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Escucha aquí: Los sonidos guturales de la selva
En el momento en que se elimina una hectárea de bosque amazónico —en ese mismo instante— la temperatura aumenta en un rango de 12 a 16 grados centígrados y esa zona devastada se convierte en una isla de calor. Al aumentar la temperatura, los árboles que quedaron en pie —si es que han quedado— también sufren las consecuencias porque la evapotranspiración —que es la pérdida de su humedad— se eleva y se convierten en presa de los incendios forestales.
La cadena de efectos colaterales ha entrado en actividad: los suelos se secan, las recargas de agua de las nubes se ven afectadas. Eso significa que habrá menos lluvias futuras. Pero el futuro ya está aquí.
La cadena de efectos colaterales ha entrado en actividad: los suelos se secan, las recargas de agua de las nubes se ven afectadas.
Eso significa que habrá menos lluvias futuras.
Pero el futuro ya está aquí:
Las consecuencias se las están pagando en este momento no solo en las zonas desmontadas y presas de los incendios forestales. También en las ciudades. Muchos no lo saben. O no lo quieren saber.
En Bolivia —por ejemplo— hay una disminución de lluvia de entre un 13 y 17 por ciento anual.
Eso no es todo. Es solo la punta del iceberg.
En los últimos 30 años la temperatura aumentó en promedio un grado centígrado. Una cifra más elevada de lo que proyectó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).
Ese uno por ciento que parece un grano de arena, no lo es. Es una montaña enorme de problemas.
En Brasil, el avance de los desmontes y de las quemas expulsan a los pueblos indígenas de la Amazonía. Obligados a dejar sus territorios ancestrales, abandonan sus chozas y sus árboles convertidos en cenizas y cuando se topan con centros mineros, traficantes de madera o deforestadores, son recibidos a bala y cazados como animales silvestres.
El 2017, los diarios informaron que diez indígenas de Brasil que nunca habían tenido contacto con el mundo exterior, fueron asesinados por varios mineros en el valle de Javari, situado en una zona fronteriza con Colombia y Perú.
Esto no es ficción
El fuego está quemando el bosque tropical más grande del mundo y está contando su peor historia en cada uno de los países que lo conforman: Brasil, Bolivia, Colombia y Venezuela, Ecuador, Guayana, Perú, Surinam y Guayana Francesa. Más de 8.470.209 millones de km2 de Amazonía en las entrañas de nueve naciones de América del Sur, un territorio que casi dobla la extensión de la Unión Europea. La salud de ese extenso pulmón natural que ocupa el 40% del territorio sudamericano y que produce el 20% del aire puro del planeta, fue sometido a un riguroso estudio y el diagnóstico acaba de salir no es alentador.
Para saber el estado de salud de la Amazonía hay que navegar por los resultados de sus análisis que están dentro del Informe Regional de Quemas 2019-2020, 2021; titulado “Áreas quemadas en la Amazonía” , que cuenta la dinámica del fuego según su origen y causa a través de sensores remotos, que realizó la Red Amazónica de Información Socioambiental Georeferenciada (RAISG), un consorcio de organizaciones de la sociedad civil de los países amazónicos que fue creado el 2017 con el objetivo de analizar la región como un organismo integral y proporcionar conocimiento descentralizado y público para contribuir a que la Amazonía sea mejor conocida, apreciada y protegida.
En el informe de la RAISG están los resultados de la detección y análisis de áreas quemadas en los años 2019, 2020, 2021, dentro de todo el territorio amazónico de los nueve países miembros. La cartografía desarrollada fue obtenida empleando imágenes satelitales de alta calidad. Este fue un aspecto clave para mejorar el desempeño en la detección de áreas quemadas y su cuantificación de impacto en la Amazonía. Técnicamente, los mapas de referencia fueron el resultado de la aplicación del algoritmo clasificador de Random Forest dentro de la plataforma Google Earth Engine. Los resultados obtenidos fortalecen el conocimiento sobre la ocurrencia del fuego —causas y actores involucrados— a lo largo y ancho de toda la región.
El humo de los incendios sobrevuela por los árboles que aún están en pie.
Foto: Revista Nómadas
Las cifras no son alentadoras:
La superficie quemada durante el 2019 —el año de la pandemia y la cuarentena en el mundo— alcanzó los 255.747 km2 y el 2020 —cuando supuestamente el mundo sería mejor a medida que vaya saliendo de los estragos del coronavirus— fue aún peor: se incendiaron 270.449 Km2 de bosques, lo que equivale a más del doble del territorio de Cuba. El reporte registra que, hasta octubre del 2021, se quemó 165,009 km2.
