio y el territorio es vida. El loro, yo y mi maíz vivíamos en paz”, sollozó.
Las palabras temblaban en su boca. No era solo un lamento; era un diagnóstico preciso de un desajuste profundo. El aroma a tierra quemada y a químicos todavía rondaba el ambiente, un olor que no existía antes, cuando la humedad era el perfume del monte.
Un síntoma del quiebre que se vive en este territorio llamado San Rafael de Velasco, en la frontera entre lo que fue, lo que es y lo que se teme que venga. Su testimonio, breve y desgarrador, confronta un dilema que jamás había tenido cabida en la memoria chiquitana: elegir entre la existencia de un animal que forma parte del entorno y la supervivencia alimentaria de la familia. Acariciaba una mazorca pequeña, desfigurada, como si en ese gesto buscara la memoria de la abundancia perdida.

No es un testimonio frente a un dilema cualquiera. Es el retrato de una vida quebrada por fuerzas que trascienden la voluntad humana. El loro, el territorio y el hombre están encerrados y fumigados. Para el poblador indígena de San Rafael de Velasco, el municipio creado en 1994 que abarca 9.685 km² de vocación forestal y ganadera, es la vida misma la que está en juego. Y esa vida no es solo biológica: es el tejido completo que articula a las personas con sus plantas, con sus ciclos agrícolas, con sus animales, con sus creencias y su cosmovisión. Es también un reclamo silencioso de un pueblo que, sin haber cambiado su territorio, ha visto cambiar el mundo entero a su alrededor.
San Rafael de Velasco se encuentra en la provincia José Miguel de Velasco, en el departamento de Santa Cruz-Bolivia. Durante décadas fue un territorio predominantemente indígena chiquitano, organizado en 22 comunidades nativas. Sin embargo, en los últimos años el INRA dispuso tierras fiscales que permitieron la creación de 150 comunidades nuevas, habitadas por familias interculturales o indígenas campesinas que llegaron desde distintos municipios y departamentos. A primera vista, podría parecer un encuentro de culturas y modos de vida. Pero en el terreno, este encuentro se ha convertido en colisión: modelos productivos distintos, intensidades de uso del suelo incompatibles y una carrera agrícola que arrincona, acorrala y contamina.
Las motivaciones fueron múltiples: falta de tierras, migración interna, programas gubernamentales, intereses económicos, o simplemente la necesidad de expandir fronteras de producción. El resultado ha sido un cambio acelerado de la composición territorial y productiva.
El 37% del territorio —unas 362.809 hectáreas— está declarado como Área Protegida Municipal por la Ley 028/2024. Sobre el papel, San Rafael podría ser un ejemplo de gestión medioambiental. En la realidad, los desmontes avanzan, los grandes sembradíos de soya y sorgo se expanden sin tregua, y las comunidades quedan como islas en medio de un mar de monocultivos. La presión agropecuaria ha sobrepasado los límites normativos, lo que produce un choque entre conservación y expansión agroindustrial.
La expansión de la soya, del sorgo y de los pastizales para la ganadería rompe un equilibrio ancestral. Donde antes había monte, lianas, sombras frescas, flora nativa e incontables aves, hoy hay hectáreas continuas de monocultivo. Los desmontes son evidentes y avanzan año tras año, cercando a las comunidades y dejándolas prácticamente rodeadas de sembradíos. Esta transformación altera el clima local, la humedad del aire, los suelos y, sobre todo, las fuentes de agua, muchas de ellas desplazadas o afectadas por los nuevos usos de suelo.

ANTES PARA SU LIBERTAD, HOY PARA SU ENCIERRO
Encierro sin rejas: eso repiten las y los comunarios. Las comunidades no se achicaron; siguen ocupando las hectáreas donde siempre vivieron, pero el mundo alrededor se contrajo. Ahora están rodeadas por alambres, estacas, caminos nuevos, desvíos improvisados y maquinaria pesada. Ya no viven en un corredor verde, sino en pequeñas islas indígenas rodeadas por un mar agroindustrial.
No es solo un encierro físico. Es un encierro de derechos: al agua, a la salud, a la soberanía alimentaria, al territorio ancestral, a los modos de vida, a las prácticas culturales y a la historia misma. Muchos lo describen como una “pérdida del horizonte”, porque donde antes podían ver el monte respirando, ahora ven el mismo paisaje repetido: parcelas enormes, rectas, uniformes. Un paisaje sin refugios, sin árboles altos, sin diversidad.
