En el kilómetro cero del camino que va hacia el Área Protegida Municipal y Reserva Forestal del Bajo Paraguá, hay un árbol solitario de almendra Chiquitana que regala una sombra descomunal. Es un ser vivo como salido de otro tiempo donde los conductores de motocicletas y de buses, de camiones y de vehículos privados se estacionan para asegurar la carga, taconear el cachete con hojas de coca o para acomodar la gorra y mirar fijamente el horizonte sin sombra y deforestado a la mala que existe entre ese lugar, las comunidades interculturales que datan de hace varios años y los nuevos avasallamientos que ya penetraron la reserva a golpe de manada. Los conductores toman una última bocanada de aire fresco antes de entregarse a la bravura del sol y a la naturaleza herida que a medida que se va librando de las manos dañinas del hombre — a 110 km más allá— mostrará sus escenarios de postal que aquí apenas se ven reflejados en el único ambiente amable del buen almendro.
El Bajo Paraguá es un tesoro natural al que Bolivia debería cuidar como a la niña de sus ojos. Pero este cuerpo de 1.137.375 millones de hectáreas que conforman el Área Natural de Manejo Integrado Municipal de San Ignacio de Velasco y Parque Municipal Bajo Paraguá Concepción, en el departamento de Santa Cruz (Bolivia), observa silencioso cómo la especie humana está despintando el verde vivaz del bosque y convirtiéndolo en pálidos colores con tierras deforestadas que desde lo alto parecen parches metálicos flotando en un pulmón vegetal donde viven las naciones indígenas Chiquitana y Guarasugwé y más de 1.250 especies de mamíferos y un incontable universo de aves que vuelan sobre una riqueza boscosa, cerrados y humedales que aportan a la vida del planeta.
En total, 1.137.368 millones de hectáreas conforman el Área Natural de Manejo Integrado de San Ignacio de Velasco y Parque Municipal Bajo Paraguá Concepción, en el departamento de Santa Cruz (Bolivia).
El Bajo Paraguá es más que un bosque que tiene el tamaño de la Ciudad de México. El Bajo Paraguá es —lo confirma Rosa Leny Cuéllar, directora técnica de la Fundación para la Conservación de Bosque Chiquitano (FCBC)— la pieza que faltaba para completar un extenso mar verde que conecta la Chiquitanía, el Cerrado y la Amazonía, y unifica el Área Protegida Municipal El Copaibo, la Reserva de Vida Silvestre Departamental Ríos Blanco y Negro, el Parque Nacional Noel Kempff Mercado (PNNKM) (en territorio boliviano), con el Parque Estadual Ricardo Franco (en territorio brasileño). Así, esta región se convierte en un bloque de conservación de casi 4,5 millones de hectáreas de este valioso corredor biológico y de conectividad de sus ecosistemas.
Entonces, lo que le suceda a una de las áreas protegidas —cosas buenas y malas—repercutirá en las otras y en la vida de la biodiversidad que no conoce fronteras.
Una de las vías para ingresar al Bajo Paraguá es por la ruta de Santa Rosa de Roca, una comunidad que se encuentra entre Concepción y San Ignacio de Velasco. Ahí nace el camino de tierra y a partir de ese kilómetro cero el viaje no solo se mide por kilómetros porque éstos pueden ser muy engañosos. Los 328 kilómetros que hay entre Santa Rosa de Roca y Piso Firme —donde termina el Bajo Paraguá y se abre la puerta por la que se entra al gran Parque Nacional Noel Kempff Mercado— se los pueden transitar en 12 horas o en varios días, dependiendo del temperamento del clima y del arrebato de los puentecitos de madera que cada cierto tiempo se quiebran como galletas y obligan a los conductores a disminuir la velocidad para evitar que el vehículo termine bebiendo el lodo en el que se ha convertido el agua de los arroyos atormentados por los largos periodos de sequías provocados por los desmontes. Por eso, los caminos también se miden por tiempo en función al clima y al olvido. En época de lluvia suelen decir: A Piso Firme se llega en un día o dos, pero a Porvenir —el eterno olvidado del Bajo Paraguá— en tres o en cuatro. Quizá en más.
Antes de ver la majestuosidad del bosque en viva presencia a partir recién del Km 110, hay que soportar imágenes tormentosas de deforestación y del avance de la frontera agrícola. También hay que estar preparado para ver comunidades fantasmas que han perforado las entrañas de la naturaleza.
