Antonio Sánchez Gómez, escritor y abogado ambientalista español, ha lanzado en Bolivia su novela Derrotero, una obra que aborda de manera profunda y comprometida los ataques al medio ambiente en América Latina y la lucha de los defensores de territorio. En esta entrevista, Antonio Sánchez comparte sus motivaciones y experiencias personales que le llevaron a escribir sobre un tema tan delicado. Con una trayectoria de trabajo en terreno en territorios golpeados por el extractivismo, el autor nos revela cómo la realidad de comunidades afectadas por la contaminación y la injusticia ambiental se entrelaza con la ficción de su narrativa.
Durante la conversación, Sánchez reflexiona sobre su colaboración con organizaciones como Dejusticia en Colombia y CENDA en Bolivia, y cómo estas experiencias han influido en los personajes y escenarios de Derrotero. Además, destaca los desafíos de equilibrar la ficción con la realidad para crear una historia que no solo entretenga, sino que también conciencie sobre la problemática ambiental. La novela, ambientada en la Amazonía, se convierte en un vehículo para visibilizar conflictos ambientales y la valentía de aquellos que defienden sus tierras, a menudo enfrentándose a grandes riesgos.
– ¿Qué te inspiró a escribir sobre un tema tan importante y delicado, como son los ataques al medio ambiente en América Latina y por qué decidiste abordar el tema de los defensores de territorio en forma de novela?
– Trabajando como abogado ambientalista en territorios golpeados por el extractivismo, compruebas cómo se repiten sistemáticamente vulneraciones de derechos íntimamente relacionados entre sí: el derecho al medioambiente sano, al agua, a la soberanía alimentaria o a la salud. Cuando llega el día de que la comunidad en cuestión firme la demanda, te das cuenta de que allí solo quedan personas ancianas y enfermas y que el lugar ya es una zona de sacrificio y que todas esas violaciones de derechos apenas se van a sustanciar en un proceso judicial. Ahí empiezas a pensar en cómo visibilizarlo de otras maneras, en este sentido más que una inspiración fue una necesidad.
En cambio, la lucha de los defensores de territorio sí que resulta inspiradora. Porque es gente que pone el cuerpo por delante, sin más interés que la defensa de la vida y luego quedan totalmente indefensos. Durante 2018, colaboré con la organización Dejusticia en Bogotá y todas las semanas nos llegaban noticias de líderes sociales y defensores ambientales muertos. Pero hubo unos días, en verano, en que se produjeron tantos asesinatos que miles de personas se echaron a la calle para expresar su repulsa. Cada manifestante portaba una vela y se iban gritando los nombres de los masacrados. Yo estaba impresionado con aquella demostración y también mis compañeros de allá que decían que hasta ese momento la gente no había salido en masa por miedo, por la violencia que había en el país. Sin embargo, esas condenas a muerte de líderes se dictan desde el Norte global, las transnacionales replican las lógicas colonialistas ante el disidente. Por aquellos días visitaban la organización muchas de aquellas personas amenazadas. Se quejaban de lo desprotegidas que estaban, de que las autoridades no les brindaban ninguna seguridad. Fue ahí cuando empecé a darle vueltas a una historia que narrase el acoso que sufren.
Trabajando como abogado ambientalista en territorios golpeados por el extractivismo, compruebas cómo se repiten sistemáticamente vulneraciones de derechos íntimamente relacionados entre sí.
La portada de Derrotero, publicada en Bolivia por 3600.
– ¿Cómo resumirías las historias y personajes que se encuentran dentro de Derrotero y qué aspectos destacarías como los más impactantes o relevantes?
– Unos defensores de territorio cansados de la impunidad corporativa, se arrojan a la acción directa, a sabotear infraestructuras de petroleras y mineras. Cada miembro del grupo procede de un país de Latinoamérica. Hay un indígena cofán, hay quien vive en la selva, en comunidades andinas o en ciudades. Pero todas son vidas condicionadas por el extractivismo rampante en sus territorios. Unos son víctimas, otros objetores y por tanto objetivos de las transnacionales. Eso es lo que los acaba uniendo. Oriana, por ejemplo, la protagonista boliviana, es una bióloga que lleva años oponiéndose al proyecto hidroeléctrico Rositas, en Vallegrande. Las distintas procedencias de los personajes sirvieron para visibilizar conflictos ambientales enquistados, como ese. Pero también me dio la oportunidad de registrar la diversidad lingüística de la región. Algunos hablan lenguas originarias, y todos tienen en común el español, aunque cada uno usa el propio de su zona. En el caso de Oriana, el español vallegrandino.