Antes, caminar hacia cualquier punto cardinal permitía adentrarse en un bosque que protegía, alimentaba y orientaba. Los límites eran verdes, difusos, llenos de sonidos. Hoy, los límites son geométricos, fríos, agresivos. Son líneas rectas que anuncian un nuevo orden: la lógica del agronegocio que reemplaza a la lógica del territorio.
Las aves ya no tienen dónde alimentarse. Los animales salvajes migran o mueren. Los frutos del monte escasean. La mano del hombre arrasa con todo.
NO HAY ESCONDITE NI PARA EL SOL NI PARA LA LUNA
El paisaje se ha convertido en líneas geométricas. Donde antes los árboles filtraban el sol, ahora la luz golpea sin tregua. Los sembradíos de pasto, soya y los campos para la crianza de ganado se han apropiado del territorio. Y los agrotóxicos reinan por tierra y aire. Las fumigaciones, por avioneta o por tractores con brazos pulverizadores, son una rutina que los comunarios describen como “llovizna de veneno”.
No importa cuán lejos estén los cultivos industriales: el viento hace su trabajo. La contaminación cae sobre sus huertos, sus animales, sus techos y sus pozos.
El suelo está cansado. El agua está escasa. El aire está cargado. La vida cotidiana se ha vuelto una espera permanente ante amenazas invisibles.
El monstruo químico avanza sin detenerse.
Y a este problema se suma otro igual de grave: la pérdida del agua.
En menos de 40 años, San Rafael de Velasco perdió el 52% de la capacidad de sus fuentes hídricas. Lo que antes eran ojos de agua y arroyos, hoy son cauces secos o estancados.
Los pozos artesianos están debilitados. Las vertientes que antes alimentaban al pueblo se secan. No hay agua potable.
Se habla de una nueva represa en San Josema, pero “no hay recursos” es la respuesta que escuchan. Ni siquiera existen fondos para reparar la represa antigua del Embalse San Rafael.
La contaminación hídrica aumenta debido a los incendios, a la sequía, al cambio arbitrario del uso del suelo y a la intensa deforestación.
La deriva química: un fenómeno ignorado
Cuando una avioneta fumiga, entre el 30% y el 70% del producto NO cae donde debería. Se dispersa con el viento. Viaja kilómetros. Se deposita en techos, pozos y cultivos tradicionales.
Este fenómeno —conocido como “deriva”— está documentado en países vecinos:
• Argentina (Chaco y Santa Fe)
• Brasil (Mato Grosso, Paraná)
• Paraguay (Canindeyú, Alto Paraná)
En todas estas regiones se han encontrado agroquímicos en la orina de niños, en el agua de escuelas rurales y en leche materna.
San Rafael está entrando en ese mismo patrón.
El Gran Cacique de la Asociación de Pueblos Indígenas de San Rafael, Julio Eguez, lo resume con claridad: “En campos grandes se usan químicos para combatir plagas”. Y las comunidades reciben ese impacto sin mecanismos de protección.
“Producimos para alimentarnos y ellos producen pastos para alimentar ganado y soya para exportar. Es su negocio y ahora estamos viendo que esa intervención indiscriminada para combatir las plagas nos diferencia y a la vez nos debilita”, afirma e insiste que la resistencia al uso de químicos es también una opción por la producción agroecológica.

LAS MUJERES HABLAN: CUERPOS Y SEMILLAS AFECTADOS
Las mujeres lo dicen sin rodeos: “Hasta los granos de las mazorcas de maíz son chicos y la yuca dejó de ser esa raíz frondosa que alimenta”.
Son 120 mujeres afiliadas en ORMICH y ellas saben que son capaces de producir con sus propias costumbres, pero al lado de sus comunidades, desde los grandes sembradíos vienen con el viento y el aire, un veneno que intoxica su territorio. Estamos colindando con ellos y no podemos defendernos, señala.
“Por eso escuchar la información de parte de las instituciones que nos acompañan, es fundamental porque conocemos, entendemos, reflexionamos y replicamos con las compañeras” subraya.
La tentación de sembrar soya en sus tierras es permanente, pero no quieren que
Sus testimonios se repiten:
- alergias
- dolores de cabeza
- irritación de ojos
- diarreas frecuentes
- niños con problemas respiratorios
- cultivos débiles
Brigadas médicas recorren la zona, registrando síntomas diversos, pero atribuyen los problemas a los incendios. No existe un registro oficial sobre salud y agrotóxicos.
“Nuestras tierras no son tan extensas para producir como ellos”, afirma Rosa Pachurí, autoridad de la Organización Regional de Mujeres Indígenas Chiquitanas (ORMICH).