Las consecuencias se las están pagando en este momento no solo en las zonas desmontadas y presas de los incendios forestales. También en las ciudades. Muchos no lo saben. O no lo quieren saber.
En porcentajes, el 2019 se quemó el 2.5 por ciento y el 2020 el 2.7 y hasta octubre del 2021 el 1,9 % del total de los más de 8.4 millones de km2 de la Amazonía.
Eso que también parece poco, no lo es. El año pasado la cantidad de bosque amazónico incendiado equivale también a 13 veces a la capital del mundo: la ciudad de Nueva York.
Lo que está ocurriendo en la Amazonía es impulsado por la estela del desastre medioambiental. Entre el 2001 y 2018, el 13% del gran pulmón sudamericano y del mundo fue afectado por el avance del fuego: 1.172.120 km², una superficie que equivale a todo el territorio de Bolivia. Durante esos años, el promedio anual de incendios fue de 167,7.000 km2, una extensión aproximada a la superficie de Uruguay. Los datos acumulados en este mismo lapso del 2001 al 2018, el informe indica que Bolivia es uno de los países de la región con mayor proporción de su Amazonía afectada por incendios (27%). En Brasil, la afectación acumulada alcanza el 17% de su superficie amazónica. Para Venezuela, el área afectada alcanza el 6%, mientras que, para Colombia, el 5%.
Durante el 2019, 2020 y 2021, el ranking de los países amazónicos más pirómanos ha continuado con su tendencia de pasados años: Brasil, que tiene más de 5.238.589 de Km2 de Amazonía —es decir, el 61% del total— el 2019 ha incendiado 188.562 km2, lo que representa el de sus bosques en esa gran cuenca. El 2020 subió su vara nefasta a 195.925 km2, es decir, el de su riqueza amazónica. El 2021, hasta octubre, se reporta una superficie quemada de 128.732 km2. Bolivia —que tiene 714.834 km2 de la Amazonía— ocupa el nada atractivo subcampeonato: el 2019 entregó a las llamas 37.663 km2, el 2020, 39.591 km2 y hasta octubre del 2021 19.437 km2 .
El 93% de la deforestación ocurre en Brasil y Bolivia— salta con ese dato Marlene Quintanilla, directora de Investigación y Gestión del Conocimiento de la Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN) en Bolivia. También pone en evidencia que el tamaño del puñal de fuego que está penetrando en la naturaleza es proporcional a la riqueza de la Amazonía: es una de las reservas de agua dulce más grande del mundo y alberga el 70% de la diversidad total del planeta.
Eso, en detalle —según un reporte de WCS— significa que con una Amazonía herida, están en peligro 34 millones de personas que viven dentro de los límites de la región —incluidos 380 grupos indígenas—, más de 30.000 especies de plantas, 2.5 millones de especies de insectos, 2.500 de peces; más de 1.500 de especies de aves; 550 de reptiles y 500 de mamíferos. Además, es dueña de “un bosque intacto que continúa secuestrando carbono y almacena más de 200 gigatoneladas (GT) de carbono en biomasa y suelo, el equivalente a más de seis años de emisiones globales de Dióxido de Carbono (CO2)”.
El carbono es el elemento en el que está fundamentada la vida porque se encuentra presente en las estructuras biológicas de todos los seres vivos. Ahí radica la gran importancia de los bosques porque éstos los acumulan y lo liberan para beneficio de todos los seres vivos.
La deforestación es la antesala de lo que viene después en los bosques amazónicos: los incendios.
Foto: Revista Nómadas
El dióxido de carbono o CO2 —por su parte— se trata de un gas denso e incoloro que se genera cuando se quema cualquier sustancia que contiene carbono —por ejemplo— los bosques.
Al eliminar una porción de la selva del planeta, se está cometiendo un doble daño: se está matando a quien concentra el carbono y también a quién absorbe el CO2.
En Bolivia —por ejemplo— hay una disminución de lluvia de entre un 13 y 17 por ciento anual. Eso no es todo. Es solo la punta del iceberg.
Se está matando al productor de aire limpio y al experto que elimina el tóxico dióxido de carbono.
El hombre está matando al propio hombre y a todo lo que habita en la selva y más allá de ella.
—Se ha detectado que la Amazonía está sufriendo una disminución de almacenamiento de carbono. Los incendios también degradan al bosque que queda en pie, a tal punto de que estos están perdiendo la capacidad de retención de carbono que es imprescindible para la vida en el planeta— enfatiza Marlene Quintanilla.