Durante los primeros 106 km—que es la frontera entre las comunidades interculturales y el Área Protegida—no existe una vegetación exuberante. Los letreros de las primeras comunidades empiezan a dar señales desde el kilómetro 30 y paulatinamente irán apareciendo evidentes muestras de producción agrícola y poco afecto por el bosque porque el bosque ya no existe aquí y aparecerá incluso después de que empiece el territorio protegido.
Esos letreros anuncian a las comunidades que están en los límites de la Reserva Bajo Paraguá y son una presión constante para el avance de la deforestación. Si bien muchas de ellas se consolidaron hace varios años, por un proceso planificado de ocupación del territorio y con el aval del municipio de San Ignacio de Velasco, la llegada de nuevos habitantes a la zona abrió la posibilidad de crear nuevas comunidades cercanas que de a poco se van comiendo el bosque.
Y tienen gran apetito.
Así, van asomando La Estrella, Litoral villa Los Tajibos, Comunidad Intercultural Tiraque 24 de Junio, Los Cusis 22 de Mayo, San Martín, Guadalupe, La Unión, Santa María… La lista crece a medida que el camino avanza en línea recta y a veces con alguna curva tímida. En varias de esas comunidades hay mercados y ferreterías, botica y soda fría en las tiendas de las esquinas, alumbrado público y tanque de agua que garantiza a los pobladores el líquido elemento en época seca. Afuera de muchas casas modestas: un tractor, una cosechadora, camionetas y a un costado, tinglados que cobijan bolsas de color azul llenas de maní que fue cosechado en los últimos días.
Después, los indígenas Chiquitanos y Guarasugwé, dirán que durante el gobierno de Evo Morales —y también ahora— existen indígenas de primera y se segunda clase, porque a los llamados interculturales les vienen dotando de los servicios básicos que otras comunidades originarias del interior del Bajo Paraguá no han logrado obtener o lo han conseguido después de muchas penurias, o de haber invertido incluso sus propios recursos o tocado puertas de organizaciones internacionales.
El avance silencioso por el territorio incluso va más allá. La Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC), ha detectado que en la zona de San Martín —a 64 km de Santa Rosa de Roca— se está gestando la creación de un nuevo municipio, que —de concretarse— fragmentaría el territorio de San Ignacio de Velasco y Concepción, poniendo mucha presión sobre los recursos naturales, pero principalmente sobre la conectividad ecológica que tienen la confluencia de áreas vitales como el Parque Nacional Noel Kempff Mercado, la Reserva Forestal Bajo Paraguá, la Reserva del Patrimonio Natural y Cultural de Copaibo de Concepción, la TCO Monteverde, la Reserva Ríos Blanco y Negro, entre otras que confluyen en la zona del departamento de Santa Cruz.
Pero si uno conversa con algunos habitantes de las comunidades interculturales, nadie confirmará que hay planes para crear un nuevo municipio cruceño. Por el contrario, los habitantes son los que hacen las preguntas: ¿A qué han venido aquí?, ¿qué buscan en este lugar? Y se alejarán con una afirmación que se repetirá en la mayoría de las comunidades interculturales: Es el ejecutivo del sindicato el único que puede dar entrevistas. Pero el ejecutivo no está, llegará mañana, está metido en el chaco, ha viajado a Santa Cruz para realizar unos trámites.
La espera se hace larga. El ejecutivo no aparece.
El bosque tampoco.
Antes, sí estuvo ahí.
Los que no faltan son los letreros que anuncian que aquí —sobre el camino— o a la izquierda o a la derecha de la ruta —entrando algunos metros o kilómetros— es tierra de colonización.
Hay letreros —incluso— se atreven a dar una advertencia: Prohibido el ingreso a personas ajenas a la comunidad.
En algunos casos —a pocos metros del letrero— hay una tranca para confirmar que no se puede pasar.
La frontera no es frontera
El Área Protegida del Bajo Paraguá empieza en el km 106 del camino de tierra que nació en Santa Rosa de la Roca.
Pero no es el bosque el que da la bienvenida.
Lo que le suceda a una de las áreas protegidas —cosas buenas y malas—repercuti rá en las otras y en la vida de la biodiversidad que no conoce fronteras.
