Solo una carretera separa a los verdugos del Bosque Seco Chiquitano, el más extenso de América del Sur y uno de los pocos que ya quedan en el planeta. A la izquierda de la ruta entre San José de Chiquitos y San Miguel de Velasco, las orugas hambrientas de un puñado de empresarios agroindustriales ya se han comido miles de hectáreas de árboles y no paran ni en pandemia ni durante conflictos políticos y sociales. Al frente de esta destrucción, es decir, a la derecha de la vía donde una compañía china está construyendo el asfalto de 202 kilómetros hasta San Ignacio, cientos de colonos que se hacen llamar interculturales y que son afines del Gobierno Nacional, también lo están desgraciando: perforan el monte en parcelas de cinco o de veinte hectáreas. Algunos, tumban la selva, se van y retornan cuando se enteran que algún comisionado del INRA llegará para comprobar si están cumpliendo la Función Económica Social (FES) que exige la ley de dotación de tierras. Otros, se dedican a producir carbón en hornos de barro que tampoco descansan, aunque el mundo o el país se estén cayendo. Muchos interculturales llegan con el discurso de que son pobres y necesitan un pedazo de tierra, cuando en realidad tienen capital para deforestar con orugas y comprar miles de litros de diésel para mover la maquinaria para consolidar los desmontes.
En el medio de las deforestaciones de los agroindustriales y los colonos, está la carretera donde muchos hombres trabajan día y noche en la obra caminera como si a los costados no pasara nada porque los unos y los otros han dejado una cortina vegetal que oculta los arañazos de los desmontes.
Interculturales y agroindustriales unidos por un mismo propósito: deforestar uno de los principales pulmones del planeta porque el bosque les estorba en su objetivo común de ganar dinero, porque la tierra, afeitada y sin árboles —para ellos— es —o lo será en algún momento— oro puro.
El Bosque Seco Chiquitano es único en el mundo, se encuentra en una zona de transición entre la Amazonía y el Chaco y tiene el pergamino de ser el mejor conservado. Pero esa realidad está cambiando por todos los golpes que se le da día y noche. Bolivia puede gritar a los cuatro vientos que tiene una joya entre las manos, que guarda en su seno al Bosque Seco Chiquitano: un cuerpo vegetal que de los 24 millones de hectáreas que se extienden en Sudamérica, 14 millones de hectáreas están en el país. El resto, cruza la frontera hacia el norte de Paraguay y un pedacito llega hasta el Brasil de Jair Bolsonaro que odia a muerte la selva.
En ese universo terrenal, la vida libra sus mayores festines y el bosque no mezquina espacios a especies de una biodiversidad única en el mundo. Pero, además —generoso como es— el Bosque Seco Chiquitano —pese a lo que el ser humano le está haciendo— aporta la posibilidad de un desarrollo socioeconómico sostenible, garantiza la seguridad alimentaria de comunidades indígenas y de todo un país, es fuente de por lo menos medio centenar de plantas medicinales invaluables de pueblos ancestrales, fuente de agua limpia y segura para personas y animales, motor generador de lluvias y escudo protector de los suelos y de toda la naturaleza que absorbe y fija carbono que el mundo necesita para ponerle un alto al cambio climático.
Sólo en el Bosque Chiquitano existen 246 especies de árboles forestales, por lo menos 90 frutos, hojas, cortezas y raíces para el consumo humano durante todo el año. El paquío —por ejemplo— es un excelente alimento y —a la vez— medicina que previene y cura la gastritis; el aceite de copaibo tiene la fama ganada de ser un antiinflamatorio que se extrae, de manera sostenible, del árbol de copaibo, y la raíz del cutuqui que ha sido utilizada durante toda la pandemia como tratamiento contra el Covid-19.
El Bosque Seco Chiquitano es también frágil como un niño debido a su lenta capacidad de regeneración tras los golpes de la deforestación y por lo menos otros siete enemigos que no lo dejan dormir. Pero también, es fuerte como un gladiador ante los embates de las sequías que ahora pueden durar más de seis meses continuos durante el año.
Puede soportar estoicamente la sequía extrema, pero cae rendido a los ataques de las orugas de la gran industria y de los avasallamientos.
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La deforestación avanza como una lava caliente por el cuerpo del Bosque Chiquitano. Entre 1986 y 2016 se perdieron 1,1 millones hectáreas en toda la ecorregión y desde el 2017 hasta la fecha no ha parado la tala indiscriminada. De continuar la tendencia de ocupación actual, se estima una perdida adicional de otras 4,4 millones ha entre el 2016 y 2040. A esas cifras se suman las pérdidas producidas por los incendios forestales: En el año 2019, el fuego arrasó 5,5 millones de hectáreas en el país, el 90% en territorio cruceño, el 2020 se afectaron cuatro millones de hectáreas y en lo que va de este 2021 ya se superó el millón de hectáreas quemadas. No es un desconocimiento que gran parte de las Tierras de Producción Forestal Permanente pasaron inconsultamente a ser territorios para desarrollar la agricultura y la ganadería a gran escala. A esto se suma que el 2015, en el gobierno de Evo Morales, se aprobó la Ley 741, que da la facultad para amplía la deforestación de cinco a 20 hectáreas en tierras con cobertura boscosa de producción forestal permanente.
—En el Bosque Chiquitano es donde se está produciendo la mayor expansión de la frontera agrícola, revela y lamenta Roberto Vides, director de la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC).