La lista de efectos adversos se hace larga. Al aumento de la temperatura, se suma el hecho de que los tres meses que se tenían de época seca ahora han subido a cinco.
—Tal como van las cosas subirán a seis y a siete meses. Las sequías son más largas y prolongadas— dice la directora de Investigación de la FAN que también arroja otro dato: “Con cada hectárea que se incendia, se pierden millones de especies, entre ellas, a las abejas. De cada cuatro alimentos que produce el planeta, tres dependen de estos animalitos que son capaces de polinizar hasta 7.000 flores. Esta gran capacidad no la tienen otras especies”.
Los incendios no discriminan. Están matando a grandes mamíferos como al jaguar y a insectos tan pequeños como a una abeja nativa.
Marlene Quintanilla invita a viajar imaginariamente por la parte amazónica de Bolivia: “En mi país la amazonía nace en el pico de los Andes, baja por toda la cordillera que viene de la región oeste de La Paz, pasa por Cochabamba, avanza por toda la cuenca del Río Grande, San Ignacio, Lomerío y otras regiones. La parte amazónica del país representa el 65% del territorio boliviano”.
El informe de quemas de la Red Amazónica de Información Socioambiental Georeferenciada también ha detectado que entre 2019, 2020 y 2021, las quemas se expandieron hacia nuevas zonas geográficas, afectando a una mayor superficie de ecosistemas naturales, boscosos y no boscosos, que los incendios se concentraron principalmente a lo largo del borde de los bosques, en zonas intervenidas donde un clima más seco favorecen a la quema.
Las imágenes no mienten. Las zonas más afectadas se encuentran, para Brasil, en toda la franja Sur, al Norte en los estados Roraima, Pará y Amapá, aunque también se observan quemas en el estado Amazonas; para Bolivia, al Este, en los departamentos de Beni y Santa Cruz; en Venezuela, se ubican principalmente en el estado Bolívar y en el Norte del estado Amazonas. En Guyana, las nuevas áreas quemadas se encuentran en la frontera con el estado de Roraima; para Colombia, se encuentran en el departamento Meta y, en general, en el límite oeste de la Amazonía colombiana, y para Perú, en el departamento Uyacalí y localidades en departamentos de la Amazonía andina.
El informe también deja en claro que no hay que echar la culpa de las quemas al cambio climático.
Los ríos amazónicos, refugio de vida silvestre y de comunidades indígenas.
Foto: Clovis de la Jaille
El aumento de las quemas en estos dos años está más asociado a cambios en las políticas agrícolas y legales que regulan el uso del suelo y el manejo del fuego. El 2019 y el 2020 fueron años de expansión de las áreas quemadas hacia nuevos ecosistemas, como ha ocurrido al Suroeste de Brasil, en el estado Roraima, así como al Este de Bolivia. “Esto se ha asociado, en buena medida, a cambios en las políticas de esos dos países que, de alguna manera, propiciaron la expansión de áreas agrícolas. La minería también tiene impactos severos en la región, incluida la exploración de petróleo, así como la extracción de oro y otros metales”. Lo dice el estudio de la RAISG y lo hace con pruebas en las manos.
El 93% de la deforestación ocurre en Brasil y Bolivia— salta con ese dato Marlene Quintanilla, directora de Investigación y Gestión del Conocimiento de la Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN) en Bolivia.
Antonio Oviedo, Coordinador del Programa de Monitoreo de Áreas Protegidas del Instituto Socioambiental de Brasil, Lamenta que su país haya retrocedido en sus políticas de defensa de la Amazonía.
Cuenta que Brasil, entre el 2004 y 2012 había implementado acciones bastante positivas para combatir los incendios forestales, que existía la coordinación de 11 ministerios que lograron reducir la tasa de deforestación, que a partir de 2012 esa política pública fue reducida y en los dos últimos años fue completamente paralizada.
Antonio Oviedo dice que la agenda del actual gobierno apunta a negar lo que está pasando en los bosques y a erosionar la credibilidad de los defensores ambientales.
—Esa postura del Gobierno Federal se transmite a las organizaciones criminales de que existe una política de facto consumada. Es decir: usted invade una tierra pública y en el futuro puede ser beneficiado con un título de propiedad de ese lugar. Eso está provocando incendios y deforestación muy significativas.