– ¿Cuál fue el proceso de investigación que llevaste a cabo para escribir esta novela y cómo integraste los aspectos históricos y culturales de América Latina en tu narrativa?
– En 2019 estaba en la Amazonía ecuatoriana, redactando junto a la Unión de afectados por Texaco, una demanda contra el uso de los “mecheros de la muerte”, esas antorchas donde las petroleras queman gas asociado, generando gases tóxicos que contaminan la cadena trófica y provocan graves enfermedades. Mientras trabajábamos en el caso, en octubre de ese año se produjo el Paro nacional en Ecuador. Como toda la actividad del país, incluida la judicial se suspendió, decidí viajar por unos días. Pero todas las carreteras estaban cortadas, así que me eché a navegar por los ríos que en la selva son las vías de comunicación. Siguiendo el Napo llegué hasta Iquitos en Perú. Es un viaje de logística complicada, por días te quedas varado en comunidades ribereñas hasta que aparece el siguiente transbordo. Durante esas esperas pensé que la cuenca del Napo era un buen escenario para situar aquella historia sobre defensores que había empezado a imaginar en Colombia. Y la narración se convirtió en una suerte de river trip por la Amazonía.
El Napo es una autopista caótica surcada por todo tipo de embarcaciones, desde grandes cargueros a canoas. Y luego están los afluentes, escondidos, recovecos y llenos de actividades furtivas como el contrabando o las dragas de buscadores de oro. Su curso encierra historias oscuras y luminosas, el holocausto cauchero y la obra de Monseñor Labaka; lo habitan madereros ilegales y pueblos con conocimientos ancestrales; recorre lugares espléndidos como el Yasuní y sórdidos como las ciudades mineras clandestinas. Para finalmente desembocar cerca de Iquitos, una ciudad presa de los ríos que a su vez encierra otras muchas. Todos estos elementos de la realidad acabaron integrados en la narración. El bagaje que da la preparación de las demandas en las que he participado, todos esos monitoreos ambientales, entrevistas con afectados, lecturas de informes, también va dejando un poso que creo, se refleja en la novela.
Pero cuando después de escribir la novela, viajé a la cabecera del río Beni, en el Madidi, y llegué a uno de esos asentamientos, me di cuenta de que me había quedado corto con los excesos que ahí se comenten.
– ¿Qué desafíos enfrentaste al escribir Derrotero y cómo lograste equilibrar la ficción con la realidad para crear una historia convincente?
– Que la historia se desarrollara en la Amazonía invitaba a una trama aventurera. Aunque tenía claro que no quería engordar el tópico del infierno verde, ni llenar el texto de anacondas y arenas movedizas. La selva es exuberante, tan barroca que puede llegar a oprimir. Pensé que tal vez se podría transmitir esa sensación de asfixia recargando el lenguaje. De la misma manera, la escritura en primera persona y el tiempo presente facilitan una inmediatez con los pensamientos del protagonista narrador y la traslación de la angustia que sienten los personajes durante su periplo.
Para lograr el equilibrio entre ficción y realidad me ayudó situar la trama en escenarios que conocí y las notas de impresiones tomadas en los mismos. Solo hay un lugar por donde pasan los personajes, la ciudad minera clandestina, en el que yo no había estado y tuve que tirar de inventiva, con temor a excederme. Pero cuando después de escribir la novela, viajé a la cabecera del río Beni, en el Madidi, y llegué a uno de esos asentamientos, me di cuenta de que me había quedado corto con los excesos que ahí se comenten.
Otro reto, tratándose de una novela con una parte política, era evitar el panfletismo. Al incorporar los relatos de personas que conocí, son ellas quienes hacen llegar su realidad directamente, sin lecturas externas ni algarabías.
Un antiguo barco petrolero varado ya abandonado a orillas del río Napo, en Perú. Foto: Antonio Sánchez.
– ¿Cuál es el mensaje principal que esperas transmitir a través de Derrotero y cómo crees que esta obra puede generar conciencia sobre la problemática ambiental en la región?
