donde hubo un bosque
levantan un matadero
cadáveres sobre cadáveres
para cadáveres
– Xavier Bayle
A excepción, quizás, del arte, el lenguaje humano no alcanza para representar cabalmente el irreparable y profundo dolor, y la desesperación que nos agobia tras haber visto el paisaje entero cubierto por un velo permanente de humo durante semanas… con toda la muerte y pérdida de bosque que eso significa. Compartir datos es sencillo, pero comunicar realmente lo que provoca presenciar uno de los mayores desastres ecosociales de nuestra historia y generar la empatía que necesitamos para enfrentar lo que se viene a futuro requeriría de otros lenguajes, lenguajes sonoros, lenguajes sentidos, lenguajes más que humanos que ojalá algún día podamos aprender. Por el momento, espero que mis limitadas palabras expresadas en esta columna puedan contribuir, aunque sea mínimamente, a incentivar la acción colectiva que creo que necesitamos para salvar lo que queda de bosque y, con ello, a nosotros mismos.
Recuento del desastre
Terminando septiembre, la Gobernación de Santa Cruz reportó que más de 7 millones de hectáreas fueron consumidas por el fuego solo en ese departamento. Tomando en cuenta que un mes atrás el gobierno indicó que los incendios forestales habían afectado 3,8 millones de hectáreas, de las cuales 1,5 millones estaban fuera de Santa Cruz, podemos concluir que estamos cerca de alcanzar las 9 millones de hectáreas arrasadas por las llamas en toda Bolivia. Se trata de una cifra récord y sin duda uno de los peores desastres ambientales de Santa Cruz y de todo el país.
No sabremos realmente el alcance de la devastación hasta que el fuego haya cesado. Pero no se necesitan números para entender la magnitud de un desastre que no puede pasar desapercibido; lo vimos llegar en vivo y directo en forma de humo hasta las ciudades, mientras que las comunidades aledañas a las llamas y los animales atrapados por las mismas lo viven, literalmente, en carne propia. Los incendios, pues, no sólo implican polución y destrucción de ecosistemas vitales, resultan en la afectación directa de cientos de familias por la pérdida de sus hogares y sus fuentes de vida, y la catastrófica muerte de un inconmensurable número de seres sintientes no humanos con los que compartimos la capacidad de sentir placer y dolor, experimentar emociones complejas, de habitar conscientemente este mundo compartido.
La poca lluvia que cayó a mediados de septiembre fue suficiente para disipar algo el humo, pero insuficiente para acabar con los incendios. La devastación siguió avanzando en el Área Protegida Bajo Paraguá, afectando el Plan de Manejo de Asaí de Porvenir, que constituye un ejemplo de alternativas productivas sostenibles y es fuente de trabajo para muchas familias. Algo similar pasó con el cusi y el copaibo en Monte Verde, donde hace unos días se podía ver a Verónica Ramón, corregidora de la comunidad, llorando por ayuda. El Santuario de Fauna Silvestre Ambue Ari, donde cientos de animales rescatados y miles de especies libres encuentran refugio, estuvo también en inminente peligro ante el avance del fuego aproximándose a sus fronteras. Las recientes lluvias sofocaron bastante el fuego, pero tampoco son garantía de nada. Los bosques siguen convertidos en un infierno en el que se pierde el verde y abunda la ceniza.
“La devastación sigue avanzando en el Área Protegida Bajo Paraguá, afectando el Plan de Manejo de Asaí de Porvenir, que constituye un ejemplo de alternativas productivas sostenibles y es fuente de trabajo para muchas familias”
Los catastróficos efectos
De acuerdo a los cálculos del biólogo Vincent Vos, miembro del Instituto de Investigaciones Forestales de la Amazonía de la Universidad Autónoma de Beni, el número de mamíferos consumidos por el fuego este año supera los 10 millones; si a eso le sumaríamos reptiles, aves y anfibios, tendríamos decenas de millones de vertebrados muertos. Aunque sea ya bastante alarmante, esta cifra no considera insectos y otros invertebrados; tomando en cuenta que se estima que hay alrededor de 40 mil especies de insectos en una sola hectárea de bosque amazónico, el número de insectos calcinados por las llamas se cuenta en miles de millones. Tampoco se toma en cuenta los decesos que vendrán después, ya sea por heridas incurables, enfermedades asociadas al humo o pérdida de hábitat, entre otros factores; ni sabemos cómo se verán afectados los peces y otros animales acuáticos a largo plazo. Incluyendo todo ello, las necrocifras de esta catástrofe anunciada se tornarían verdaderamente astronómicas.