Quien la da, es una brecha de 8 kilómetros que los avasalladores abrieron en febrero de este 2021 y cuyo costo solamente en oruga y diésel se estima en 1.050 dólares. En las últimas semanas una imagen satelital demostró que los interculturales siguen deforestando en este lugar y que deforestaron cinco hectáreas más al costado de esa brecha que —ahora— en el lugar de los hechos, queda confirmado que es una herida abierta que —lejos de cicatrizar— avanza como una gangrena.
En total son ocho los desmontes que suman una deforestación de 106 hectáreas. Tras los avasallamientos colocan los letreros que anuncian la existencia de nuevas comunidades que —en realidad—no lo son. Son solo esqueletos enclenques. Palos plantados con alguna pared de madera y calaminas clavadas a la apurada. Solo por citar algunos ejemplos, en los kilómetros 112 y 116 —dentro del Área Protegida— hay dos letreros que mienten. Apenas un vestigio de que aquí llegó un grupo de interculturales que con una oruga convirtió el paraíso del bosque en un cementerio de árboles caídos en desgracia. En ambos lugares lo que hay son vestigios de avasalladores: mesas y asientos de troncos cortados con motosierras, palos enclenques de casuchas sin paredes y con algún hule en el techo hecho jirones.
Comunidades fantasmas. Eso es lo que son
En cada brecha abierta, la historia se repite: chapapas construidas a la rápida y troncos por aquí y por allá. Pero si uno camina por una senda que muestra señales de haber sido abierta con una oruga, puede ver un desmonte mayor, una habitación de madera en construcción, una letrina sin paredes y una mesa con platos de plásticos vacíos, la mitad de un tomate y un cuchillo grande de esos que usan en las carnicerías.
Hay comunidades fantasmas.
Y en uno de esos asentamientos, presencia humana.
Solo hace falta elevar la mirada y también bajarla al suelo para comprobar que hay avasalladores en esa zona del Área Protegida Bajo Paraguá: arriba, en el cielo —de donde pende un sol redondo y ardiente— se puede ver una torre de humo que nace muy cerca de aquí; abajo, unos casquillos de escopeta completan el panorama.
Un campamento de avasalladores interculturales en el Bajo Paraguá.
Los avasalladores, además de perpetrar desmontes, también son autores de focos de fuego.
Aquí —literalmente— la presencia de los avasallamientos confirma que las leyes bolivianas no se cumplen: El Bajo Paraguá es Reserva Forestal, Área Protegida Municipal y tierra fiscal no disponible. En teoría, tres corazas legales que lo deberían proteger contra todo atentado que lastime el bosque y su ecosistema. Pero en Bolivia, a pesar de que el INRA confirmó que negó 59 solicitudes de dotaciones de tierras, los avasallamientos siguen, la deforestación avanza y los avasalladores no han sido expulsados.
Antes de ver la majestuosidad del bosque en viva presencia a partir recién del Km 110, hay que soportar imágenes tormentosas de deforestación y del avance de la frontera agrícola. También hay que estar preparado para ver comunidades fantasmas que han perforado las entrañas de la naturaleza.
El 18 de junio de 2021, el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), después de haberse fijado en sus archivos y base de datos, confirmó a través de un informe técnico que este pulmón verde y herido de Bolivia se encuentra registrado como tierra fiscal no disponible y aclaró que no inició ni iniciará procesos de dotación en esa zona de la Chiquitania.
Con el informe técnico legal del INRA, los avasallamientos en el Bajo Paraguá son oficialmente ilegales. Pero eso, en la realidad, no tiene ninguna fuerza, hasta ahora, porque los avasalladores se siguen campeando libres y sin frenos.
Siguen deforestando.
Con la confirmación del INRA, el Bajo Paraguá tiene en papeles y en teoría tres escudos protectores, tres candados que están unidos uno a otro, amparados por las leyes bolivianas que en la práctica son vulneradas por avasallamientos y desmontes perpetrados por los llamados interculturales.
Mientras las leyes y normas se las vulneran cada día, los impactos negativos de los asentamientos humanos avanzan como una gangrena sobre el cuerpo del Bajo Paraguá: se habilitan nuevos caminos que permiten el ingreso de más asentamientos humanos, continúa la deforestación, se realizan quemas que afectan el suelo y la biodiversidad del bosque, se generan focos de calor que pueden convertirse en incendios forestales, se activa la caza y pesca indiscriminada, ocurre una fragmentación del ecosistema, se reducen las posibilidades de corrector de conectividad de la selva, se genera mayor presión sobre el bosque remanente, la flora y la fauna son perturbados, se ponen en riesgo su reproducción y los cambios en el paisaje de la zona son evidentes.
