El mar es casi siempre el mismo, a veces con sus ondulaciones abultadas, y otras, con el cosquilleo que moja la arena, el muelle o las rocas del despeñadero. Pero en todo el tramo de la costa chilena solo hay una casa que si uno la ve por primera vez al caer la tarde, tendrá ganas irremediables de meterse en ella a pesar de que posee el aura otoñal de una película de Alfred Hitchcock.
Ahora estoy en Mejillones (Chile), en la habitación de un hotelito que huele a pescado y la casona que observé a cien kilómetros de aquí está latiendo en el aire. Tan vieja como la vi sospecho que data de cuando estas tierras pertenecieron a la Bolivia anterior a la Guerra del Pacífico que saltó en 1879.
—Gatico —me dice la mucama.
La casona está en Gatico, una caleta ahora, un pequeño imperio boliviano a finales del siglo XIX.
Eso lo sabré mañana, cuando retorne a ese lugar para meter la nariz en sus esquinas, para asombrarme como un niño, para conversar con un hombre que estará sentado en la puerta de su camping, cerca de la casa grande, acurrucado en su soledad, curando su depresión en el vaivén de las olas.
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La casona está cubierta por arañazos de gente que ha llegado para saquearla sin remordimientos. Se han comido todo lo que había adentro y solo han dejado sus paredes.
De pie recibe el viento salado del mar que la mira desde abajo. Un cascarón imponente con un letrero que dice “100% patrimonio”. La casona está cubierta por arañazos de gente que ha llegado para saquearla sin remordimientos. Se han comido todo lo que había adentro y solo han dejado sus paredes.
Aquí funcionaba la compañía del Cobre, me dice el hombre solitario con el que hablé después de inspeccionar la casa. Le cuento lo que he visto, y él rememora la historia amparándose en sus viejos recuerdos.
Su bisabuela vivió al otro lado del cerro, y ahora él empieza un relato intermitente, interrumpido por los manotazos del viento parsimonioso de marzo.
—Cuentan que fue un castillo de un excéntrico magnate. Pero la realidad es que unos españoles fundaron la Compañía del Cobre. Aquí fundían el metal que extraían de las minas de los cerros que están a un costado del mar.
La casa se va agrandando cuanto uno más cerca está de ella. Tiene un subsuelo y un mirador en la tercera planta desde donde se ve el océano y los barcos pesqueros. Adelante se levantan las gradas de madera que terminan en una puerta que da a un pasillo que flota en el aire.
—Gatico fue creciendo a medida que la casona se hacía más imponente. El muelle ha sido su fiel compañero. Hasta él arribaba un barco trayendo cartas y víveres y llevando el cobre que valía oro.
Las paredes fueron pintadas de blanco. Las ventanas están sin vidrios y los marcos de las puertas no tienen ni las bisagras. A un costado, por donde se mira el mar, hay otra escalera. Solo subiendo sus gradas llega la desilusión de toparse con un piso que tampoco está.
—A mediados de 1800, Gatico no solo tenía el correo y el muelle. Sus 4000 vivientes gozaban de agua y de electricidad, y los domingos podían ir a la misa.
He logrado entrar a la casa de puntillas por el contorno de las paredes que descansan en cimientos por los que se puede caminar con la espalda prendida en la pintura blanca. Desde una ventana vertical no veo ni el correo ni la municipalidad ni el teatro ni a niños caminando con cuadernos en la mano. Lo que sí veo son ruinas de algunas obras civiles que existieron y a un hombre que está sentado al lado de un camping curando su depresión embutido en el murmullo del mar.
Es un cascarón arquitectónico, por dentro y por fuera.
—Gatico fue un pueblo condenado al exterminio. Un terremoto en1868 y un tsunami en 1877, una guerra entre Bolivia y Chile de por medio, dos aluviones en las minas durante 1912 y 1940 y después las garras de la peste amarilla.
A tres kilómetros está el cementerio de la época. Hay nichos pequeños con osos de peluche en las cruces. Hay lápidas de piedra y de acero donde apenas se puede leer el año: 1910, 1911, 190 tanto… y la edad de los difuntos. Muchos murieron a los 10 años.
—La peste amarilla se llevó primero a los más chicos.
Alguien, por algún motivo, a estas alturas de la historia, llega hasta el cementerio con una bolsa de peluches y varios ramos de flores blancas de plástico. Los nichos, incluyendo donde están enterrados los adultos, tienen forma de cuna.
La casa se va agrandando cuanto uno más cerca está de ella. Tiene un subsuelo y un mirador en la tercera planta desde donde se ve el océano y los barcos pesqueros.
—No se sabe quién pone los ositos ni las flores. Debe ser el familiar añejo de algún niño muerto en aquellos años.
Desde adentro de la casa se puede ver el cielo porque el techo ya no está y por las paredes trepan puñados de cables, como evidencia de que la luz eléctrica iluminaba todos sus rincones.
—La casona emitía un resplandor tan fuerte que algunos veleros la utilizaban como faro para llegar al muelle construido con pino obregón. Mire a su alrededor. Ahora hay señales de ningún puerto.
El hombre solitario no miente. Alrededor de la casa no hay señales de un muelle. Los años se lo han comido.
Adentro de la casa las paredes hablan y revelan pequeñas historias de gente que estuvo aquí cuando Gatico dejó de existir como pueblo. Hay inscripciones tipo grafitos, y cada quien intentó, a su modo, que su paso por la casona no quede en el olvido.
Enrique y Adelaida se aman hasta la eternidad, 1976. Pato Sepúlveda escribió el 7 de julio de 1983: Cuiden estas ruinas como si fueran nuestras. Me queda la incertidumbre si el firmante era chileno o boliviano. Nino y Alicia quedaron sorprendidos el 8 de febrero de 1985: Prometo traer a mis hijos si Dios me da vida, se comprometieron. Un escrito catastrófico: Aquí murió nuestro amor, 1986. Jenny dijo el 2 de enero del 2004 que este lugar le produce nostalgia. Marjori le escribió a Nidia: Feliz cumpleaños hermanita. Te quiero mucho.
Un escrito anónimo dice: Aquí me hicieron el amor rico.
*Esta crónica se publicó por primera vez en el libro Crónicas de perro andante. (Editorial La Hoguera, mayo de 2013).
Una persona hizo una promesa en 1985. Las paredes hablan.
El esqueleto de alguna obra de ingeniería lucha contra el tiempo.