– Esa historia de aventuras, cuyos personajes optan por el sabotaje, era un caballo de troya para introducir los temas. Pero a medida que avanzaba en la escritura y al tiempo comprobaba que las empresas tienen el poder de frustrar litigios, empecé a considerar que esa respuesta de los protagonistas, la acción directa en defensa de la vida, podría no ser tan desproporcionada. Que ante el escenario de emergencia climática ninguna estrategia debe descartarse, y que tal vez sea una suma de todas la que eviten el colapso. Esto, evidentemente, no lo puedes plantear por cauces legales. Pero la ficción sí da esa posibilidad. Y puede ayudar a adelantarse al discurso criminalizador, que ya está recayendo sobre este tipo de acciones de la sociedad civil. Cuando los verdaderos crímenes son el envenenamiento de los ecosistemas, los desplazamientos forzosos de la población, la creación de zonas de sacrificio o la eliminación física del disidente.
La forma en que están avanzando las conquistas sociales, nos muestra algo similar. Las Constituciones de Bolivia o Ecuador, son pioneras en el reconocimiento de derechos ambientales, reconocen a los ecosistemas como sujetos de derechos y sus instrumentos de protección, como la acción popular o la acción de protección, son referentes en el derecho constitucional comparado. Ambos textos hablan del respeto a la Pachamama y del buen vivir. Pero la realidad en ambos países no tiene nada que ver con todo eso, con sus gobiernos vendidos a un extractivismo depredador. Y al final, se comprueba que las presiones del poder popular están teniendo más incidencia en lo ambiental que el marco jurídico. Aquel paro nacional de 2019 en Ecuador se produjo por las políticas antipopulares del gobierno dictadas por el FMI. Todas las nacionalidades indígenas convergieron sobre Quito, pusieron en jaque al ejecutivo y finalmente le hicieron retroceder. También fueron las organizaciones civiles las que forzaron la consulta sobre la reserva del Yasuní. Por su parte, la boliviana, es una sociedad en permanente movilización, en forma de marchas, vigilias o bloqueos que antes parecían reservados a mineros o sectores cercanos al gobierno. Ahora también se rebelan de esa forma defensores de territorio que hacen frente a la amenaza petrolera, como está pasando en Tariquía o productores agrícolas que luchan por lo suyo, como están haciendo los cocaleros yungeños.
– ¿Qué importancia tiene para ti la publicación de Derrotero en Bolivia (Editorial 3600) y cómo crees que la historia resonará con los lectores bolivianos?
– Mucha, por dos razones. Bolivia es como una segunda casa para mí, tengo amigos y amigas muy queridas allá. Además, es un país donde lamentablemente se condensan las malas prácticas que se denuncian en la novela. Pude comprobarlo recientemente, trabajando junto a la organización CENDA en un caso que resultó paradigmático, el del ayllu de San Agustín de Puñaca. Esta comunidad estaba establecida junto al lago Poopó, en Oruro. Sus pobladores vivieron siempre de la pesca y de la agricultura. Hoy, el lago está seco y el ayllu cercado por la contaminación minera. La copajira ha cargado de metales pesados los cultivos, matando al ganado e incorporando esos metales a los organismos de los comunarios, que están enfermando gravemente. La desaparición de sus medios de vida ancestrales, la pesca y la ganadería, los ha empobrecido y ha obligado a los jóvenes a migrar. Los vertidos mineros proceden principalmente de la estatal Huanuni. Interpusimos una acción popular denunciando la pasividad de las autoridades ante esa situación y finalmente el Tribunal Constitucional falló a favor. El caso también ha llamado la atención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que nos acaba de invitar a tratarlo en su próximo período de sesiones en julio. Sin embargo, de momento, la remediación ambiental a la que obligaba la sentencia no se está cumpliendo, en una muestra más de la impunidad de la que gozan estas empresas.
– ¿Cómo fue la experiencia de presentar “¿Derrotero”, en Bolivia, especialmente considerando el contexto sociopolítico y ambiental del país?
– Muy buena por la generosa acogida de la editorial, las libreras y el público. Pero es que a pesar del maltrato que sufre el medioambiente, en Bolivia hay una sociedad en alerta, concienciada y articulada. Uno anda por la Paz y ve continuamente, pintadas pidiendo la protección del Madidi o por Santa Cruz rechazando los incendios. Hay organizaciones punteras e investigadores bien capos metiéndole al tema y medios de comunicación, como el vuestro, que están informando de lo que sucede lejos de las ciudades. Y muchas defensoras echando el resto en sus lugares. Hace poco tuve oportunidad de ingresar en territorio con algunas de ellas, con Bertha Ayala en los Andes orureños o con Nelly Coca en la reserva de Tariquía. Que valentía, esas mujeres.
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