Fue una escena macabra que Nilo intenta olvidar. Las abejas que custodiaban la entrada de las colmenas no dejaban ingresar a las obreras que llegaban de los campos floridos. Se peleaban entre ellas en un enfrentamiento violento y después de varios minutos caían una tras otra, como si una plaga apocalíptica se hubiera posado aquella tarde de sol espléndido.
En aquel momento, Nilo Padilla Osinaga no entendía que las abejas que estaban de guardia percibían que las que llegaban tenían un olor diferente, que portaban un detonante peligroso que se habían impregnado en su viaje hasta las colmenas.
“Estaban envenenadas”, dice Nilo, con un hilo de voz marcado por la desilusión.
Lo que las guardianas trataban de hacer era impedir que ingresen las obreras para que no contaminen a la reina ni al resto de la colmena.
“Ahora lo entiendo todo”, dice, a media voz.
Cada colmena convertida en un sepulcro con 60 mil cuerpos de obreras con las alas quietas por el veneno que una avioneta lanzó del cielo.
El veneno, un insecticida no identificado, había caído del cielo el 27 de mayo. Nilo había visto a la avioneta monomotor esparciendo el compuesto tóxico con el que estaba fumigando un campo de cultivo cercano a 700 metros de sus cien colmenas, en un predio cercano a Río Grande, cerca de Puerto Banegas, en el municipio de San Julián, al Este del departamento de Santa Cruz, Bolivia.
En un par de horas, el agrotóxico que ayudó a transportar el viento, hizo su trabajo: La parcela de Nilo Padilla se convirtió en escenario de muerte. A sus 60 años de vida y 20 en el rubro de la apicultura, no había visto nunca algo semejante: más de 27 millones de abejas que laboraban, cayeron en pocas horas y los cuerpos de los insectos iban formando montículos negros y amarillos como si se tratara de una película de terror.
Nilo intenta digerir el tamaño del desastre.
La cadena de la muerte se ha puesto en marcha: otros insectos también caminan rumbo a su tumba: la “mosquita loca”, que es un bicho a la que le gusta la miel que está en proceso de fermentación, ya ha olfateado las cajas de las colmenas vacías y acude a ellas a paso decidido, sin saber que tras el primer bocado será devorada por un sueño profundo.
Antes, tras que las abejas sintieron el peligro, en su instinto de sobrevivencia empezaron a llenar sus buches con miel para tener energía para volar la mayor distancia posible hasta encontrar refugio. Pero el silencio de la muerte las encontró en pleno vuelo a la mayoría. Las pocas que sobrevivan formarán un pelotón alrededor de la reina. Avanzarán, harán escala en los árboles. Las abejas exploradoras continuarán viaje para buscar algún hueco en el bosque. Lo ubicarán, lo limpiarán durante un día y retornarán para traer a las que quedaron descansando en las ramas y ahí intentarán hacer su nuevo hogar. Pero serán muy pocas las que lo logre.
Con el paso de las horas, la cadena de afectados irá sumando nuevas víctimas: hormigas y arañas que comen abejas y ositos meleros que encuentren algún pedazo de panal escondido entre las ruinas del desastre, también sentirán la bravura del compuesto químico que un agricultor vecino de don Nilo utilizó para fumigar sus cultivos.
Todo un ecosistema enfermo.
Nilo Padilla pondrá en cuarentena su predio durante por lo menos tres meses, hasta tener la certeza de que el poder del tóxico ya ha no anda suelto.
Nilo hace números rápidos. Por lo menos ha perdido 50.000 dólares. El trabajo de toda una vida.
“Yo vivo de esto. Con la apicultora mantengo a mi familia. Iba a tener una gran cosecha”, ha dicho varias veces. Siempre, con una voz cortada, erosionada, triste.
Hace un par de años ya había recibido el anuncio de que las cosas no irían bien.
“Un agricultor hizo fumigar un campo de sorgo que estaba en flor, el veneno invadió a mis colmenas y me mató 30 de ellas. Aquel momento no dije nada. Ahora no pretendo callar”.
Uno de los apicultores afectados muestra el tamaño del desastre. Lo que antes estaba lleno de vida, ahora es un panal olvidado y vacío.
No ha callado solo él, porque Nilo no es el único apicultor que ha sido golpeado con el uso indiscriminado de agrotóxicos. De los 26 miembros que conforman la Asociación de Apicultores de la Provincia Sara, hasta la fecha por lo menos cinco han sido afectados con el envenenamiento a sus abejas. Es decir, el 20% de los apicultores se han quedado con una mano adelante y otra atrás porque lo han perdido todo.