Muy evidentes.
Diferentes como el día y la noche.
Donde hay asentamientos y avasallamientos, el monte alto del bosque amazónico está extinto. A los costados del camino cuesta encontrar una sombra para aliviarse de las altas temperatura y no se ve ningún animal silvestre cruzar la ruta o espiar por entre los barbechos.
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El bosque recién empieza 20 kilómetros después de que nace el Área Protegida. Es evidente el cambio. Aquí, la naturaleza es exuberante, los árboles de ambaibos saludan inclinándose a los costados del camino y las melenas de las palmeras son peinadas por el viento.
La primera comunidad indígena aparece fusionada a la naturaleza. La Nación Guarasugwé (o guarasu´wé) está a la derecha del camino, se llama Picaflor y está en el corazón del Área Protegida Bajo Paraguá, en la región norte de la Chiquitania, en el Distrito 7 del municipio de San Ignacio de Velasco.
Las 16 familias Guarasugwé viven en casas de madera construidas con sus propias manos. En Picaflor hay dos pensiones que ofrecen almuerzo y cena a los conductores que van hacia Piso Firme, Porvenir, Remanso o a otros núcleos pequeños que hay en el trayecto. En una de esas pensiones vive Ignacia Saucedo Frey: 54 años de edad, diez hijos y con su padre Juan Saucedo, de 92 años, meciéndose en la hamaca de dos plazas en el interior de la habitación.
Ignacia dice que Picaflor apenas tiene ocho años, que quienes aquí viven se han venido de Porvenir donde eran vecinos de familias Chiquitanas, que han tomado la decisión de emigrar para que su cultura y su nación no sea fusionada por otra, para resucitar su idioma.
“Vivo tranquila. No me falta la clientela, gloria a Dios. Yo cocino majadito, bife, chorrellana, comida brasilera. Mis clientes son bolivianos y brasileños. Hay una escuela, pero solo hasta sexto”, cuenta, y cuando aún está con la palabra en la boca, su sobrino Julio Chuvé, grita desde una banqueta donde está sentado en el otro extremo de la habitación, que el Estado no corre con el sueldo del profesor, que cada padre de familia paga Bs 150 (más de 20 dólares) para el sueldo del docente. Aclara que él es Chiquitano, que se ha casado con una Guarasugwé a quien le ha chupado la lengua y que eso ya lo convierte en uno más de la comunidad.
Afuera de muchas casas modestas: un tractor, una cosechadora, camionetas y a un costado, tinglados que cobijan bolsas de color azul llenas de maní que fue cosechado en los últimos días.
A Ignacia Saucedo Frey le preocupa que la lengua Guarasugwé se pierda, dice que solo conoce una que otra palabra de su idioma madre, que se la enseña a los niños y que ella —a su vez— se retroalimenta de su papá. Pero como don Juan está muy anciano, a veces las palabras se le escapan de la puerta de su boca y se van volando justo cuando está por decirlas.
—Los que saben están en Bella Vista— dice.
Bella Vista es el lugar de origen de los guarasuwé. O por lo menos, uno de tantos.
Ahí todavía vive un puñado de familias indígenas.
Bella Vista está dentro del Parque Nacional Noel Kempff Mercado, a cinco horas de un viaje por tierra y luego tres en lancha a motor fuera borda.
Para llegar a esa cuna de los Guarasugwé hay que navegar los ríos Paraguá y el Itenez. Antes hay que llegar a Piso Firme.
Pero eso será después.
Ahora, Ignacia Saucedo está contando que en Picaflor también gobierna el olvido estatal. Dice que el agua que toman proviene de una noria que cada familia tiene, que la energía eléctrica también es generada por cada vecino que tenga la capacidad para comprarse un motor, que ella cuenta con uno y que la luz alumbra sus noches desde las 19:00 hasta las 22:00 y que a veces hasta más tarde, dependiendo de si hay o no clientes en su pensión.
—Comer a ciegas a nadie gusta— dice.
En Picaflor está el cruce de dos caminos. Al final de la comunidad hay que tomar una decisión: seguir recto por la ruta que nació en Santa Rosa, o girar a la izquierda. Si uno ha optado por seguir el trayecto, se enterará que la salud del bosque se pondrá mejor, que los árboles son cada vez más altos y que habrá tramos en los que no se verá el sol porque la vegetación es capaz también de cubrir el cielo. De rato en rato también aparecerán los zorros y los jochis, los osos meleros y los tejones. Desde las copas de los árboles cantarán los loros y las parabas y las pavas silvestres caminarán a sus anchas por el camino angosto, hasta que el motor delator del vehículo en el que viajamos las ahuyente lentamente hacia las ramas de los árboles.