Para los animales humanos, los incendios también podrían incidir en la propagación de enfermedades y muerte en el futuro cercano. Respirar humo constantemente causa inflamación en el cuerpo y puede ser peligrosa para personas con enfermedades de base. De acuerdo a un estudio realizado en publicado en 2021, los efectos de la inhalación de humo de incendios forestales resultan en más de 35 mil muertes humanas por año a nivel global, en promedio. Aparte, se sabe que los desastres de gran magnitud como el que estamos atestiguando pueden tener un impacto signficativo en la salud mental de la gente que los experimenta de cerca. Según algunos estudios, la neuroinflamación causada por el humo incrementa el riesgo de sufrir Alzheimer, demencia y enfermedad de Parkinson, además de afectar la memoria y la capacidad de aprendizaje por al menos un mes después de la exposición al mismo; también se sabe que las personas más expuestas al humo tienden a tener niveles más altos de angustia psicológica que aquellas que viven en zonas menos contaminadas, y que la tasa de trastorno de estrés postraumático, depresión y ansiedad generalizada sube en etapas posteriores a un incendio forestal. Todavía no sabemos cómo afectará la incineración de los bosques a la población boliviana a nivel físico y psicológico, pero sin duda podrían venirse tiempos difíciles para nuestro sistema sanitario de por sí precario.
Si algo de bueno queda de esta más que amarga experiencia, es que ha despertado la preocupación de buena parte de la sociedad, y se visibiliza la urgencia de actuar prontamente. Mucha gente ya no sólo ha dejado de ignorar el problema, sino que QUIERE hacer algo para remediarlo. Se ve en redes sociales, se ha escuchado en las calles, más allá del malestar físico que genera el humo, hay mucha indignación auténtica y empática por el sufrimiento de los animales silvestres y la pérdida de los bosques; algunas personas han salido a protestar en diferentes partes del país exigiendo la abrogación del paquete incendiario y la declaración de desastre nacional, otras, trabajan fiscalizando de manera directa las instituciones gubernamentales, y se han activado muchas campañas solidarias para ayudar a los animales rescatados y a los bomberos voluntarios que trabajan directamente frente al fuego —héroes, por cierto, a los que el Estado no les ofrece ni comida ni un seguro de salud que les ayude a sanar de las afecciones que posiblemente enfrentarán como consecuencia de su servicio al país y al mundo.
“De acuerdo a los cálculos de Vincent Vos, el número de mamíferos consumidos por el fuego este año supera los 10 millones; si a eso le sumaríamos reptiles, aves y anfibios, tendríamos decenas de millones de vertebrados muertos”
¿Quién provoca y financia el ecocidio?
Para entender las causas del desastre que estamos viviendo toca hacer un análisis más allá del fuego. Lastimosamente, los incendios son sólo una pequeña parte de un proceso de deforestación más amplio, sobre cuyas dinámicas necesitamos más comprensión si queremos evitar una calamidad similar próximamente.
Aunque la minería, la tala de árboles para madera y papel, y la producción de biocombustibles, entre otros, inciden de manera importante en la destrucción de los bosques, diversas investigaciones indican que, en el mundo, las principales causas de la deforestación son la ganadería bovina y la soya para alimentar aves, cerdos, animales acuáticos y, en menor medida, vacas y otros animales criados en granjas; por lo que se podría englobar como causante al sector pecuario o la ganadería en sentido amplio. A nivel mundial, alrededor del 76% de la soya se destina al engorde de animales confinados en granjas principalmente para la producción de carne, leche y huevos, y el 4% a usos industriales en forma de biocombustibles, lubricantes y otros. Del 20% que se usa directamente en la alimentación humana, el 13% es aceite y sólo el 7% son productos como tofu, leche de soya, tempeh y edamame (vainas frescas), entre otros. Esto quiere decir que las personas que comen productos derivados de animales consumen también la soya con la que éstos han sido alimentados, lo que se conoce como “soya fantasma” —a lo que se podría agregar el “maíz transgénico fantasma” y el “sorgo fantasma”, que también ocupan vastas áreas de cultivo. Dicho de otro modo, la explotación de animales no humanos para alimentarnos con sus fluidos y sus cuerpos tiene gran peso en la deforestación y el subsecuente proceso hacia la sexta extinción masiva provocada por acción humana, que estamos viviendo a nivel planetario.