Roberto Vides — biólogo y ecólogo con grados de licenciatura y doctorado en Argentina y con maestría en manejo de vida silvestre en Costa Rica— sabe por qué lo dice. Conoce la problemática y tiene muchas pruebas para confirmarlo. Aquí, da a conocer una de ellas:
—Tenemos el mapa de una empresa que compra soya no solamente en Bolivia, sino en Argentina, Paraguay Brasil. Dentro de ese mapa hay zonas que ellos llaman Peceras de Expansión de la soya. Esta firma busca producir soya con cero deforestaciones a partir del 2030, lo que significa que hasta el 2030 todo lo que ellos tienen identificado como peceras de expansión, van a pasar de bosques a campos agrícolas. Entonces, no me cabe la menor duda, en decir que el área de mayor expansión agropecuaria e industrial de Bolivia se está dando en el Bosque Seco Chiquitano.
Su voz es firme y cada palabra vertida sustenta lo que viene después.
Bolivia puede gritar a los cuatro vientos que tiene una joya entre las manos, que guarda en su seno al Bosque Seco Chiquitano: un cuerpo vegetal que de los 24 millones de hectáreas que se extienden en Sudamérica, 14 millones de hectáreas están en el país. El resto, cruza la frontera hacia el norte de Paraguay y un pedacito llega hasta el Brasil de Jair Bolsonaro que odia a muerte a la selva.
A este ritmo de devastación boscosa, durante las próximas dos o tres décadas —según el director de la FCBC— la tendencia es que vamos a quedarnos solo con la mitad o menos del Bosque Chiquitano. Entonces, esa tendencia, como ha ocurrido en Colombia, Ecuador, en Centroamérica o en África, donde ya casi no existen bosques secos tropicales, es lo que debemos evitar.
Si se compara con los bosques tropicales de África, de Centroamérica, el de Bolivia —a pesar de tantos golpes que recibe— sigue siendo el bosque seco tropical mejor conservado. Pero eso sería como comparar a una persona que tiene una enfermedad grave con otra que tiene una terminal. Por eso, el término de “mejor conservado” está en juego cada jornada.
—Lo que es correcto decir es el que Bosque Chiquitano todavía mantiene integridad ecológica. Pero esa integridad es la que está fuertemente amenazada— advierte Roberto Vides.
Tan grave es el problema en Bolivia y en el resto del mundo, que la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), en el Congreso Mundial de la Naturaleza celebrado en Marsella (Francia), entre el 3 y el 11 de septiembre de este 2021, ha emitido una resolución que declara prioridad la conservación de los bosques secos tropicales en Sudamérica.
Esa instancia mayor y mundial, reconoce que los Bosques Secos Tropicales (BST) son altamente frágiles y vulnerables a los contextos de transformación actual y a escenarios de intensificación de las sequías y fuegos, y que albergan organismos únicos adaptados a condiciones de estrés hídrico, importantes en las estrategias de adaptación al cambio climático.
La UICN observa que el conocimiento de la biodiversidad y el funcionamiento ecológico del BST es insuficiente y que más del 98% de las coberturas actuales de este tipo de ecosistema se encuentran en peligro de extinción a nivel global, como consecuencia de diversas amenazas por el cambio de uso del suelo y el cambio climático.
La resolución considera que en las Américas se encuentra el 54% de todos los Bosques Secos Tropicales del mundo, particularmente en Sudamérica y que sólo el 5% de estos bosques están legalmente protegidos.
La UICN destaca que en países como Colombia y Ecuador permanecen sólo el 8% y 2% respectivamente de los BST originales, y que aún existen bloques importantes como el Bosque Seco Chiquitano, Cerrado y el Chaco tropical (Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay), cuyas tasas de deforestación son crecientes y alarmantes. Señala que los recientes estudios basados en la Lista Roja de Ecosistemas indican que en las Américas los Bosques Secos están en peligro de colapso y que en el período seco de 2019 se han quemado más de dos millones de hectáreas, sobre todo en Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay. La institución internacional es consciente de que el 66% de los reservorios de agua dulce en las Américas están asociados a los Bosques Secos Tropicales y que más de 100 millones de personas dependen de estos ecosistemas, siendo fuentes de seguridad alimentaria y especialmente de agua para pueblos y comunidades indígenas.
Ante toda esa dura realidad, el Congreso Mundial de la Naturaleza de la UICN, en su sesión de Marsella, solicitó al su director general que haga un llamado a todos los Estados, y en particular a los de Sudamérica, para que realicen esfuerzos orientados a la evaluación del estado de conservación de los ecosistemas de los Bosques Secos Tropicales, involucrando a los pueblos indígenas y comunidades locales y siguiendo los protocolos de la Lista Roja de Ecosistemas de la institución; determinen el valor biológico y económico de las funciones ecosistémicas de estos bosques en estrategias de desarrollo socioeconómico y de adaptación al cambio climático; establezcan como prioridad el incremento de la superficie protegida de los BST bajo diferentes figuras jurídicas; y promuevan procesos y mecanismos de incentivos económicos y sociales para el resguardo de estos bosques en esquemas de producción agropecuaria sostenible. \nREEMPLAZAR IMAGEN \n
Bety Jaldin, niña de Miraflores acarrea agua en un pequeño balde.
El documento también insta a los organismos internacionales y programas de las Naciones Unidas, especialmente a la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), al Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), al Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), a la Plataforma intergubernamental científico-normativa sobre diversidad biológica y servicios de los ecosistemas (IPBES), y a la Organización Internacional de las Maderas Tropicales (OIMT), a que tomen en cuenta la condición de fragilidad y el estado de deterioro de los BST de Sudamérica y establezcan y/o promuevan agendas conjuntas que incorporen acciones de conservación, manejo efectivo, restauración y uso sostenible de estos ecosistemas involucrando a los pueblos indígenas y comunidades locales.
Para finalizar, la resolución insta a la oficina regional sudamericana y a la Comisión de Gestión de Ecosistemas (CGE) de la UICN, que promuevan una estrategia regional, mediante uno o más eventos, con participación de los miembros, de especialistas en ecología y manejo efectivo de los Bosques Secos Tropicales y pueblos indígenas y comunidades locales, enfocado a generar incidencia a nivel de los Estados, el sector privado y la sociedad civil para apoyar la conservación de estos ecosistemas.