El día se ha ido y el camino se ha convertido en un pasadizo oscuro. Las copas de los árboles que lo cubren todo no permiten que la luna entre. Un punto de luz aparece a lo lejos y se va agrandando hasta convertirse en una motocicleta donde viajan dos personas a las que se les ven las siluetas oscuras como la noche.
Por una rendija del bosque aparece un paraíso al que llaman Porvenir: el alumbrado público alumbra a las casas de madera que guardan grandes distancias unas de otras, al surtidor de combustible que no funciona y que parece un animal prehistórico abatido por alguna plaga mortal, a los árboles que custodian un campo despejado ancho como una pista pero que en realidad es una avenida por donde transitan más motocicletas que vehículos de cuatro ruedas.
La gente del campo suele dormir temprano. Algunas de las casas están a oscuras.
La de Maida Peña, no.
Importancia y valor de Bajo Paraguá
La creación de las áreas protegidas municipales de Bajo Paraguá es producto del esfuerzo de las comunidades locales expresado a través de sus autoridades, liderado por los Gobiernos Autónomos Municipales de San Ignacio de Velasco y Concepción, iniciativa impulsada por la Dirección de Recursos Naturales del Gobierno Autónomo Departamental de Santa Cruz y la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC) desde el año 2015. El inicio fue un par de Encuentros Interinstitucionales por la Protección y Conservación de la Reserva Forestal Bajo Paraguá, con participación de más de 40 instituciones y organizaciones que generaron espacios de diálogo para encontrar mecanismos de consenso.
Y desde el año 2018, a través del proyecto ECCOS, co-financiado por Unión Europea, y ejecutado por la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano y cinco instituciones socias, se brindó un importante apoyo al proceso que condujo a la creación de las áreas protegidas: Área Protegida Municipal del Bajo Paraguá de San Ignacio de Velasco y Parque Natural Municipal Bajo Paraguá Concepción.
Bajo Paraguá —según la FCBC— es un espacio de vida de los habitantes de las comunidades indígenas originarias, quienes propusieron a sus autoridades gestionar mayor seguridad de conservación del territorio y sus recursos naturales, dada la inminente amenaza por el avance acelerado de la deforestación y avasallamiento de tierras en la Chiquitania y Amazonía. Entonces, las Leyes de creación de estas áreas protegidas en el Bajo Paraguá son instrumentos legales que otorgan mayor protección territorial y cultural para las familias que viven al interior y en su entorno.
Bajo Paraguá es la pieza, de más de 1 millón de hectáreas, que faltaba formalizar para completar este extenso mar verde que conecta la Chiquitanía, Cerrado y Amazonía, y unifica el Área Protegida Municipal El Copaibo, la Reserva de Vida Silvestre Departamental Ríos Blanco y Negro, el Parque Nacional Noel Kempff Mercado (en territorio boliviano), con el Parque Estadual Ricardo Franco (en territorio brasileño). Así, esta región se convierte en un bloque de conservación de casi 4,5 millones de hectáreas de este valioso corredor biológico y de conectividad de sus ecosistemas.
Hay letreros —incluso— se atreven a dar una advertencia: Prohibido el ingreso a personas ajenas a la comunidad.
Estos bosques se encuentran en muy buen estado de conservación. Al ser potenciales captadores de carbono, productores de oxígeno y reguladores de la temperatura local, regional y mundial, aportan significativamente a la mitigación del cambio climático. Adicionalmente, previenen los riesgos de desastres naturales porque ayudan en la prevención de seguías e inundaciones. Albergan una alta biodiversidad de flora y fauna, algunas de ellas son especies únicas y emblemáticas en términos de aquellas que requieren territorios amplios, pero también especies vegetales potencialmente forestales que ofrecen recursos maderables y no maderables. Además, mantienen los recursos hídricos, fundamentales para asegurar la producción de alimentos y la vida.
Bajo Paraguá es un orgullo para las comunidades Chiquitanas y Guarasugwé que viven en su interior, quienes históricamente subsisten de los recursos del bosque, porque les otorga mayor seguridad de vida y garantía de subsistencia para sus futuras generaciones. Ahora, estos habitantes locales batallan para evitar nuevos asentamientos humanos, frenar la deforestación, prevenir incendios forestales y principalmente hacer respetar sus derechos y determinaciones propias.
