Las puertas del infierno están instauradas en los bosques de Santa Cruz (Bolivia). La raza humana ha puesto su veneno una vez más y lo ha hecho sin misericordia. Animales silvestres están tendidos encima de una cama de ceniza caliente. En diferentes rincones de la Chiquitania y de otras zonas atormentadas de Bolivia, la selva es ya un panteón de árboles y de lagartos y capiguaras, de pájaros que antes cantaban, de chanchos troperos, de osos meleros y de muchas otras especies víctimas del avance de la frontera agrícola en zonas no aptas para el cultivo extensivo, del tráfico de tierras, de la deforestación ilegal y de aquella que tiene el permiso cómplice de las autoridades, de los avasalladores que están destrozando las Áreas Protegidas y que dicen que son pobres pero que desmontan con orugas que su dios dinero y político puede pagar.
El pueblo —los pueblos— desilusionados de la especie humana, solo esperan que los cielos hagan el milagro: que caiga la gran lluvia sobre las dos docenas de incendios activos que no descansan en nueve municipios de Santa Cruz y en siete Áreas Protegidas afectadas. En lo que va del año, la devastación ambiental ya ha consumido 600.000 hectáreas de bosques, pastizales y de todo un ecosistema que —solitario— también espera un milagro del cielo, porque de los hombres ya nada bueno pueden esperar.