Osvaldo Soruco, gerente de la Asociación de Apicultores de Santa Cruz (Adapicruz), a la que pertenece la Asociación de Apicultores de la Provincia Sara, tiene los datos parciales de las pérdidas: Hasta el cierre de este reportaje, en total ya sumaban 12 los productores afectados en el departamento.
“Se han perdido 450 colmenas y 200 núcleos”, dice, compungido.
Explica que un núcleo es una división de una colmena fuertemente poblada para hacer una nueva, que este proceso se lo hace justo cuando comienza la floración, que demora 12 a 15 meses convertirse en colmena productiva y mucho trabajo.
“Es como criar una ternera hasta que convertirse en madre y dar leche”, explica gráficamente Osvaldo, que también es productor y que antes ya ha sufrido sinsabores por culpa de las fumigaciones en los campos de cultivos.
Osvaldo sabe el dolor que significa que un agroquímico dañe la producción de miel. El año 2013 perdió 40 colmenas de las que solo pudo rescatar las cajas y utilizarlas después de dos años de haberlas puesto en cuarentena.
Ahora sigue sacando cuentas, atando números, multiplicando las pérdidas, dividiendo los efectos colaterales de último desastre.
“Las 405 colmenas que fueron afectadas iban a dar este año una cosecha de 15 toneladas de miel. El 15 por ciento de la producción total de Adapicruz que cada año llega a las 100 toneladas”.
Por lo menos 250 mil dólares que ya no vendrán a aliviar la economía de varias familias apícolas.
Jaime Vargas es otro apicultor afectado. Tiene 37 años de edad y es productor de miel desde hace 17 años. Él, como muchos otros, practica la apicultura migratoria, es decir, se mueve con sus colmenas de aquí para allá, en busca de territorios en floración. Por eso, en enero se había instalado con sus 140 cajas en una propiedad prestada a orillas del Río Grande donde entre enero y mayo florece el Parajobobo, una planta que produce bastante néctar y que permite a las abejas producir una miel negra y muy sabrosa.
Jaime tenía previsto abandona la zona de Río Grande en julio después de la cosecha, para instalarse en la zona Norte del departamento de Santa Cruz, por las inmediaciones de Potachuelo, para que las abejas aprovechen las flores de monte, del poco monte que queda.
Pero nada de eso podrá ser posible.
Este apicultor golpeado desearía olvidar imágenes que le comen por dentro. El día de la contaminación vio panales con cuerpos de abejas muertas y más abejas muertas en el suelo de la parcela. Y aquella escena que le partió el alma: la abeja reina aún viva, con un par de súbditas que buscaban protegerla, evitar que el veneno la toque, la destruya. Y el silencio total después: cada colmena convertida en un sepulcro con 60.000 cuerpos de obreras con las alas quietas por el veneno que una avioneta lanzó del cielo.Herland Acuña Soria es otro de los afectados. Él sufrió hace 10 días una mortandad de abejas en la zona de Okinawa II, también a orillas del Río Grande. Quedaron afectadas unas 100 colmenas en desarrollo y otras 70 colmenas productoras que le iban a dar una cosecha de 3.000 kilos de miel.
“Existen cultivos de trigo a 300 metros de mis apiarios”, dice.
Su vecino más cercano le ha causado su peor tormento.
Osvaldo Soruco, el gerente de Adapicruz, sigue sacando números: “En todo este desastre ecológico han muerto más de 21 millones de obreras y está pendiente estimar el número de abejas nativas que habitaban el bosque y que con seguridad también fueron alcanzadas por el veneno”. Dice todo esto que le hubiera gustado nunca decir.
“Se ha cometido un ecocidio”, coinciden los productores afectados.
Saben que el ecocidio es un delito universal.
La tarea pendiente, dicen los afectados, es detectar cuál es el veneno que están utilizando algunos agricultores para fumigar sus cultivos de trigo, de sorgo, de maíz, de girasol…
Osvaldo Soruco es el que ha sido encomendado para dar con ese dato. Ha intentado que se haga un análisis de laboratorio para saber qué tóxico es el que ha matado a las abejas. Pero no le fue bien. Ha peregrinado de aquí para allá con su frasco con las abejas muertas. Ha tocado las puertas de diferentes laboratorios de instituciones públicas y privadas de la ciudad de Santa Cruz, pero en ninguna se la han abierto.
“Me han dicho que no tienen los equipos adecuados y que mi alternativa es acudir a Brasil”, cuenta, decepcionado de la realidad, pero sin perder las esperanzas. “Seguiré buscando alternativas en Bolivia”, adelanta.