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Para llegar a Piso Firme desde Porvenir, hay que retornar a Picaflor y de ahí doblar a la derecha para continuar por un camino más ancho que se recorre en cuatro horas durante la época seca que cada año es más larga y dolorosa.
Las huellas de los incendios forestales del 2019 y del año pasado continúan recordando a los que transitan por esta ruta, que con el fuego no se debería jugar. Hay zonas con troncos en pie, sin hojas ni ramas. Solo palos verticales que se han quedado sin sombra. Un bosque convertido en manchas de barbechos, acuíferos en suelo agrietado, puentes de madera sobre el que no pasa ningún río. Cuando la herencia del fuego desaparece, entonces entra en escena verdadero bosque amazónico. Una vegetación espesa, árboles frondosos que forman parte de 256 especies nativas y donde viven 1.273 especies de animales vertebrados que se hacen visibles el rato menos pensado.
Llegar a Piso Firme no es una desesperación. El viaje se hace corto gracias a que el bosque, mientras uno ingresa en él, va mostrando sus misterios, va contando sus historias en tiempo real, los tucanes van mostrando sus picos de colores, los monos capuchinos se mecen de las ramas, las colas de los zorros desaparecen en la espesura de la selva.
Piso Firme aparece el encuentro
Hortencia Gómez Peña es la cacique de Piso Firme, vive en una de las casas de la comunidad que a su vez es también un hotel que es custodiado por dos gansos que se bañan en un lavador de aluminio para burlar el calor inclemente de las tres de la tarde.
—La sequía se siente con mucha fuerza después de cada incendio. Antes, en época de sequía llovía de vez en cuando. Ahora ya no. La deforestación y los incendios están matando nuestro mundo— dice.
Hortencia quiere que el mundo que vive fuera de Piso Firme se entere que las áreas protegidas deben ser en verdad protegidas y que el Bajo Paraguá corre verdadero peligro.
En algunos casos —a pocos metros del letrero— hay una tranca para confirmar que no se puede pasar.
—Los avasallamientos de nuestro territorio nos afectan. Estamos preocupados porque las autoridades no hacen nada, pese que el INRA ya dijo que los asentamientos en el Bajo Paraguá son ilegales.
Las 145 familias que viven en Piso Firme no quieren que se repita lo que pasó el año pasado, cuando se quedaron sin agua para beber, para bañarse, para lavar las verduras en plena pandemia. El río Paraguá llegó a tener una profundidad de medio metro y el agua tuvieron que pedirla prestado de los animalitos.
Los avasallamientos disminuyen el bosque y al haber menos bosque las lluvias se hacen menos frecuentes.
Eso lo sabe Hortencia Gómez.
—Hay un solo pozo para la comunidad. Se está secando también. El 2020 se secó y ahora nos abastecemos de las norias que tienen poca agua.
La casa hotel de Hortencia está frente al Paraguá.
De rato en rato pasan las lanchas con motor fuera de borda surcando las aguas diáfanas del río amazónico.
Piso Firme es una de las puertas que permite entrar al Parque Nacional Noel Kemff Mercado.
El río Paraguá se une aguas arriba con el río Iténez y ese encuentro producen un espectáculo natural constante. Las aguas azuladas del primero se fusionan mansamente con las verdosas del segundo.
El director interino del Noel Kempff se llama Elmar Peña Barberí, tiene 45 años y la gente de Piso Firme está contenta porque es el segundo nacido en esa comunidad que llega a ser la máxima autoridad del parque.
Lo es desde el 23 de julio y logró ese puesto después de 15 años como guardaparque abnegado. Elmar no ha parado de trabajar: combate, con sus 21 hombres los focos de incendios que se están dando dentro del parque. Todos los días se levanta de la cama con el propósito de impedir que ocurra lo del año pasado cuando se quemaron 11.000 hectáreas dentro del PNNKM y para planificar otro reto que se ha propuesto: reabrir el turismo dentro del Noel Kempff el año que viene.
—El pueblo pide a gritos que retorne el turismo porque es una fuente de ingresos económicos para el área protegida. Con el turismo uno hace control, protección y vigilancia.
El director del Parque también adelantó que para noviembre se está planificando una gran expedición para recorrer por agua el Noel Kempff desde la naciente del río Verde hasta la desembocadura del Iténez.
