
En San Ignacio de Velasco, la destrucción del bosque tiene nombres y apellidos, pero también instituciones que permiten y no están a la altura. Mientras unas pocas propiedades concentran un tercio de la deforestación, la falta de control y sanción por parte del Estado permite que el desmonte avance con total impunidad, alimentando un modelo de ocupación territorial basado en el saqueo de los ecosistemas.

San Ignacio de Velasco, con 3,4 millones de hectáreas de bosque chiquitano —el 6,2% de los bosques de Bolivia—, se ha convertido en el epicentro de la deforestación en Bolivia. Mientras los incendios también consumen millones de hectáreas cada año, las comunidades indígenas luchan por sobrevivir en esta región donde la codicia devora un paraíso natural y amenaza con extinguir su legado ecológico y cultural.

San Ignacio de Velasco: aquí, el bosque se apaga en el silencio ensordecedor que dejan la maquinaria de los desmontes y los incendios. Cada año, el cielo se tiñe de humo, asfixiando el horizonte y ocultando los cuerpos de agua que agonizan y secan el alma del territorio.

En Roboré, corazón del bosque seco chiquitano, más de 36.000 hectáreas han sido autorizadas para el desmonte entre 2016 y 2024 por la Autoridad de Bosques y Tierra (ABT). De ellas, 21.000 hectáreas están en zonas que deberían destinarse a manejo forestal sostenible, pero que hoy figuran en documentos oficiales como tierras desmontadas. Según datos obtenidos por el Movimiento en Defensa del Valle de Tucabaca, la deforestación avanza con sello del Estado, y su impacto se extiende sobre fuentes de agua, especies únicas y comunidades que han aprendido a vivir en equilibrio con el bosque. Esta es la historia de una destrucción que devora la vida.

Es oficial: el Ministerio de Medio Ambiente confirmó que en 2024 se quemaron 12.658.157 millones de hectáreas, el 11,5% del territorio nacional. Por primera vez desde 2010, más de la mitad de la superficie afectada fue bosque: casi 7,2 millones de hectáreas.

En Roboré, comunidades del Valle de Tucabaca claman por el río San Lorenzo, su sustento vital, pero la justicia no dio sentencia el pasado viernes 4 de abril, como se esperaba. Ordenó una fase de pruebas, dejando en vilo a cientos de familias que resisten la pérdida de agua frente a un ganadero que —denuncian— que taponeó el río. Una historia de lucha y espera.

La columna de Stasiek Czaplicki y Vincent Vos cuestiona el dogma del agroextractivismo que a través de los incendios y desmonte nos encaminan al colapso ecosistémico y reivindica a los frutos amazónicos como base de una economía más justa, arraigada en el bosque, donde el ‘’desarrollo’’ no se mide en exportaciones, sino en bienestar, equidad y dignidad.

En resumen, y para no hacerle perder el tiempo al lector que vino buscando una respuesta contundente: No, no vale la pena explotar el litio en las condiciones actuales. No tiremos por la ventana el dinero que no tenemos. Es, simple y llanamente, un mal negocio: económico, social y ecológico.

El desabastecimiento y el aumento de precios en Bolivia reflejan fallas estructurales del modelo agroexportador y respuestas gubernamentales ineficaces frente a la crisis alimentaria.

La falta de voluntad política en el Senado pone en pausa un proyecto de ley respaldada por la sociedad civil para frenar incendios y desmontes.
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