Hasta hace pocos años nadie conocía el Bosque Seco Chiquitano y su inusual importancia ecosistémica como generador de agua para humanos y animales, regulador del clima regional y de conservación de biodiversidad. El mundo comenzó a saber que había un bosque seco tropical que se llamaba Chiquitano y que estaba en Bolivia, con los primeros trabajos de la FCBC, que fueron conocidos en todo el mundo.
El 2019, todo el mundo estaba viendo a la Amazonia como a la única víctima de los incendios forestales. Roberto Vides, junto a otros colegas de Bolivia y del exterior, escribieron un artículo corto, que fue publicado velozmente por la prestigiosa revista Science, a través del que revelaron que también el Bosque Chiquitano estaba siendo sometido a los incendios.
“Contamos que los incendios no solo estaban vinculados al cambio climático, sino, a la expansión de la frontera agrícola y a la presión sobre el cambio de uso del suelo. Entonces, dijimos: ‘Algo tenemos que hacer’. Debemos comunicar al mundo lo que está sucediendo en los bosques secos tropicales de Sudamérica y especialmente del Chiquitano en Bolivia. A partir de allí, un grupo de organizaciones miembros de la UICN de países tanto de América del Sur como de América del Norte fueron gestando una propuesta de resolución al congreso de Marsella.
Dos años después de aquellas primeras gestiones, el trabajo dio sus frutos y ahora la UICN emitió una resolución que hace un llamado a los gobiernos de los países del mundo, y en especial de América del Sur, a que prioricen la protección de sus bosques secos tropicales.
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El reloj avanza y los enemigos de la naturaleza lo hacen a pasos largos. En la década de los 80 del siglo XX, alrededor del 98% del área del Bosque Chiquitano estaba cubierto de vegetación y la extensión en Bolivia era de 18 millones de hectáreas. El riesgo es que, dentro de veinte años, si es que el Gobierno no toma serias cartas en el asunto para salvar este pulmón mundial, el Bosque Chiquitano desaparezca —y con ello— el 47 por ciento del departamento de Santa Cruz que está ocupado por este ecosistema, se convierta en un desierto.
“Hasta hace diez años hablábamos de un plan de conservación del Bosque Chiquitano. Hoy tenemos que estar hablando ya de un plan de restauración”, advierte el director de la FCBC.
Sólo en el Bosque Chiquitano existen 246 especies de árboles forestales, por lo menos 90 frutos, hojas, cortezas y raíces para el consumo humano durante todo el año. Lamentablemente, En el Bosque Chiquitano es donde se está produciendo la mayor expansión de la frontera agrícola.
El trabajo está cuesta arriba porque ahora no solo hay que proteger el bosque, sino, curarle las heridas y evitar que lo sigan desangrando.
Dentro de los grandes desmontes que están a la izquierda de la ruta San José a San Rafael, los cuerpos de los árboles están acostados y metidos en un sueño inmortal. La oruga que los ha arrancado de la tierra continúa su faena destructora en el fondo del horizonte. Al Este y Oeste, al Norte y al Sur. Por donde uno mire la selva ya no está y lo que se ve en el fondo, ese verde pletórico, nido de aves y dueño de sombras centenarias que parece un oasis, es muy probable que mañana ya no esté, porque la maquinaria de la deforestación engulle cada hectárea en cinco horas y en ese tiempo consume 140 litros de diésel, que todos los bolivianos subvencionamos, y que termina con todo un ecosistema que tardó siglos en construirse. Al frente, la tala avanza gota a gota, pero con la misma onda destructiva porque le quita la conectividad a la naturaleza y tras un avasallamiento llega otro.
A un costado de la carretera hay un bus y de él han bajado varias personas. Entran con machetes, con motosierras, con sillas de plásticos, con bolsones gordos en los que pareciera que llevan ropa. El chofer advierte que uno observa el panorama. Les hace un ademán para que aceleren el paso. La gente se mete en el monte. A cien metros, una senda delgada lleva a un horno de barro donde los interculturales producen carbón.
Hasta hace dos décadas había 300 comunidades indígenas en toda la Chiquitania. Ahora, hay más de 1.300. No es que la población originaria de tierras bajas haya crecido. Lo que ha pasado es que el Bosque Chiquitano ha sido tomado por avasallamientos o asentamientos o dotaciones de tierras a campesinos de tierras altas, atraídos por un suelo que no es apto para la agricultura a gran escala y —en muchos casos— impulsados por un tráfico de tierras bajo la mirada distraída de las instituciones del Estado. Pero en la realidad, esas más de 1.000 nuevas comunidades no son reales, son fantasmas en las que no habita nadie y solo está amparada por un puñado de casuchas levantadas con palos y hules hecho jirones por el sol que cae con fuerza porque la sombra, en esos lugares, es cosa de un pasado reciente. Incluso hay lugares en las que desde el costado de la carretera se ve cómo arden los árboles caídos. Los colonos los convierten en cenizas y si uno se acerca para tomar fotografías se atreven a gritar: ¡A quién has perdido permiso! ¡Fuera de aquí! En el kilómetro 69 aparece la única cuesta de la ruta. No han perdonado ni siquiera esa pendiente. Los árboles arden uno tras otro a lo largo del camino. Desde la cima de ese empinado, si uno vuelva la mirada, la desolación corona lo que uno había venido viendo desde el ras de la carretera:
Un mundo sin sombra.
También, sin agua.
En Miraflores, en el kilómetro 90 de la carretera entre San José de Chiquitos y San Rafael de Velasco, el agua se vende como se vende una vaca o la gasolina. Aquí, la mayoría de sus habitantes sufren de sed durante gran parte del año porque el líquido vital ya es un lujo. Solo los que pueden pagar el agua, que sale de un pozo artesiano privado y cuyo dueño lo vende al raleo, tienen la posibilidad de aliviar con mayor solvencia el golpe de las altas temperaturas que corona un escenario literalmente apocalíptico en la gran Chiquitania de Bolivia.