Brasil tiene en su suelo el 61,84% del total de los 8.470.209 km2 de la Amazonía. Eso —según Antonio Oviedo— le da un papel y una responsabilidad muy importante, puesto que los desmontes, los incendios y la destrucción que está ocurriendo ahí, tiene una repercusión mayor y aumenta el número de víctimas, entre las que se encuentran las naciones indígenas.
—Gran parte de las invasiones, incendios y crímenes ambientales ocurren dentro de los territorios indígenas y áreas protegidas. Brasil tiene un aumento del 56% de las ocupaciones irregulares en el interior de los parques naturales y reservas. Eso es una presión muy fuerte para los indígenas que sufren violencias, son expulsados de sus territorios, un impacto en su seguridad alimentaria, son víctimas de grandes obras de infraestructura, como represas, y se ven obligados a escapar a un mundo desconocido donde les espera el sufrimiento o la muerte.
Antonio Oviedo dice que hay indígenas que viven en aislamiento voluntario y que ellos también se ven afectados, atormentados porque cada vez se quedan con menos bosques y se ven obligados a salir.
Cuando llegan a las afueras de su hábitat, les espera en ¡bang!, ¡bang! de las balas que salen de las armas de fuego de quienes ven en los indígenas un estorbo para el avance de la frontera agrícola, el tráfico de tierras y los incendios que resultan un negocio, las deforestaciones son un gran negocio.
Con 2.123.007 km2, las Áreas Naturales Protegidas (ANP), representan el 24,6% de la Amazonía A pesar de la coraza de la ley de protección de estas zonas, el 2019 y el 2020 fueron años malos para ellas, porque los incendios no disminuyeron, sino, que han ido en aumento. El 2019 se incendiaron 35.470 km2 de su superficie, el 2020 un total de 42.046 km2, el 2021 24.107 km2. Eso equivale un aumento del 19, % .
Estas cifras revelan que, durante el 2019, el 13,9% de la extensión del territorio de las Área Natural Protegida fue dañada por los incendios, mientras que el 2020 esta cifra subió al 15,5%, hasta octubre 2021, ya se registró un 14.6 % de afectación.
El año pasado, el 99,05% de los incendios en las ANP se han consumado en Brasil y en Bolivia.
Los dos países no sueltan el podio de ser los mayores autores de un ecocidio.
Los incendios forestales que muchos países en el mundo —entre ellos los de la Amazonía— son solapados, impulsado e incentivado por los poderes políticos y económicos— podrían ser un crimen internacional y, sus autores, sentados en el banquillo de los acusados ante la Corte Penal Internacional. Un panel de doce abogados internacionales ha presentado la propuesta al Estatuto de Roma. La comunidad mundial protectora del medioambiente espera que prospere esta búsqueda de justicia más allá de las fronteras de cada nación.
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En teoría, los indígenas tienen sus territorios protegidos por ley. Pero en la práctica, son tan vulnerables a los incendios y a la deforestación como lo son los animales y las plantas que forman parte de su universo.
Los Territorios Indígenas (TI) cubren 2.376.140 km2 de universo amazónico, lo que significa el 27,5% de toda la región. Un tamaño comparable casi con Argentina. En 2019, los incendios devoraron este sitio protegido por normas jurídicas un total de 57.384 km2, 56.646 km2 en 2020 y 36,043 km2 hasta octubre de 2021.
Los incendios no estuvieron en cuarentena. Aumentaron un 7, % el último año.
Con cada hectárea que se quema o deforesta, los indígenas pierden espacio porque un suelo sin árboles es un completo desierto donde no pueden asegurar sus alimentos ni el agua, su protección ni sus alegrías porque todo gira en torno a un ecosistema donde cada ser vivo cumple una función muy importante para garantizar la existencia.
Varios estudios dicen que son por lo menos 300 las naciones nativas que existen en toda la región y que muchas de ellas viven sin mantener contacto con el exterior. Nombres de naciones indígenas dentro de la selva amazónica que el resto del mundo desconoce. Sus nombres anuncian los sonidos musicales de sus lenguas: Araonas, Cavineños, Cayubabas, Canichanas, Chacobos, Ese Ejjas, Itonarnas, Larecajas, Machineris, Mosetenes y Movimas. Moxeños, Sirionós, Tsimane’, Yaminahuas, Yukis y Yuracarés. Nahua, Cashibo-cacataibo, Masco-piros, Nanti y Matsigenkas.
Solo algunos de los tantos anónimos la mayoría de los 7.800 millones de habitantes que viven en el Planeta.