—Sería la primera vez en la historia— dice, orgulloso.
Está parado a un costado del letrero que dice que aquí es Piso Firme.
—Un paraíso, dice.
Son las 9:00 y las sombras de los árboles van echando cuerpo en la medida en que el sol avanza sus pasos sobre el cielo enorme y azul.
Los avasallamientos todavía están lejos de aquí.
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Para Rosa Leny Cuéllar, directora técnica de la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano FCBC, la creación de las áreas protegidas municipales de Bajo Paraguá son producto del esfuerzo de las comunidades locales expresado a través de sus autoridades, liderado por los Gobiernos Autónomos Municipales de San Ignacio de Velasco y Concepción, iniciativa impulsada por la Dirección de Recursos Naturales del Gobierno Autónomo Departamental de Santa Cruz y la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano desde el año 2015.
—El inicio fue un par de encuentros interinstitucionales por la protección y conservación de la Reserva Forestal Bajo Paraguá, con participación de más de 40 instituciones y organizaciones que generaron espacios de diálogo para encontrar mecanismos de consenso— recuerda.
Un atardecer en Piso Firme.
Bajo Paraguá —explica— es un espacio de vida de los habitantes de las comunidades indígenas originarias, quienes propusieron a sus autoridades gestionar mayor seguridad de conservación del territorio y sus recursos naturales, dada la inminente amenaza por el avance acelerado de la deforestación y avasallamiento de tierras en la Chiquitanía y Amazonía. Entonces, las Leyes de creación de estas áreas protegidas en el Bajo Paraguá son instrumentos legales que otorgan mayor protección territorial y cultural para las familias que viven al interior y en su entorno.
—Los bosques, al ser potenciales captadores de carbono, productores de oxígeno y reguladores de la temperatura local, regional y mundial, aportan significativamente a la mitigación del cambio climático. Adicionalmente, previenen los riesgos de desastres naturales porque ayudan en la prevención de seguías e inundaciones. También albergan una alta biodiversidad de flora y fauna, algunas de ellas son especies únicas y emblemáticas en términos de aquellas que requieren territorios amplios, pero también especies vegetales potencialmente forestales que ofrecen recursos maderables y no maderables. Además, mantienen los recursos hídricos, fundamentales para asegurar la producción de alimentos y la vida— detalla Rosa Leny Cuéllar, que —enfatiza— Bajo Paraguá es un orgullo para las comunidades Chiquitanas y Guarasugwé que viven en su interior, quienes históricamente subsisten de los recursos del bosque, porque les otorga mayor seguridad de vida y garantía de subsistencia para sus futuras generaciones.
—Ahora, estos habitantes locales batallan para evitar nuevos asentamientos humanos, frenar la deforestación, prevenir incendios forestales y principalmente hacer respetar sus derechos y determinaciones propias.
Para José María Tarima, profesional de la Dirección de Conservación del Patrimonio Natural, de la Gobernación de Santa Cruz, la importancia del Área Protegida Municipal del Bajo Paraguá (APM) de San Ignacio de Velasco con categoría ANMI (Área Natural de Manejo Integrado), debe ser analizada desde un contexto socioambiental a partir de su vinculación con diferentes unidades territoriales.
—Esta APM es parte de la Reserva Forestal del Bajo Paraguá, dentro de la jurisdicción del municipio de San Ignacio de Velasco, en este sentido, es importante conocer más a fondo la situación legal y los valores de conservación de la Reserva. Esta masa boscosa permite que una población o conjunto de poblaciones de una especie pueda relacionarse con individuos de otra población en un territorio fragmentado. También se puede decir que es la capacidad de conexión entre ecosistemas similares en un paisaje fragmentado; esta conexión se realiza mediante corredores ecológicos.
José María Tarima asegura que la ubicación geográfica de esta Área Protegida Municipal del Bajo Paraguá juega un rol de eslabón de conectividad ecológica; se encuentra vinculada a otras áreas protegidas de importancia nacional y subnacional. —En su lado Este, limita con el Parque Nacional Noel Kempff Mercado (PNNKM), área protegida de importancia nacional y reconocida por la UNESCO como patrimonio de la humanidad (2001). Al oeste, está relacionada con la Reserva Municipal de Patrimonio Cultural y Natural del Copaibo del Municipio de Concepción (APM Copaibo), el Parque Natural Municipal de Concepción (2021), que a su vez están conectadas con la Unidad de Conservación de Patrimonio Natural Refugio de Vida Silvestre Ríos Blanco y Negro, todas tienen relevancia regional y precisamente esa capacidad que da a las poblaciones de la misma especie para conectarse con otras poblaciones de otras áreas o regiones, es donde radica su importancia —detalla con la solvencia que le da su experiencia de haber caminado por todas estas áreas protegidas.