Miraflores va creciendo cada día, alimentado por el movimiento que generan los avasallamientos y las haciendas cuyos propietarios —algunos de ellos— las manejan a control remoto desde Brasil. El consumo de agua va en aumento a tal punto que en los últimos meses dos pozos artesianos de servicio público han colapsado. Dos bombas de agua, en su intento de chupar hasta la última gota de un manantial agotado, se han fundido y, con ello, el pueblo ha quedado con los baldes y los turriles vacíos. Ante la desesperación, en octubre amenazaron al alcalde de San Rafael, Jorge Vargas, que si no se les abastecía de agua iban a bloquear la carretera y, con ello, también impedir que avance la construcción del asfalto. Para evitarlo, el alcalde se ha comprometido en enviarles dos cisternas de 30.000 litros de agua cada uno, a la semana. Los que no pueden esperar, se ven obligados a comprar el agua que un vecino les hace a pedido.
—Imagínese que, si nosotros no tuviéramos el pozo de agua, pobre gente aquí en el pueblo, no sé qué harían. Nosotros hicimos perforar en esta nuestra propiedad privada. El pozo nos costó 20.000 dólares y tiene una profundidad de 170 metros. No es solo hacerlo, sino, mantenerlo— dice Julia Veliz, mientras se toma un respiro en su tienda de abarrotes que queda sobre la carretera, a tres kilómetros antes de llegar a Miraflores. Hace unos minutos estaba ocupada vendiendo a dos personas brasileras que tienen sus haciendas dentro de la Chiquitania, y dentro de unos minutos se concentrará en atender a dos jóvenes llegados del altiplano boliviano, y que ahora viven en nuevas comunidades conformadas en el municipio de San Rafael.
Julia Veliz dice que no está cobrando por el agua, sino, por el transporte.
—Llevamos en un tractor el tanque de 1.500 litros hasta la casa de quien nos los solicite, y por eso, deben pagar 50 bolivianos. Aquí tienes que cuidar el agua de tal forma que no puedes darte lujo de desperdiciar ni una gota. En esta parte de la Chiquitania no llueve. Y si usted entra 60 km por ese camino de más allá, se va a encontrar con decenas de comunidades, con hornos donde están haciendo carbón.
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A este ritmo de devastación boscosa, durante las próximas dos o tres décadas —según el director de la FCBC— la tendencia es que vamos a quedarnos solo con la mitad o menos del Bosque Chiquitano. Entonces, esa tendencia, como ha ocurrido en Colombia, Ecuador, en Centroamérica o en África, donde ya casi no existen bosques secos tropicales, es lo que debemos evitar.
Ese camino angosto del que habla Julia Veliz empieza a lo diagonal de su casa y supera los 100 km de distancia. Es una puerta hacia una de las tantas mecas de la deforestación que existe en el Bosque Seco Chiquitano. Penetra hasta el Área Protegida Municipal Reserva de San Rafael, que fue creada el 2006 y que tiene una extensión de 69.143 hectáreas.
La ruta es angosta, ondulada y repleta de curvas cerradas. Saltan a la vista acuíferos que agonizan como un animal sediento: tierra quebrada, hexágonos imperfectos. En el centro, la pupila de un ojo pequeño de lodo atrae a un bato que picotea desesperadamente, empujado por su sed de quién sabe cuántos días. Cinco kilómetros más allá, una vaca está en peligro de muerte. Su cuerpo está atrapado en el fango de una laguna y mira con unos ojos cansados, hundidos, entregados a los rayos del sol que no son aliviados por ninguna sombra porque el árbol más cercano de ahí está a muchos metros de distancia.
El puestero de una hacienda que está a un kilómetro de donde agoniza la vaca, dice que no se habían percatado de la vaca atascada, que es común que los animales, en su afán de tomar las últimas gotas de agua que quedan en los atajados, queden atrapadas en el lodo. Son las 10:00 y hace tanto calor que parecen las tres de la tarde.
De ahí para adelante, la desolación sigue su curso. A veces, grandes extensiones de deforestación: el silencio eterno, sin aves en los cielos ni en las ramas de los árboles porque los árboles ya no están. O si están, sus cuerpos largos duermen hasta que el sol los seque y después, alguna mano de hombre sin pena los convierta en fogatas que con el primer viento brincarán sus llamas como cabritos hacia el bosque en pie y los incendios forestales avanzarán sin que exista poder humano que los apaguen.
A cinco minutos de ese ambiente sin árboles aparece una habitación de barro con una galería de madera. Está tendida una hamaca color naranja donde mese su jornada Blanca Pedraza.
—Aquí es Santa Teresita de Surutú que tiene siete años de vida— dice, y refuerza su saludo dando a conocer que ella es la ejecutiva departamental de la agrupación Bartolina Sisa, una organización compuesta por mujeres afines al Gobierno y al Movimiento Al Socialismo (MAS).
Aclara que la docena de familias que vive en Santa Teresita es originaria de la Chiquitania, que son como un lunar en toda la zona porque en todo el trayecto existen por lo menos 30 comunidades que no tienen más de dos años de antigüedad y que nacieron a causa de los asentamientos orquestados por la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB) que también es afín al actual Gobierno.
Pero advierte algo: “Es muy probable que no encuentre a nadie en esas comunidades. Quizá solo haya gente donde producen carbón. Hay por lo menos ocho hornos que arden día y noche”.
Ella dice que la causa para que estén deshabitadas es la sequía, la falta de agua, que el único pozo que existe en la zona es el que está a cien metros de donde se encuentra ella, que cuando llegan a pedir agua la regalan sin problemas, a cambio de que cuando se arruine la bomba ayuden a repararla.