Los países que más queman en los Territorios Indígenas según datos para el 2020, son los mismos del último tiempo: Brasil y Bolivia: 33.920 km2, el primero, y 10.668 km2, el segundo.
Venezuela también se sube al tercer escalón del podio con 7.159 km2 de incendios dentro de la casa de los indígenas amazónicos.
Cifras y porcentajes que cargan varias historias a sus espaldas.
El sol, atormentado por el fuego y la humareda.
Foto: FAN/M. Arze
A la entrada de Bella Vista hay un letrero que dice: Cuando un monte arde, algo de nosotros desaparece. Juan Pascual Durán Aponte es el cacique de esta comunidad donde diez familias Guarasugwé viven a orillas del río Iténez, en pleno Parque Nacional Noel Kempff Mercado, en Bolivia.
Juan Pascual también es director, profesor, administrativo de la escuela y los domingos oficia la ceremonia religiosa en el templo de madera. Trabaja con esmero en cada uno de estos oficios y es durante las clases que ni en pandemia dejaron de ser presenciales, cuando intenta evitar que los 12 niños acumulen el miedo y el odio en contra del hacendado que es el dueño de un terreno inmenso de Brasil que queda al otro lado del Iténez, justo al frente de la comunidad.
El carbono es el elemento en el que está fundamentada la vida porque se encuentra presente en las estructuras biológicas de todos los seres vivos. Ahí radica la gran importancia de los bosques porque éstos los acumulan y lo liberan para beneficio de todos los seres vivos.
Juan Pascual recuerda que un día llegó el dueño de la estancia brasileña que está al frente y que los niños de la comunidad lo miraron con rabia porque decían que él quemó el bosque el 2020, cuando el bosque no le hizo ningún daño.
—Es que no pueden olvidar la imagen del año pasado. El monte brasilero ardió y las llamas gigantes nos asustaron a todos.
Desde Bella Vista, los Guarasugwé miraban con terror cómo las llamas trepaban el cielo y no bajaban hasta después de varios días. Los niños, corrían a los brazos de sus padres porque temían que el fuego avance por encima del río y llegue hasta sus casas de madera con techos de palma.
El Parque Noel Kempff Mercado se quemó, pero el fuego entró por otras zonas de Bolivia. El fuego no llegó a Bella Vista, pero el humo sí lo hizo y causó molestias en los ojos y afecciones respiratorias en los pobladores.
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Para María Oliveira Miranda, los incendios —en muchos de los casos— son un acto criminal y pretender echarles la culpa a los indígenas y al cambio climático, es incorrecto.
—Cuando comenzamos a mirar el resultado del informe de la RAISG con más detalle, nos damos cuenta que las quemas son el resultado de políticas locales, regionales y nacionales que impulsan la expansión agrícola o disminución en la protección a determinadas áreas protegidas— dice María Oliveira que es coordinadora del Programa Monitoreo Socioambiental Wataniba y está en Venezuela, país que posee el 5,55% del total del territorio amazónico de la región.
Uno de los grandes falsos mitos —enfatiza— es que hace falta avanzar en la frontera agrícola para satisfacer la demanda de alimentos. Asegura que hay bastante evidencia de que esto no es cierto, que hay terrenos que se deforestan y que se abandonan y que esto tiene que ver con intereses económicos, con trasnacionales.
El fuego —dice María Oliveira— es un gran contador de la historia de lo que los humanos estamos haciendo con la naturaleza y contra nosotros mismos. Más del 90% de las quemas son de origen humano.
Recuerda que, durante el 2019, cuando en Bolivia se quemaron más de 5.5 millones de hectáreas en todo el país, los reportes periodísticos revelaron que aumentaron las enfermedades respiratorias en ciudades que estaban a más de 300 km de distancia del foco de los incendios.
—Estamos generando una gran cantidad de enfermedades— enfatiza y hace una invitación a la especie humana: Hay que asumir la responsabilidad de las acciones versus las consecuencias que provienen de la naturaleza. El aumento de tormentas tropicales no es gratuito. Los fuegos aceleran ese proceso.
María Oliveira, Marlene Quintanilla y Antonio Oliveira coinciden en una advertencia que el continente y el mundo deben saberlo porque la naturaleza lo está diciendo, lo está gritando: “La Amazonía está a un paso de entrar al punto de no retorno”. Eso quiere decir —afirman— que las consecuencias de los daños provocados por la deforestación y los incendios serán irreversibles, que haga lo que se haga después no podrá cambiar el panorama apocalíptico que se apoderará de lo que quede de esa joya del planeta y las consecuencias avanzarán como una gangrena por el resto de los países de la región: “Lo que pasa en la Amazonía no se queda en la Amazonía”, coinciden.