De acuerdo a los datos presentados en la importantísima investigación del economista ambiental Stasiek Czaplicki sobre las finanzas grises del agronegocio, la pérdida de bosques en Bolivia estaría vinculada principalmente, al igual que en el resto del mundo, al cambio de uso de suelo para la expansión de la ganadería bovina y la soya y, en menor medida, la caña de azúcar y otros cultivos agroindustriales. Lamentablemente, estos sectores no sólo son beneficiados por las famosas leyes que conocemos como “paquete incendiario”, sino que están siendo financiados en gran medida con los Fondos Públicos y de Pensiones, a través de préstamos gigantescos con intereses sumamente bajos. Esto quiere decir que el Estado boliviano está viabilizando y financiando gran parte de la deforestación legal e ilegal en el territorio nacional, poniendo en riesgo nuestros ahorros y, lo que es peor, nuestra supervivencia. Para colmo de males, las ganancias de la agroindustria no son repartidas equitativamente entre los productores de pequeña, mediana y gran escala, sino que son acaparadas por unas cuantas grandes empresas. Es decir que están rifando el futuro de todos los bolivianos para beneficio de unos pocos burgueses.
Varios analistas han vinculado el incremento de los incendios forestales y la pérdida de bosques con el crecimiento de las exportanciones de soya y, sobre todo, de carne bovina en los últimos años, principalmente destinada a China. Bolivia habría pasado, pues, de vender poco más de 3000 toneladas de esta carne fuera del país en 2019, a alrededor de 41 mil toneladas en 2023 —se reportan 26 mil toneladas de carne específicamente bovina y 15 mil toneladas de carne de “ganado mayor”, que incluye bovina, ovina y otros, pero que es de esperar que sea sobre todo bovina. Es decir que el mercado de exportación de carne bovina habría crecido a pasos agigantados en los últimos 5 años, fomentado por las negocaciones diplomáticas del gobierno boliviano con China, que recibe más del 90% del total exportado. Como si eso no fuera suficiente, María Nela Prada, ministra de la Presidencia, anunció este año la existencia de un saldo exportable de 35 mil toneladas y se habría “decidido también trabajar con relación a esta oferta exportable y seguir ampliándola”.
Sin duda estos números son importantes y tienen gran incidencia en el cambio de uso de suelo, por lo que es urgente aplicar, como mínimo, un control más riguroso a la cadenas de producción de carne para exportación, como se sugiere desde la Fundación Solón. Sin embargo, dada la magnitud de la importancia de la preservación de los bosques para nuestra supervivencia, creo que también es crucial considerar el papel no tan pasivo de los consumidores locales en todo esto. Pues, si bien no estamos involucrados directamente en las decisiones gubernamentales que nos llevan a financiar involuntariamente la ganadería a través del préstamo de nuestros ahorros, olvidamos que el dinero con el que la agroindustria paga esas deudas proviene no sólo de otros países a los que exporta sus productos, sino también de los bolsillos de la mayor parte de la población, que paga por ellos voluntariamente.
Es importante resaltar que, pese al crecimiento de las exportaciones, como menciona Czaplicki, sólo el 5% de la producción de carne bovina en Bolivia se exporta, mientras que la gran mayoría satisface la demanda local. Por otro lado, aunque la mayor parte de la soya se vende al extranjero, la que queda en el país se usa sobre todo para la producción avícola y porcina. En 2023, en el país se produjeron alrededor de 244 mil toneladas de carne bovina, 526 mil toneladas de carne de pollo y más de 73 mil toneladas de carne porcina, rompiendo récords respecto a los años previos. Dado que la exportación de carne de pollo y cerdo es todavía, casi nula, y la de carne bovina fue de “solo” 41 mil toneladas, esto significa que más de 800 mil toneladas de carne animal producida en Bolivia, y toda la soya fantasma que ello implica, se consumen localmente. Tomando eso en cuenta, paralelamente al estudio del sector productivo, habría que analizar a mayor profundidad los cambios en los patrones consumo y su incidencia en el nivel de deforestación que sufren nuestros bosques, ¿no lo creen?