Blanca Pedraza también cree saber qué es lo que está causando la sequía y el calor sofocante: “Yo creo que los desmontes afectan. El bosque ya no tiene la capacidad para ayudar a que caiga la lluvia”.
Jorge Vargas, alcalde de San Rafael de Velasco muestra el mapa de asentamientos.
La opinión de Blanca Pedraza coincide con la de muchos especialistas medioambientales, biólogos y científicos que confirmaron un montón de veces que el agua no nace del cielo, sino, que asciende de la tierra; que es la traspiración del bosque elevada hacia la atmósfera, para luego formar nubes que se descargan en forma de lluvia, y que en todo ese proceso hay un papel importante que juega el bosque: los árboles absorben la humedad desde la tierra y la lanzan al ambiente. Esto, por evaporación va formando nubes y posteriormente lluvias.
Desde la casa de Blanca Pedraza se ven dos caminos que llevan a diferentes lugares. El de la derecha, avanza hacia el Oasis del Cuchi, uno de los lugares más tristes de este mundo: una habitación de ladrillo sin revocar en el centro de un lugar desolado. Sus ocupantes han derribado cada árbol para dar de comer a un horno tragón que después de una digestión de fuego de 15 días los convierte en carbón.
Pero si se va por la derecha, el panorama no mejora. Aparecen letreros por aquí y por allá: En uno dice: Comunidad 14 de Septiembre. Solo hay casuchas sin habitantes y alguna ropa tendida en las ramas de algunos arbustos. El olor a humo llega empujado por algún viento lejano y entonces, para ver lo que está pasando en las entrañas del Bosque Seco Chiquitano, es mejor extender el sentido de la vista. El dron asciende a las profundidades de un cielo opaco, plomo como panza de burro. Aun así, la cámara puede hacer una radiografía escalofriante: los árboles están en llamas y muy cerca, las chapapas de las supuestas comunidades. El fuego avanza a los costados de caminos internos que aparecen el rato menos pensado. La señales de GPS confirman que los desmontes y los incendios están dentro del Área Protegida Municipal Reserva de San Rafael. Desde arriba, el color de las cenizas prevalece. El fuego va comienzo los frutos de la tala pero también el monte en pie. El dron toma fotografías y graba videos. Las corrientes de viento lo mecen al aparato que tiene que gastar más energía para mantener la estabilidad en el aire. El control remoto dice que tiene cinco minutos para retornar hasta el lugar de donde ha partido y quedar a salvo. Pero la batería no soporta los embates del viento y el dron cae a dos kilómetros de distancia. Rescatarlo es un deber, una necesidad. Pero los intentos quedan truncados porque el fuego a derribado un árbol y el camino queda anegado. Entonces, el único camino es bajarse del vehículo, correr zigzagueando las bocas de fuego y cuando el GPS del mando a distancia indica que por esa zona ha aterrizado el dron, solo aparecen las lenguas de las llamas que, con seguridad, han convertido al aparato en un puñado de escombros. “Después de sobrevolar más de 222 km de áreas protegidas y tierra de vocación forestal, documentando deforestaciones ilegales; después de salir en varias portadas de la prensa mostrando las atrocidades que hace el hombre, me despido de ti, mi fiel Mavic Air2. Te pido perdón por ignorar tus numerosas señales diciéndome que el viento estaba muy fuerte para llegar al punto de encuentro y —por nada más— caer víctima de las brasas ardientes de los árboles caídos a causa de la ambición de los humanos. Espero que tu último viaje en un área protegida no haya sido en vano y llegue a generar la conciencia deseada”. Así se ha despedido el piloto del dron, después de haber ido tras él y —en ese camino— tragado humo mientras corría, mientras miraba por las rendijas del fuego.
El último video que hizo Mavic Air2 y que quedó grabado en el celular desde donde se lo monitoreaba, muestra las columnas de árboles caídos que parecen costillas de cenizas sobre el cuerpo de un ecosistema atacado por las manos dañinas del hombre, de muchos hombres.
Al retornar al camino principal pero igual de angosto, el paisaje hostil es persistente. Alguien, en su afán por cuidar la selva, ha colocado un letrero que no tiene autoridad. Dice: “No botar basura, Áreas Protegida Municipal”. Basura no hay, pero sí reina la deforestación y varias comunidades sin habitantes. Algunos carteles incluso son difíciles de leer porque están siendo consumidos por los barbechos: “Comunidad intercultural Monte Sinaí”. Solo eso.
A seis kilómetros, en un corredor con techo de calamina, cuatro hombres se protegen en la sombra caliente del techo y una camioneta Toyota Hilux descansa estacionada a pocos metros de ellos. En un árbol que está a la entrada, dice que aquí es la comunidad La Vertiente. Uno de ellos acepta dar una entrevista. Dice que se llama Eduardo Maldonado, que entre todos suman 30 habitantes, pero que no puede quedarse a vivir porque la falta de agua lo impide, que los que más sufren son sus hijos, que por eso se turnan para entrar y salir, con el fin de cumplir la Función Económica y Social (FES) que pide la ley para conseguir los papeles de las tierras. También cuenta que ha sido el Estado el que les ha dado ese pedazo de bosque que ya no es bosque, que cuentan con resolución del INRA, que entre varias comunidades ponen cuota para pagar el servicio de un tractor para que les mantenga transitable el camino, y que la sequía es culpa del calentamiento global.