Las mujeres describen con precisión los impactos diarios de la exposición a agrotóxicos. Son ellas quienes lavan la ropa impregnada de polvo químico, quienes cocinan con agua vulnerable, quienes trabajan en huertos cercanos a áreas fumigadas y quienes atienden a los niños cuando aparecen síntomas.
“Hasta los granos de las mazorcas de maíz son chicos y la yuca dejó de ser esa raíz frondosa que alimenta”, lamenta.
La afectación a las semillas nativas es particularmente grave.
El polen químicamente contaminado afecta:
- tamaño del fruto
- vitalidad de las semillas
- resistencia natural
- ciclos fenológicos
Esto obliga a depender de semillas compradas, rompiendo un sistema milenario de autonomía alimentaria.
Los comunarios reciben ofertas para desmontar y sembrar soya. “Nuestras tierras no son tan extensas para producir como ellos”.
SALUD SIN REGISTRO, ENFERMEDADES A LA VISTA
Brigadas médicas recorren las comunidades y registran muchas situaciones en la salud de los pobladores.
Los efectos más frecuentes: irritación respiratoria, dermatitis, diarreas, conjuntivitis, alergias, migrañas
Los médicos atribuyen los síntomas a incendios pasados o a la falta de higiene, pero nunca a fumigaciones. No existe un registro local, no hay sistematización, y el Estado no evalúa la exposición crónica a agrotóxicos.
Las manchas en la piel, los dolores estomacales, las alergias y los problemas respiratorios coinciden siempre con las temporadas de fumigación.

¿CON LAS MANOS ATADAS? EL AGUA COMO LÍMITE
El alcalde Jorge Vargas reconoce que la situación es crítica y que el agua es un problema grave. La escasez es evidente y la contaminación es creciente. El cambio de uso de suelo es tan notorio que incluso a simple vista se observan las manchas claras de tierra recién desmontada, cercanas a cursos de agua antes protegidos.
“Estamos con las manos atadas, mientras no haya un nuevo Pacto Fiscal, porque para controlar cualquier normativa y prevenir es con recursos”, afirma.
Añade que los indígenas chiquitanos han sido históricamente conservacionistas. Sus 22 comunidades nativas han desmontado solo el 15% de su territorio para subsistencia. En cambio, las 150 comunidades interculturales de nueva creación se dedican a cultivar soya y sorgo y a la ganadería intensiva.
La represa de San Josema es solo un proyecto. El embalse existente está deteriorado.
La contaminación de aguas superficiales se acelera por la deforestación.
Los monocultivos compactan el suelo. Esto reduce la infiltración y aumenta el escurrimiento superficial. La consecuencia: menos recarga de acuíferos, más erosión, menos agua.
“Las comunidades indígenas no somos soya, ni pasto para que nos fumiguen.”
EL FUEGO SE ACABA, PERO LAS FUMIGACIONES SIGUEN
En San Josema, el cacique Eulogio Pachurí señala que las fumigaciones afectan incluso más que los incendios. “El agua ya no brota y la poca que hay se contamina”, asegura.
La frontera agrícola está descontrolada. La vocación forestal del territorio —reconocida por el PLUS— no se respeta. El uso de químicos es irracional.
Los productores de soya y sorgo, muchos de ellos extranjeros, aumentaron. Los menonitas también se expandieron, junto con argentinos, brasileños, bolivianos de otras regiones e interculturales.
“La tierra se multiplica para ellos, pero para nosotros se achica”, dice un comunario.
Y así lo confirma Pachurí: “Multiplicar los beneficios de la tierra y tratar de dominar la salud de los cultivos con químicos, es no tomar en cuenta que en las comunidades indígenas estamos seres humanos y no solo soya o pasto”.
Hasta 2022 existían 2.106 insumos agrícolas registrados, de los cuales 1.800 eran dañinos para la salud (43%). Muchos prohibidos en otros países. En Bolivia entran sin control. El SENASAG no fiscaliza. Los municipios no tienen recursos.
El resultado es el que las comunidades ven cada día: fumigaciones constantes, deriva química, contaminación acumulada.
“Las comunidades indígenas no somos soya, ni pasto para que nos fumiguen.”
UN MONSTRUO QUE ACECHA IMPUNE Y SILENCIOSO
Pareciera que han robado el alma de su bosque y su monte.
La Clínica Jurídica de Interés Colectivo de la Universidad Católica Bolivia (UCB), junto al Centro de Documentación e Información Bolivia (CEDIB) y Productividad Biosfera Medio Ambiente (PROBIOMA) realizaron estudios extensos y concluyeron que existe violación sistemática de derechos: al ambiente sano, al agua, a la salud, a la integridad, a la alimentación y al territorio.