“Si no se hace algo de inmediato para salvar a la Amazonía, el futuro cercano está seriamente comprometido”, dicen en coro, al unísono de una sola voz.
En octubre del 2020, una publicación de El País de España, también advirtió que “el 40% de la selva tropical más grande del mundo puede convertirse en una sabana mucho antes de lo que se creía por culpa del cambio climático y la deforestación, según reveló una investigación publicada en Nature Communications”.
“La investigación —detalla la nota— realizada por el Centro de Resiliencia de Estocolmo, un instituto especializado en medio ambiente, advierte de que hay vastas zonas del bioma amazónico que tienen niveles de lluvias tan bajos que se corresponden con los de un ecosistema tipo sabana, con suelos secos, muchos pastizales y menos árboles que en un bosque tropical”.
Los efectos de los incendios en los territorios amazónicos ya están causando un descalabro ambiental más allá de la Amazonía. El Informe Regional de Quemas de la RAISG ha entrado en el estómago del problema y ahora tiene una lista de consecuencia: Los fuegos no sólo afectan a la diversidad biológica, a la capacidad de retención del agua, sino, además generan gran cantidad de gases invernadero, lo que tiene impactos adicionales sobre los ciclos geoquímicos del agua, del carbono y consecuencia directas en la salud humana.
El estudio recuerda que entre 2019, 2020, 2021, se han suscitado eventos de incendios difíciles de extinguir o controlar, que se han expandido a formaciones boscosas naturales. La memoria de la RAISG no miente.
Cabe recordar que en las peores jornadas del 2019 viajó a Bolivia una comisión de expertos internacionales para analizar las características del gran incendio forestal. Después de evidenciar las bocanadas de fuego, de analizar la fuerza caótica de su poder y el tamaño mortal de sus garras afiladas y de medir la velocidad de sus piernas con los que avanzaba a tropel destruyendo la vida, los expertos llegaron a la conclusión de que Bolivia estaba ante un enemigo de proporciones gigantes, ante un incendio de Sexta Generación: caótico, imprevisible, capaz de modificar las condiciones meteorológicas y de crear remolinos y tormentas de fuego.
Los expertos internacionales explicaron que los incendios, como el virus de una enfermedad, han ido evolucionando a través del tiempo, mutando, fortaleciéndose, afilando sus cuchillos de fuego, haciéndose más resistente a las técnicas que el hombre va inventando y creando para extinguirlo. El de Sexta Generación, el más temido de este tiempo, estuvo suelto en Bolivia ese 2019, agazapado entre el monte que se tragaba con hambre de lobo y ejecutando sus consecuencias devastadoras, imprimiendo su poderío letal capaz de quemar 4.000 hectáreas de bosque por hora, convirtiendo en combustible todo lo que encontraban a su paso. Un arma destructiva que no podían apagar: destructivo como un arma mortal.
Sin nubes negras que anunciaran lluvias a corto plazo y presionado por la población y los líderes ambientales, el Gobierno de Bolivia de aquel año contrató al avión bombero más grande del mundo, al Boeing 747-400 Supertanker procedente de Estados Unidos, que tenía una capacidad para derramar hasta 74.000 litros de agua de una sola vez o en varios episodios. Traer a ese gladiador exigió el pago de un millón de dólares por el costo del contrato y 60.000 dólares por cada día de uso.
En los pueblos afectados por los incendios lo esperaron como a un Mesías. Como al salvador del bosque.
Los efectos de los incendios en los árboles que quedan en pie, no desaparece de la noche a la mañana.
Foto: Revista Nómadas
Habían depositado tanto sus esperanzas en él, que había quienes creían que el asunto ya estaba resuelto, que en pocos días el incendio sería solo una cosa horrible del pasado. El Supertanker volaba a poca altura donde varias bocas de fuego expulsaban humaredas espesas, como si hubiera sido bombardeada recientemente. Era una ballena metálica de panza roja y de espalda blanca que miraba desde arriba para tomar la mejor decisión, para elegir qué foco de fuego atacar primero. Como un águila que se concentra para dar el zarpazo a su presa, rompía el cielo blanco y dejaba caer el contenido de su vientre. Mientras avanzaba en línea recta, dejaba atrás una estela de agua que se convertía en la lluvia que habían negado las nubes.