De ahí para adelante, el panorama se repite: una devastación monótona: deforestación, incendios, letreros de comunidades fantasmas, uno que otro ser humano en ellas para hacer creer que ahí vive gente; hornos de barro con la panza ardiendo, y un puñado de personas embolsando el carbón. Y los caminos que se bifurcan, se reencuentran, atemorizan. Si uno se queda mirando el horizonte silencioso, puede llegar a pensar qué cosas estarán ocurriendo adentro. El retorno es como mirar una película en color sepia de atrás para adelante: las mismas escenas y los mismos escenarios. Lo único que rompe el ritmo de esta película de la realidad es lo que ocurre en el atajado donde estaba la vaca atrapada en el fango. Ahora ya está liberada de ese tormento. Su cuerpo está acostado en el suelo, en la superficie de una tierra ondulada. Parece muerta pero no está. Sus ojos están abiertos y miran en silencio. Los cuatro hombres que la han rescatado están mojados de tanto sudar.
—Va a vivir. Con una buena hidratación para a sobrevivir —dice uno de ellos y mira a su alrededor. Busca una sombra para poder llevarla a que descanse. Pero no hay ni un árbol ni una sombra a poca distancia.
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Al llegar a la carretera troncal, Miraflores enseña sus turriles y sus baldes, sus tanques de plásticos y vasijas sin agua que aguardan en las entradas de las casas. Están ahí para cuando pase el camión cisterna de la Alcaldía de San Rafael, vierta el líquido vital desde la acera, a través de una manguera gruesa que irá llenando los recipientes para que los habitantes tengan agua para beber, para preparar sus comidas, para lavar la ropa que secará al sol en solo unas horas.
El alcalde de San Rafael, Jorge Vargas, dice que su municipio ya se ha declarado en Desastre a causa de la sequía y de los incendios y que ya lo ha dado todo para ayudar a la naturaleza y a los habitantes; que la economía está pendiendo de un hilo, que hay problemas serios de agua en varias comunidades, entre ellas, en Miraflores, un lugar que está creciendo de forma exorbitante por el tema de los interculturales que llegan todos los días. Puntualiza que ahí, “dos de los tres pozos artesianos se han secado y por eso les estamos llevando agua en cisterna”.
—Los colonos vienen con la resolución debajo del brazo, se nos meten en nuestra área protegida de conectividad biológica entre el Bosque Seco Chiquitano y el Pantanal. He contabilizado ya 25 resoluciones y dos comunidades con más de 90 hectáreas desmontada dentro del área protegida y que tienen planes de deforestar 691 hectáreas con permiso del INRA y de la ABT —enfatiza el alcalde, que lamenta que también denuncia más cosas: “No solamente desmontan, hacen carbón con nuestros montes. Hay dos hornos carboneros dentro de nuestra reserva”.
Trabajos para el asfaltado de la carretera San Jose-San Ignacio de Velasco.
Jorge Vargas dice que incluso hay comunidades de dos y de tres pisos.
—¿Qué significa eso?
—Que alguien con poder estatal entregó resoluciones de asentamientos en un mismo lugar a varias comunidades y que ahora se están peleando entre ellas. Esto ocurre porque la realidad es que en esta zona de la Chiquitania no hay tierra para sembrar, ni siquiera para sacar para una maceta, porque la de aquí es tierra con vocación forestal, no agrícola, porque puede que el primero, el segundo, el tercer año brote la soya o el sorgo, pero que después ya será suelo inútil.
El alcalde hace números: Dice que en su municipio hay 22 comunidades originarias y 130 de interculturales, la mayoría de ellas, deshabitadas, pero ya con el daño realizado, es decir, con los lunares de deforestación latiendo en la Chiquitania.
Un palo blanco es una persona boliviana que presta su nombre para que un extranjero —o un inversionista nacional que prefiere mantenerse en el anonimato— no sea descubierto violando la ley o realizando inversiones que lo puedan comprometer.
De San Rafael a San Miguel hay 39 km de distancia y de ahí a San Ignacio 31 km. La construcción de la carretera asfaltada por una empresa China, mal señalizada, obliga a tomar mayor prudencia en la ruta. A lo largo del viaje una realidad recurrente: deforestaciones extensas por la agroindustria o tala por aquí y por allá de los asentamientos que tumban árboles y luego, la mayoría, se va. Roberto Vides, de la FCBC grafica muy bien los daños que provocan todos los autores de los desmontes: “Muchas veces cargamos la tinta contra los interculturales y nos olvidamos que los agroindustriales, sobretodo extranjeros y menonitas, son los principales autores del cambio de uso del suelo en la Chiquitania.
Aclara que todos —cada uno a su modo— causan daño. Si un gran agroindustrial tumba ciento o miles de hectáreas en pocos días, varios interculturales deforestan de a poco, pero la suma, genera grandes problemas en la selva. Roberto Vides dice que la acción de estos últimos la puede comparar con una hoja de papel a la que están perforando con un palillo. “Eso es lo que están haciendo con el bosque los interculturales. Lo están perforando”.
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San Ignacio de Velasco recibe a los visitantes con el calor natural de su clima que siempre se mete en los temas de las conversaciones cotidiana: “Hace mucho calor”, dice alguien, como si el calor recién hubiera sido inventado. “Es que cada vez hace más. La temperatura va en aumento”, fundamenta. Cómo no va a hacer más calor si cada vez hay menos árboles. Un estudio de la FCBC, en el Centro de Estudios del Bosque Seco Tropical, Alta Vista, comprobó que en las zonas donde hay bosque, durante la época de calor, hace 5°C menos y, en tiempo de frío, 3°C grados centígrados más. Es decir, la vegetación ayuda a refrescar en verano y calienta el ambiente durante el invierno.
El ojo de la laguna de San Ignacio está pequeño porque la deforestación también arrastra los efectos de su tragedia hacia este recurso hídrico vital para los más de 30.000 habitantes. Pero si uno sigue camino hacia el noreste, rumbo a la frontera con Brasil y recorre 124 kilómetros de un camino ancho y ondulado, podrá observar en viva presencia cómo el monte se ha esfumado, se ha ido como el agua entre los dedos de la humanidad. Solo hay grandes desmontes y ganado pastando con el cuerpo entero al sol, en ambos lados de la vía de tierra que —varias de las estancias — pertenecen a ranchos que en realidad son de un solo propietario brasilero de Mato Grosso que compró a través de palos blancos todas esas tierras que eran originalmente de privados bolivianos.