Alarmantemente, el crecimiento sostenido del consumo de productos de origen animal en el país viene de la mano de costosas campañas publicitarias y programas de fomento por parte del Estado. Bolivia es un país con gran diversidad de plantas edibles muy nutritivas, y las dietas basadas en vegetales integrales, hongos y algas están catalogadas por varios estudios científicos no sólo como viables sino como más saludables que otras dietas, mientras que gran parte de los productos de origen animal están asociados a un mayor riesgo de contraer afecciones graves como la diabetes tipo 2, distintos tipos de cáncer, Alzheimer y enfermedad de Parkinson, por mencionar solo algunas. Entonces, ¿por qué el Estado sigue fomentando y sosteniendo la explotación animal a favor de la agroindustria a nombre de “seguridad alimentaria”, en lugar de apoyar a los pequeños productores para que puedan prosperar y contribuir a todo el país con el cultivo de alimentos saludables, diversos y sustentables? Será, talvez, porque no existe un lobby de las legumbres, un lobby de los hongos o un lobby de la papa nativa, mientras que el lobby ganadero no sólo existe sino que tiene un fuerte peso en las decisiones gubernamentales en todo el mundo y, por lo visto, en Bolivia.
“¿Por qué dejamos pasar desaparecibida la subyugación y muerte violenta de cientos de millones de animales similares en los mataderos? ¿Qué tiene la capibara que no tenga la vaca?, ¿Qué tiene el tucán que no tenga la gallina?”
¿Qué vidas valen?
Para mí, el lado más oscuro de todo esto es que hablar sobre ganadería implica mucho más que sólo economía y política estatal. Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas, en 2023, en Bolivia se mató a más de 1,188,195 de vacas y cebús, 1,189,586 de cerdos y 241,632,485 de pollos para carne. Estamos hablando del confinamiento, el abuso sistemático, la cosificación y el asesinato de más de 244 millones de seres sintientes para alimentación, sin contar a camélidos, ovinos, peces y otras especies consumidas, y la matanza de pollitos machos por parte de la industria del huevo.
Si nos alarmamos, con justa razón, por el calcinamiento de decenas millones de vertebrados salvajes en la selva, ¿por qué dejamos pasar desaparecibida la subyugación y muerte violenta de cientos de millones de animales similares en los mataderos? ¿Qué tiene la capibara que no tenga la vaca?, ¿Qué tiene el tucán que no tenga la gallina?, ¿Qué tiene el oso bandera que le falte al cerdo? ¿Valoramos realmente la vida de los primeros en sí misma o les atribuimos valor simplemente por los servicios ecológicos que nos brindan y los parámetros estéticos que cumplen? Son algunas de las preguntas que me vienen a la mente.
Hemos clasificado a los animales entre “silvestres” o “salvajes” y “domesticados”. Dicha distinción, basada en nuestros propios intereses, determina cómo valoramos y tratamos a cada animal, no en función de su capacidad de sentir emociones o de experimentar el mundo conscientemente, sino de acuerdo a su rol ecológico (silvestres/salvajes) o su status de propiedad, sea individual (mascotas) o empresarial (animales “de granja”). Los humanos nos creemos, a su vez, muy distintos a todos ellos, incapaces de reconocer que nosotros también somos animales, la mayoría, domesticados. En mi opinión, esta matriz de pensamiento especista es la raíz de muchos de los problemas que enfrentamos actualmente no sólo en Bolivia sino a nivel civilizatorio, y sin superarla no podremos llegar a ninguna parte.