Tarima considera que la creación del APM del Bajo Paraguá brinda mayor seguridad jurídica para su conservación y para que los administradores de la misma cuenten con el respaldo legal para realizar una gestión más efectiva.
—Esto es particularmente importante, ya que en nuestro país la experiencia nos ha demostrado que las reservas forestales son vulnerables a asentamientos no planificados y cambio de uso de suelo, como lo ocurrido en la Reserva Forestal El Choré y en Guarayos, también en el departamento de Santa Cruz— lamenta.
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Ricardo Franco herido de muerte
Los corredores ecológicos no conocen fronteras.
El Parque Estadual Ricardo Franco (en el estado brasileño de Mato Grosso), que cuenta con 158.621 hectáreas, es también parte importante del corredor biológico que se suma al Bajo Paraguá, Área Protegida Municipal El Copaibo, a la Reserva de Vida Silvestre Departamental Ríos Blanco y Negro y el Parque Nacional Noel Kempff Mercado. Entre todos suman 4.590.311 hectáreas conectadas con la Chiquitanía, Cerrado y Amazonía.
Donde hay asentamientos y avasallamientos, el monte alto del bosque amazónico está extinto. A los costados del camino cuesta encontrar una sombra para aliviarse de las altas temperaturas y no se ve ningún animal silvestre cruzar la ruta o
espiar por entre los barbechos.
Pero esta interconectividad está siendo afectada
Denildo Da Silva Costa, 36 años de edad, funcionario de la alcaldía de Vila Bela de Santísima Trinidad, especialista en Ciencias Ambientales, investigador de la Universidad del Estado de Mato Grosso (UNEMAT), sobre etnología Chiquitana, frontera Brasil y Bolivia, medio ambiente y Recursos naturales, revela que el Parque Ricardo Franco se encuentra en un estado grave.
—La verdad, todo el Brasil vive una crisis constitucional y política. El medioambiente es uno de los sectores más afectado a causa del agronegocio. El Parque no se configura con su propuesta original de ser un corredor ecológico entre el Noel Kempff Mercado. Muchas de sus áreas están ocupadas con haciendas de producción de soya, maíz y ganado.
Denildo Da Silva también cuenta que el Ricardo Franco es víctima de las quemas criminales, del hombre que trata el mundo con la visión del agronegocio, que se necesita, de manera urgente, la conformación de una comisión binacional para buscar soluciones conjuntas a esta problemática ambiental.
Otra fuente que conoce la realidad del Parque y pidió no revelar su nombre por temor a represalias, denunció que el Ricardo Franco ha sido tomado por las haciendas y que ni siquiera la Secretaría de Medioambiente de Mato Grosso puede ingresar porque dentro del Parque hay productores agrícolas y ganaderos que han encerrado el área protegida y que tienen bien guardadas las llaves para que no entren a fiscalizar lo que ocurre adentro.
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La travesía se va acercando a su fin. Atrás van quedando Picaflor, Bella Vista, Piso Firme, Porvenir, la meseta enlutada del Noel Kempff Mercado, el Bajo Paragua, los letreros de las comunidades interculturales y fantasmas. También las voces musicales de los Chiquitanos y de los Guarasugwé: de Juan Pascual Durán —el profesor que es cacique, párroco y profesor de todos los niños de Bella Vista—, de Hortencia Gómez que contempla el atardecer diáfano sobre el río Paraguá, la sonrisa despreocupada de Maida Peña cuando no está llorando por culpa de los avasallamientos, la fortaleza de Rolvis Pérez que de la nada ha levantado en Porvenir una planta procesadora de asaí que ha tenido el poder de que los que emigraron con hambre de trabajo retornen a sus casas que estaban vacías.
Atrás han quedado ya los bosques que todavía quedan en este mundo.
En el kilómetro cero del camino de tierra que nace y termina en Santa Rosa de la Roca, la gran sombra del solitario árbol de almendra Chiquitana, se ha extraviado en el estómago de la noche caliente por el resplandor de los incendios forestales.
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