Se está matando al productor de aire limpio y al experto que elimina el tóxico dióxido de carbono. El hombre está matando al propio hombre y a todo lo que habita en la selva y más allá de ella.
Las torres de las iglesias de comunidades cercanas, los tanques elevados y secos de agua y los árboles más altos, los que no habían sido quemados, eran utilizados para observar un espectáculo sin precedentes. Los bomberos que miraban el primer lanzamiento esperaban que el operativo sea efectivo, que el agua caiga en los blancos donde eran necesarios.
Esperaban que sea el remedio para una enfermedad que se había quedado sin antídoto.
Pero los incendios no se extinguieron con las aguas arrojadas por el Supertanker. Tuvo que llegar la lluvia lenta para apagar los focos de infierno.
El 2020 retornaron las quemas y lo hicieron con más fuerza: El año pasado, en la Amazonia se incendiaron 2,3 millones de hectáreas de bosques en los nueve países que la conforman. Eso representa un 17% más que el 2019. Según el portal Climática, “estas cifras suponen el tercer peor registro de los últimos 20 años. Bolivia, Ecuador y Perú. Una vez más, Brasil ha sido el país con mayor superficie afectada con un 65% del total (más de 1,5 millones de hectáreas)”.
El informe de la RAISG estima que los impactos de las quemas en la biodiversidad son más intensos porque gran parte de la fauna silvestre queda atrapada entre las llamas.
Los animales que sobreviven aparecen por entre las ramas de los árboles, arrastrando sus cuerpos arañados por las llamas, intentando salir del apocalipsis, convertidos en espectros y emitiendo un llanto que no parece de este mundo.
Los cuerpos de los que no logran salvar sus vidas quedan encima de las cenizas o a un costado de los troncos que todavía arden. Un tatú yace de espaldas y con las patas quemadas. Puede que no haya soportado la furia del suelo y por lucharle a la muerte se hubiera puesta boca arriba para que su caparazón le sirva de coraza. Una batalla perdida en la soledad más absoluta de los incendios.
Es un círculo tenebroso: Los territorios deforestados se convierten en parches dentro del bosque. Esos parches se convierten —a su vez— en alimento para los incendios.
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Ráez Luna, cuando piensa en la Amazonía, lo hace pensando en que se trata de un mega organismo muy dinámico y que reacciona a las ofensas que le hace el ser humano.
Ráez Luna es exdirector ejecutivo del Instituto del Bien Común, en Perú y una de las voces de la RAISG que también trabaja para que los gobiernos y el mundo se enteren que la humanidad está jugando con su propio futuro de manera irresponsable.
—En Perú, la Ley forestal indica que el Estado debería tener un programa nacional de incendios y control de quemas. No lo tenemos. Lo que hay es un plan de gestión de riesgo de quemas que no tiene metas claras de reducción de los mismos. Es en ese contexto, mi país prometió entró a prometer a la comunidad internacional que hasta el 2030 habrá reducido las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin embargo, más de la mitad de esas emisiones proviene de la destrucción del bosque amazónico. Entonces, no se ve por ninguna parte cómo ese compromiso será cumplido porque las autoridades no están a la altura de su mandato.
Para evitar llegar a ese punto de no retorno, a ese momento en el que ya no será posible salvar la vida de la Amazonía, asegura que es necesario que los nueve países que conforman la Amazonía, tomen decisiones políticas y económicas muy claras y puntuales:
—Es preciso renunciar al avance de la frontera agropecuaria que se está perpetrando sobre la selva amazónica y encontrar otras maneras más sostenibles de producir alimentos. Eso es viable. La agroecología es una ciencia que tiene muchas décadas de existir y que ha llegado a altos niveles de sofisticación, pero necesitamos que los gobiernos tomen esa decisión y asuman la responsabilidad con respecto al planeta.
Ráez Luna cree que, si hay personas y pueblos dispuestos a continuar resistiendo contra los embates del capitalismo salvaje, quedará espacio para la esperanza.
La gente de a pie, los que no queman ni deforestan, también tiene un rol en la búsqueda de soluciones. El director ejecutivo del Instituto del Bien Común lanza una propuesta:
“Los pueblos tenemos que hacer que los gobiernos entiendan que la destrucción de la naturaleza no es un camino de desarrollo y progreso, aunque en el corto plazo pueda parecerlo. El ser humano depende completamente de la naturaleza. La naturaleza es un ente dinámico con fuerzas muy superiores a la humanidad. Hemos llegado a un nivel de soberbia extremadamente grave. Hemos llegado a una crisis de la civilización, los indígenas no los están recordando. Si tomo algo, debo devolver, si afecto a algo debo resarcir, de lo contrario estamos destruyendo nuestra propia casa”.