“Como un solo propietario no puede tener más de 5000 hectáreas, una misma empresa maneja 30.000, 50.000 100.000 hectáreas, pero con distintos nombres y con diferentes palos blancos. Así es como están realmente generando este encadenamiento de cambios de uso del suelo de una manera voraz y veloz”, ha enfatizado Roberto Vides.
Un palo blanco es una persona boliviana que presta su nombre para que un extranjero —o un inversionista nacional que prefiere mantenerse en el anonimato— no sea descubierto violando la ley o realizando inversiones que lo puedan comprometer.
Un estudio de la FCBC ha confirmado que “existen 19 estancias ganaderas, algunas de las cuales hacen uso agropecuario con desmonte de grandes extensiones – sin árboles – para la introducción de pastos cultivados (modelo de propietarios brasileros) que ocasiona un alto impacto sobre los ecosistemas”.
Oswaldo Maillard, responsable del Observatorio del Bosque Seco Chiquitano, recuerda que el verdadero valor e impacto económico del bosque, a los bolivianos y la humanidad entera, se da por el rol vital que desempeña; sus funciones ambientales, de las cuales la sociedad obtiene importantes y esenciales servicios para el bienestar humano. Estas funciones —asegura— incluyen el mantenimiento de la biodiversidad, la regulación del ciclo del agua y el clima, a través del secuestro de carbono y el enfriamiento de la atmósfera. Enfatiza que la salud y el bienestar de los bolivianos están estrechamente relacionados con los bosques y que, además, éstos albergan un rico patrimonio natural y constituyen un rasgo inequívoco de las culturas locales.
“Sin embargo, estas son poco conocidas y valoradas, y como consecuencia de esto, la deforestación se incrementa de una manera alarmante sin que se tome conciencia de lo que realmente se pierde por cada hectárea de bosque que desaparece. A los procesos de la deforestación y degradación se adiciona el deterioro por los incendios forestales. El fuego se ha vuelto un problema de conservación, producto del inadecuado manejo del fuego en los chaqueos, la agricultura mecanizada y el manejo de pastizales para la ganadería”, lamenta Maillard, que propone mirar lo que estamos perdiendo.
Dice: “Este bosque contiene especies de fauna emblemáticas del continente y del país como el jaguar, el tapir o el oso hormiguero, entre otras 1200 especies de vertebrados. La presencia de estos bosques en los alrededores o en las proximidades de estos campos de producción, aporta nutrientes, flora y fauna, que contribuyen a mejorar o mantener la fertilidad y, por consiguiente, la seguridad alimentaria. A su vez, estos bosques constituyen fuente de alimentos, como frutas, semillas, raíces, no sólo para las comunidades locales, sino también para consumo de poblaciones urbanas. Además, el bosque chiquitano, es parte de un conjunto de bosques a nivel global, responsables de la regulación del clima regional y local, del mantenimiento del carbono atrapado en los bosques, cuya liberación con el fuego incrementaría los gases de efecto invernadero a nivel global”.
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Carmen Miranda, bióloga y presidenta ejecutiva de la Fundación Savia, considera que lo que está sucediendo en el Bosque Seco Chiquitano es un crimen que Bolivia la va a pagar muy duro, porque este ecosistema debe ser considerado esencial por la tremenda fragilidad de su suelo, y que no debe ser transformado en áreas de agroindustria.
Valora que los pueblos indígenas siempre han sabido manejar el bosque porque son parte de él, y que saben que la vegetación es la que garantiza las lluvias y que sin árboles no hay agua.
Explica que el Chiquitano es un bosque endémico, que eso significa que es original del lugar, que ha nacido y crecido ahí, que es poco probable que esa misma estructura de la que está compuesta haya desarrollada en otro lugar del planeta.
Sofia Fernandez, naturista de Santiago de Chiquitos, elabora remedios con plantas de la zona.
“Hasta hace pocos años, la salud del Boque Chiquitano era excelente. Lamentablemente la construcción de la carretera Santa Cruz—Puerto Suárez y la deforestación, están significado la destrucción de este ecosistema único en el mundo”, lamenta.
Freddy Rivero, presidente de la Asociación de Comités de gestión de áreas protegidas del Chaco, Chiquitania, Pantanal y Amazonia, quiere que el mundo siempre tenga presente que los servicios ambientales, como el agua, dependen de los bosques. Citó, por ejemplo, un estudioso científico brasileño que afirmaba que un árbol coposo de la Amazonia le brinda alrededor de 1000 litros de agua al día al ser humano.
Coincide en que la principal amenaza que tiene el Bosque Seco Chiquitano y varias áreas protegidas son, sin duda, la deforestación.
“Están talando en zonas que no son aptas para la agricultura. Existe producción de soya en suelos que antes tenían bosque y que eran de vocación forestal, no agroindustrial. Les dará producción durante cuatro años y buscarán más tierra para seguir de deforestando”, advierte con aplomo.
La diputada nacional María René Álvarez preside la Comité de Medioambiente, Cambio Climático, Áreas Protegidas y Recursos Forestales de la Cámara de Diputados. Desde ese sitial, también considera que entre los grandes enemigos del Bosque Seco Chiquitano están la masiva deforestación y los “avasallamientos consensuados con el Gobierno Nacional que les regala las tierras fiscales a sus allegados, bajo la excusa que es para una necesidad social.
“Vienen avasalladas desde hace una década. Suficiente tiempo para darnos cuenta qué pasa cuando se entrega la tierra sin haber hecho un estudio sobre su impacto de cambio de uso de suelo. Esas tierras terminan siendo de personas privadas que se dedican al monocultivo”, ha dicho la diputada, que también ha remarcado que las comunidades indígenas se ven obligadas a desplazarse porque sus tierras empiezan a ser tomadas por interculturales.