La academia interviene con un modelo de investigación donde se involucra otros actores, para salir al campo de acción, más allá del laboratorio y el gabinete, buscando generar una incidencia notable, valiosa, propositiva.
La clínica Jurídica no solo identifica y estudia, sino que elabora propuestas a largo plazo como las acciones legales para que se reconozca el daño y se planteen medidas y acciones que cambien la conciencia y el rumbo del problema.
El caso es identificado, se investiga desde una perspectiva de interés y derechos colectivos de las comunidades indígenas, como sucedió el caso de las fumigaciones con plaguicidas químicos de uso agrícolas
El monstruo de la contaminación
El viento trae algo que no se ve, pero que se siente. Lo describen como un olor agrio, una picazón, un polvillo que se posa en la piel. Les preocupa el efecto acumulativo: no es una fumigación aislada, sino miles de aplicaciones a lo largo de años.
Las tierras de San Rafael son ahora un mosaico complejo: TCOs, propiedades comunarias, tierras individuales, asentamientos nuevos y tenencias colectivas antiguas. En medio de esa diversidad, los monocultivos crecen sin restricciones.
El INRA permitió el establecimiento de 150 nuevas comunidades interculturales, muchas en zonas forestales.
La institucionalidad agraria es débil. La normativa existe, pero su aplicación es mínima.
Los incendios entre 2020 y 2024 devastaron miles de hectáreas, pero la fumigación avanza de manera más sigilosa, más constante, más silenciosa
Las tierras están en manos diversas: empresarios bolivianos, argentinos, brasileños, paraguayos, menonitas e interculturales. Cada uno con su lógica productiva, pero casi todos con un elemento en común: el uso de agrotóxicos.
SE DEBILITAN LOS DERECHOS TERRITORIALES
El INRA, creado en 1996 y modificado en 2006, permitió la creación de 150 comunidades interculturales en el municipio. Muchas tierras fueron vendidas, otras dotadas.
Paradójicamente, aún existen pueblos indígenas chiquitanos en la Chiquitania que peregrinan por sus títulos. En San Rafael, las comunidades nativas están tituladas, pero eso no las protege del avance del agronegocio.
Los incendios —que hasta 2024 arrasaron miles de hectáreas— dejaron cicatrices. Pero el monstruo silencioso hoy es otro: la fumigación.
Instituciones como PROBIOMA, CEDIB y universidades realizaron estudios focalizados que muestran afectaciones reales a la salud y al ambiente. Pero ninguna autoridad nacional ha declarado emergencia.
No se protege el medio ambiente.
No se previene la contaminación.
No se controlan las fumigaciones.
No se sanciona el uso de químicos prohibidos.
UNA DESGRACIA ANUNCIADA
San Rafael de Velasco es un municipio cercado por un modelo productivo que avanza sobre su capacidad ecológica y sobre los derechos de sus pueblos. Los desmontes, la contaminación del agua, las fumigaciones aéreas y terrestres, la pérdida de biodiversidad y la presión sobre las comunidades indígenas forman un contexto que no se puede ignorar.
Las fumigaciones continúan.
El agua disminuye.
El bosque retrocede.
Las semillas nativas se debilitan.
Los cuerpos se enferman.
Y las comunidades resisten.
Resisten con la palabra, con la memoria, con la siembra ancestral, con la denuncia, con la fe en que su territorio todavía puede salvarse.
Pero la pregunta que queda flotando en el aire —junto a las partículas químicas que caen a diario— es:
¿Quién escucha?
Crear conciencia en las autoridades locales y nacionales para impulsar políticas públicas de protección al bienestar y salud de las comunidades.
Visibilizar las fumigaciones indiscriminadas con agro tóxicos.
Socializar los estudios realizados sobre el tema.
Elaborar un Plan educativo e informativo para las comunidades, que pueda fortalecer la defensa y sus derechos.
Sistematizar todas las normativas
Proponer, actualizar nuevas normativas de control y prohibición para algunos productos químicos que se usa en las fumigaciones.
Identificar a las empresas que están en los alrededores de las comunidades y que están usando agro tóxicos en la fumigación de sus campos.
Crear alianzas con la prensa nacional para mostrar los daños en la vida y la salud de los habitantes de la zona
Exigir que el INRA y los ministerios que los circundan y avalan permisos, sean fiscalizados y se impulse la institucionalización porque hay un mal uso de la tierra.
Fortalecer y acompañar las denunciar por la corrupción y la mercantilización de la tierra a costa de la vida y los derechos
Prohibir la fumigación indiscriminada por la amenaza al derecho humano, a la salud, a la seguridad alimentaria y el cuidado de la tierra.
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