La directora ejecutiva de la FAN en Bolivia, Natalia Calderón, pone también su mirada en la gran advertencia:
—Estamos ante un consenso internacional de que nos estamos acercando a ese punto de inflexión de no retorno causado por el aumento de la deforestación, el cambio de uso de suelo, la degradación de la tierra por la extracción de madera ilegal y los incendios: ingredientes perfectos para que detone esta bomba de la que los científicos venían hablando desde hace mucho tiempo. Esas heridas que han venido penetrando y siendo cada vez más evidentes, a tal punto que las medidas que tomemos para curarlas probablemente no sean suficientes para revertir esa situación.
Natalia Calderón se suma al pedido urgente de que hay que tomar medidas ¡ya!
Ella tiene la convicción de que la atención a la Amazonía tiene que ser planificada y vista de manera íntegra. Eso no ha ocurrido —resalta— porque no hay acuerdo de cooperación bilateral. Las decisiones ocurren en cada uno de los países. Todavía no se la mira como un ente integral que debe ser pensado y planificado. Hay una deuda a nivel de los tratados internacionales.
Para la directora ejecutiva de la FAN, entre los aportes del Informe de Quemas de la RAISG está el visibilizar el rol de las Áreas Protegidas y de los Territorios Indígenas en la conservación de la Amazonía.
—Todos los datos nos muestran que los cambios ocurridos en bosques y vegetación natural no boscosa, se convierten en un incremento de las áreas productivas para la ganadería y la agroindustria.
El modelo de desarrollo productivo está destruyendo los bosques que son fuentes de vida.
Adriana Rojas Suárez, coordinadora del Sistemas de Información
en Colombia, cuenta que en su país las áreas intervenidas por la deforestación y las quemas se concentran en el pie de monte andino amazónico, en una franja al occidente de la Amazonía.
—En Colombia, las personas dejan los árboles en el suelo, esperando que llegue la sequía de octubre que dura hasta febrero. En ese periodo vemos cómo explotan los incendios.
La Amazonía arde por lo menos durante ocho de los 12 meses del año: Los análisis de la RAISG evidencian las diferencias en las temporadas de quema a lo largo del eje Norte-Sur de la región, donde Venezuela, Colombia y Ecuador tienen su temporada de incendios más importante entre los meses de febrero y abril, mientras en Brasil, Bolivia y Perú las ocurren —mayormente— de julio a noviembre. En Guyana y Suriname se observa un patrón bimodal, que incluye los dos periodos señalados en todo el cuerpo amazónico.
La RAISG da un paso adelante a la hora de dar una receta para salvar a la Amazonia:
“Todo este panorama apunta a la urgencia de tomar medidas en los diferentes países de la región para lograr un control efectivo de los fuegos, donde todos los actores son claves a fin de disminuir las presiones sobre los ecosistemas y culturas tradicionales. Es necesario que los gobiernos de los países amazónicos tomen medidas”.
Además, compromete a los dos países con mayores incendios: Brasil y Bolivia —sin quitar responsabilidad al resto de las naciones de la región— para que tomen cartas en un asunto que ya no puede esperar más:
“En este momento Brasil y Bolivia son prioritarios por el inicio de la “temporada” de incendios, de cara —además— a la importancia regional que ambos tienen en las extensiones afectadas y la generación de gases invernadero que eso representa”.
El análisis de la RAISG llega justo cuando los bosques amazónicos se han convertido de nuevo en antorchas medievales, mientras el fuego sigue haciendo de las suyas y todo el ecosistema depende de los caprichos de las lluvias para librarse de las llamas.
Animales huyen aterrados. Los jaguares y las antas, los chanchos troperos y los osos hormigueros, los tapires y las águilas arpías sucumben ante uno de los panoramas más hostiles del planeta. El 12% de todas las especies del mundo están reunidas en la cuenca amazónica. Todas están en peligro. Las quemas también golpean las venas hídricas de la Amazonia y están secando el sistema de agua dulce más grande de la Tierra.
Al universo verde de la Amazonía se le acaba el tiempo.
A la humanidad, también.
Esta crónica periodística ha sido elaborada en el marco del Proyecto “Mapeo y monitoreo del uso de la tierra e incendios en la Amazonía”, de la Red Amazónica de Información Socioambiental Georeferenciada (RAISG), gracias al apoyo de la Fundación Good Energies.
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