Desde su morada en San Lorenzo Nuevo, Hermelinda Espinoza, vicepresidenta de la OTB de esa comunidad que queda en el municipio de Roboré, lanza una advertencia: “Se está acabando el bosque”. Los incendios, la deforestación y las heladas le traen tristes recuerdos: “Costó levantarnos del incendio del 2019. Para colmo, este año nos atacó la helada. Nuestra producción de alimentos la perdimos. El fuego y el frío son igual de perjudiciales. Así que a varias familias no les queda otra que ser empleadas en las haciendas ganaderas.
Hermelinda entra y sale de la cocina a su corredor. Está cociendo panes y empanadas de queso en un horno que tiene al lado del fogón donde una caldera está a punto de hervir.
Sus vecinos empezarán a tocarle la puerta a partir de las cinco, empujados por el hambre y la fama de que en esta casa hay una mujer que prepara los panes y las empanadas más ricas de la comunidad.
—¿Por qué aquí se llama San Lorenzo Nuevo?
—Un grupo de vecino que vivían en San Lorenzo Viejo, a cinco kilómetros de aquí, decidió fundar esta nueva comunidad atraído por el tren que pasa a 50 metros de aquí.
Los rieles del tren duermen silenciosos hasta que una locomotora anuncie que está llegando con su caballería de vagones de carga. A Hermelinda le gusta escuchar ese sonido metálico que la despierta con placer algunas madrugadas. Le trae los mejores viejos recuerdos de su vida, de cuando era niña y soñaba que viajaba por todos los rincones del mundo.
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La lucha por proteger la naturaleza no será fácil. Pero tampoco imposible.
Avasalladores interculturales rompen el bosque pedazo a pedazo. Agroindustriales bolivianos, brasileros, argentinos y menonitas que lo hacen en un abrir y cerrar de ojos: cientos, o acaso miles de hectáreas en pocos días. Todos igual de dañinos. Los menonitas, de los que casi no se profundiza en los análisis de deforestación, avanzan a pasos gigantes sobre los bosques.
También ventila una realidad poco conocida: Una empresa argentina que se encarga del comercio de propiedades en la Chiquitania, compra a propietarios bolivianos y se lo vende a los menonitas. Entonces hay todo un negocio donde el intermediario es esta firma cuyo servicio también se “arregla” todos los papeles para que fluya el negocio. Y los principales compradores son las colonias menonitas.
Sabe que las familias menonitas, por sus características y sociales y culturales, no reparten las tierras entre sus numerosos hijos. Lo que hace esta empresa, explica — es buscarles tierra a ellos. Por ejemplo, una familia que normalmente tienen ocho hijos, no les va a repartir sus 100 o 200 hectáreas con que cuentan, sino, les conseguirán para cada uno otras 200 hectáreas, pero en otros lugares, en otras colonias. También hay los menonitas “liberados” de su modo limitado de concentrar riquezas, los que haciendo uso de los mismos medios que cualquier otro extranjero, desmontan muchos cientos de hectáreas para producción industrial. Y entre unos pocos de ellos suman miles de hectáreas.
La voz del director de la FCBC informa, revela, y explica los efectos de un mundo triste sin árboles y sin futuras lluvias.
Pero a pesar de que la expansión de la frontera agrícola y los asentamientos amenacen cada día con sus orugas y motosierras en la garganta del bosque, de que la minería, la contaminación por agroquímicos, la elaboración de carbón y la pérdida de biodiversidad por extracción de fauna silvestre no son combatidos por una política estatal amigable con la naturaleza, es posible mantener la integridad ecológica del Bosque Seco Chiquitano.
Para ello, Roberto Vides considera que una de las importantes herramientas que ahora se tiene, es la resolución de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) y que, ahora que ya está oficialmente aprobada, implementarán un plan de acción y que será ejecutado durante los próximos cuatro años, que incluye toda una serie de actividades. Una de ellas —adelantó— es dar a conocer la resolución a todas las instancias de poder en Bolivia.
Camiones cargados con pasto para el ganado que es producido en la región Chiquitana.
Roberto Vides detalló que la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza tiene una serie de comisiones, que una de ellas, en la Comisión de Gestión de Ecosistemas, de la FCBC es parte, han previsto desarrollar un taller entre expertos de los distintos países para abordar el diseño estratégico para implementar de una manera mucho más asertiva, la resolución. Eso lo tienen previsto para el 2022, como también una serie de actividades, como el de generar una memoria para comunicar a los gobiernos de una manera oficial a través de la UICN.
Hay muchas cosas que en el Gobierno deben saber. Saber, por ejemplo, que con cada puñalada que se le da al bosque no solo el bosque sangra, sino, las comunidades, los pueblos y las ciudades que están, ya sea a uno o a 10.000 kilómetros de distancia; que la sequía agravada es una dura realidad que soporta la Chiquitania como fruto de la deforestación y de otros males, que varias lagunas ya se han secado, que el agua se vende en Miraflores y en otros lugares y que solo la compran los que pueden adquirirla y los que no, soportan largas jornadas de sed. Debe saber que las tierras de vocación forestal no sirven para el cultivo extensivo y muchos avasalladores no son pobrecitos —como quieren hacer creer— y que —en combinación con grandes industriales— trafican el suelo que se vende a brasileros y a empresarios de otras nacionalidades, los mismos que utilizan palos blancos para hacer creer que son amigos de las leyes del hombre.
Debe saber que el Cielo que está sobre los bosques, todo lo ve.
La presente publicación ha sido elaborada por la Revista Nómadas en coordinación con la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano, con el apoyo financiero de la Unión Europea. Su contenido es responsabilidad exclusiva de los autores, y no necesariamente refleja los puntos de vista de la Unión Europea.