Los apicultores han estado averiguando, preguntando, indagado. Manejan una hipótesis. Creen que algunos agricultores están fumigando sus cultivos de soya, de trigo y de sorgo con Fipronil, un compuesto letal que está prohibido en Europa y en varios países de América Latina. También lo estaba en Bolivia hasta que el 2017 el Gobierno de aquel año dio luz verde temporal para que se lo utilice en la lucha contra la plaga de langostas que acabó con miles de cultivos en Bolivia.
Los apicultores de Santa Cruz dicen tener pruebas de que el Fipronil es un químico altamente letal para las abejas. A nivel internacional también hay voces que lo confirman. Ya en el 2013, por ejemplo, Greenpeace aplaudió la decisión de la Comisión Europea de restringir el uso del Fipronil, un plaguicida que se ha demostrado ser tóxico para dichos insectos.
Franz Espejo Lazarte es entomólogo, es decir, un profesional que se dedica a estudiar los insectos. También es biólogo y miembro de la Sociedad Boliviana de Entomología. Con un alto bagaje de conocimiento sobre este tema, se anima a decir que en Bolivia existe, por algunos agricultores, un mal manejo de los agroquímicos permitidos y también unos de insecticidas que son prohibidos por su alta letalidad.“Es una posibilidad de que estén utilizado el Fipronil porque no hay control en la venta. El mal uso de este y de otro tipo de insecticidas está matando no solo a las abejas. Sino también a otros, como a las hormigas, que hacen la tarea de polinización. Los decesos de los otros insectos no son visibles. Al final, la pérdida de estas vidas terminará afectando a los seres humanos porque en el ecosistema todos estamos interconectados”, fundamenta.
Osvaldo Soruco sostiene que el mayor peligro actual que enfrenta la familia apícola es la agricultura extensiva y las prácticas que se realizan en las aplicaciones durante las fumigaciones con productos altamente tóxicos.
“El gran avance de la frontera agrícola ahora es nuestro peor enemigo. Las consecuencias son muy lacerantes: muerte de abejas por envenenamiento, pérdida total de cosecha, pérdida de la biofauna del bosque, de la cobertura vegetal y de la floración apícola”, enumera.
Descubrir cada colmena para encontrar un panorama similar. Las abejas más fuertes intentan resistir al insecticida. Un poco más
Soruco, como gerente de Adapicruz, institución que aglutina a 13 asociaciones municipales afiliadas compuesta por 300 socios, exige a las autoridades municipales, departamentales y nacionales que se prohíba en todo el territorio de los municipios con potencial apícola, las pulverizaciones aéreas de plaguicidas altamente tóxicos y los insecticidas gasificantes, que se ayude al desarrollo de la apicultura libre de tóxicos químicos y contaminantes de la miel, y que se facilite el acceso a los apicultores a las áreas de bosques naturales con potencial apícola.
Nilo Padilla, Osvaldo Soruco y Jaime Vargas saben que encontrar al culpable es difícil, por más que se sepa quién es el dueño de la hacienda que ha fumigado su cultivo afectando a la producción de los apicultores, porque se trata de un problema estructural de políticas públicas que se han salido de control. Coinciden en que la producción de alimentos debería ser más naturales, que los cultivos tienen más resistencia a las plagas y cada vez utilizan químicos más fuertes, que hay debilidad del Estado y que los agrotóxicos que son prohibidos en otros países, en Bolivia se utilizan a plena luz del día.
El viceministro de Medio Ambiente y Biodiversidad, Magín Herrera, hizo conocer la posición de su despacho a través de un video institucional:
Muchos practican la apicultura migratoria, es decir, se mueven con sus colmenas de aquí para allá, en busca de territorios en floración.
“Ahora nos enteramos de la muerte de miles de abejas por consumir néctar de flores que seguro estaban fumigadas con productor altamente tóxicos que solamente ayudan al crecimiento y desarrollo de productos agrícolas de procedencia transgénico”, ha dicho, mirando a la cámara.
Herrera solicitó que los afectados que hagan sus denuncias al Tribunal Agrario y al Ministerio Público y se comprometió en que su despacho ayudará a esclarecer este hecho.
“Aquí si hay autores, hay vecinos que están trabajando con agricultura. La investigación determinará qué ha pasado con este suceso lamentable”, enfatizó.