Que la lluvia apague el fuego, pero no la lucha
Después todo lo mencionado, quisiera aclarar que no es mi intención señalar a los pequeños productores que forman parte de esta cadena alimentaria mortífera, ni pretendo culparlos por adherirse o ser sumados a los planes estatales y empresariales, cuando en muchos casos no les queda otra que hacerlo para mejorar las condiciones de vida de sus familias, ante el escaso o nulo apoyo estatal para la implementación de proyectos alternativos sustentables. Tampoco considero que penas carcelarias más altas para quienes son atrapados iniciando incendios sean la solución, pues, como indican Juan Pablo Neri y Stasiek Czaplicki en un análisis sobre este enfoque penalista, nunca caen tras las rejas los verdaderos responsables, es decir, los grandes burgueses agropecuarios. Como he venido argumentando, la catástrofe ya permanente que estamos presenciando tiene que ver en gran medida con los patrones alimentarios impuestos desde la colonia e intensificados con la expansión del capitalismo, facilitada por el Estado hambriento de progreso económico a desmedro no sólo de la calidad de vida sino de la vida misma, y es ahí donde debemos apuntar.
En gran medida, la devastación de nuestros bosques es culpa de un pequeño grupo de gobernantes irresponsables e incautos, que prestan nuestros aportes, nuestro dinero, nuestro futuro, a los sectores que más deforestan, y les apoyan con leyes, campañas y diferentes formas de subsidio; traidores que mantienen la seguridad y soberanía alimentaria en su discurso, cuando en realidad apuntan a todo lo contrario: al monopolio, a la homogeneización, a la destrucción de las bases vitales y al empobrecimiento económico y cultural. Pero, lamentablemente, la mayoría de la gente también cumplimos un papel importante en todo esto al dejarnos atrapar en esa red pasivamente, creyendo lo que las empresas nos dicen que está bien consumir, dejando que la publicidad decida por nosotros y nos imponga los gustos, permitiendo que la manipulación mediática adormezca nuesta empatía por muchos de nuestros hermanos animales cuya explotación no sólo no deploramos sino que financiamos activamente, haciéndonos arrastrar sin oponer resistencia hacia nuestra propia extinción y la de nuestro prójimo multiespecie. Por eso, en la situación límite en la que nos encontramos, no estamos en posición de concentrarnos únicamente el ámbito productivo e ignorar el consumo, o viceversa, ni de elegir entre la acción a nivel macro o a nivel micro, entre cambiar las grandes políticas gubernamentales o actuar desde la micropolítica cotidiana. Tenemos que luchar por todos los flancos.
Fiscalizar el accionar del gobierno en todas sus instancias para que cumpla con su rol y priorice el bienestar social y la salud por encima de los intereses de unos pocos es sumamente importante. Para evitar una secuela de la historia de terror que estamos sufriendo, es vital seguir exigiendo la abrogación de las leyes incendiarias, el desfinanciamiento a los sectores que deforestan y contaminan nuestro hogar, mayores inversiones en previsión de incendios, multas más altas para los verdaderos perpretadores de la deforestación ilegal, y que se deje de fomentar y viabilizar la exportación de carne y soya a costa de nuestros bosques; así como es urgente empezar a demandar que se asegure la disponibilidad de alimentos realmente nutritivos, saludables y ecológicamente sustentables, que sean accesibles para toda la población. En ese sentido, por supuesto, la presión social pública es crucial. Sin embargo, movilizarse a diario en las calles es desgastante e insostenible a largo plazo, y gritar no es la única forma de manifestar nuestras posiciones. Además de salir a marchar ocasionalmente y compartir nuestra indignación en redes sociales, podemos protestar cotidianamente contra la destrucción de nuestro único hogar y contribuir a la construcción de una realidad más justa, dejando de financiar personalmente a las industrias que generan más deforestación, incendios, enfermedad y muerte, cada quién dentro de sus posibilidades, un plato a la vez.
Los animales están siendo consumidos por el fuego en la floresta en estos momentos, pero también por nuestras bocas, en nuestros hogares, día a día. Los bosques, de los que dependemos inevitablemente, nos están mandando, literalmente, señales de humo… ¿vamos a responder a esta súplica de auxilio o seguiremos priorizando la angurria de empresarios y políticos y nuestra propia gula?
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Sobre el autor
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Matilde Nuñez del Prado Alanes
Matilde Nuñez del Prado Alanes es socióloga y se especializa en Teoría Crítica. Sus temas de análisis giran en torno al especismo y otras formas de opresión, dominación y explotación, abordados desde un enfoque multidimensional. Su principal interés es contribuir a la lucha por la liberación animal (incluyendo a las humanas) y de la tierra.