El miércoles 23 junio, representantes de la Empresa estatal Boliviana de Alimentos (EBA), y directorio ampliado de Adapicruz se reunieron en la ciudad de Santa Cruz. Después de varias horas de reunión, acordaron en que se debe realizar una auditoría de pérdidas e impactos, junto con el Ministerios Medio Ambiente, EBA, el Senasag y técnicos del laboratorio Inlasa; buscar cómo reparar las pérdidas de apicultores, buscar los mecanismos para evitar estos sucesos y los mecanismos para que la producción apícola se recupere y crezca. Pero los apicultores exigieron una solución estructural a esta problemática.
Los apicultores afectados también han coincidido que durante todos los años se han venido cuidando de los incendios forestales, de las inundaciones y de los ladrones de colmenas.
“Ahora el mal ha caído de arriba”, dice el apicultor Jaime Vargas, con la mirada puesta en el cielo.
Nilo Padilla camina entre las cajas vacías. Hace pocos días estaban repletas de abejas que laboraban sin descanso.
Análisis:
Antonio Claros Osinaga
Ingeniero agrónomo, especialista en el uso y manejo seguro de plaguicidas químicos de uso agrícola
“El uso excesivo de agroquímicos compromete el futuro de las abejas”
El licenciado Miguel Angel Crespo de Probioma, me hizo llegar dos videos donde se observa una mortandad de abejas en la zona este, en las localidades de San Julián, Puente Banegas y Río Grande. Se observa en los videos que la mortandad en los apiarios es muy elevada y, hasta esta fecha, debe ser total. La mortandad se debe al contacto de las abejas con algún insecticida, ya que los mismos actúan de diversas maneras, siendo el más frecuente por imhalación, debido a la deriva del insecticida después de su aplicación por vientos superiores a los 10 kilómetros por hora.
En la zona Este, los cultivos predominantes en la campaña de invierno son trigo, sorgo y girasol. En algunas zonas y por situaciones especiales, siembran soya para ser usada como semilla en la siembra de verano. No es normal, la siembra de maíz en esta campaña agrícola. Debido al mes en que nos encontramos, solo el trigo y sorgo se enuentran en un desarrollo vegetativo. La siembra de girasol se produjo de manera anticipada y el cultivo se encuentra en etapas vegetativa, floración y formación de grano. Los cultivos de trigo y sorgo son atacados en sus etapas vegetativas, básicamente, por insectos denominados larvas o gusanos, siendo el más frecuente el gusano militar (Spodoptera spp.).
Las han limpiado las cajas porque deben entrar en cuarentena hasta que no exista ni una partícula de veneno.
He tenido la oportunidad de ver una siembra de trigo devorada en su totalidad por un ataque masivo de este insecto en cuestión de un día a otro, lo que demuestra su gran agresividad y voracidad, producto de la elevada población con la que ataca. Por lo que se observa en los videos, los apiarios afectados se encuentran en zonas protegidas por vegetación de mediana envergadura y a distancias prudentes de campos de cultivos.
La única explicación posible, creíble y aceptada técnicamente, es que hubo aplicaciones aéreas a través de avionetas fumigadoras o equipos de fumigación terrestres con insecticidas que originaron una deriva de los plaguicidas, debido a los vientos hasta lugares próximos a las colmenas, afectando de manera directa a las abejas o contaminando la vegetación aledaña de donde las abejas iban a recolectar el polen de las plantas silvestres.
Los agricultores controlan este problema con el uso gama muy variada de insecticidas, dependiendo, en muchos casos, de la oferta y asistencia técnica de las empresas comercializadoras de insumos agrícolas, y del precio o costo de los insecticidas.
El Servicio Nacional de Sanidad Agropecuaria e Inocuidad Alimentaria (Senasag), dependiente del Ministerio de Agricultura, es el responsable de otorgar los registros o licencias a las empresas empadronadas que comercializan insumos agrícolas, como es el caso de los Plaguicidas Químicos de Uso Agrícola (PQUA), para ser utilizados en las labores de producción agrícola.
El uso excesivo de agroquímicos en los campos está comprometiendo el futuro de las abejas, desencadenando consecuencias que pueden ir más allá de los aspectos ambientales, pues estos insectos polinizan los principales cultivos del mundo. Se estima que el 75% de la alimentación humana depende directa o indirectamente de la acción de los insectos polinizadores. Las abejas promueven la polinización cruzada de vegetales por medio del transporte de polen de unas plantas a otras y así aumentan la diversidad genética de muchas especies y mejoran la producción de frutos y semillas.
Los apicultores afectados deben iniciar un proceso legal y técnico, utilizando su ente matriz, a través del Senasag como entre fiscalizador de las actividades de las empresas comercializadoras de insumos agrícolas y del uso de plaguicidas por parte de los agricultores, para llegar a determinar con certeza los acontecimientos que derivaron en la mortandad de las abejas en los apiarios afectados.