La presente investigación ha sido elaborada por Revista Nómadas, con el apoyo de WWF Bolivia.
En las profundidades del Bosque Seco Chiquitano, del Chaco y del Pantanal boliviano, el agua dulce ya es un bien escaso y urgente. Los humedales se secan y a pesar del tamaño de problema, quienes habitan este universo natural de Bolivia, se levantan cada día, decididos a emprender ésta que es una de las batallas más duras de sus vidas.
Poco a poco se van instaurando los surtidores privados de agua para intentar saciar la sed que los bosques —que son los generadores naturales de las lluvias— ya no pueden calmar.
El cambio climático es apenas la punta del iceberg de la montaña de causas de la sequía. Las acciones de los seres humanos son las que comandan la caravana de destrucción. Solo por citar un dato: Santa Cruz pierde —en promedio— cada día más de 500 hectáreas de bosque. La deforestación está vinculada al avance de la frontera agrícola, ganadería extensiva, tala indiscriminada y minería. Entre los efectos inminentes, está la reducción de la fertilidad del suelo que empuja un imparable proceso de erosión, degradación de la tierra, los incendios forestales y la desaparición de humedales vitales para personas, plantas y animales.
El agua no se origina en el cielo.
El agua sale de la tierra.
En ese viaje, hay un papel vital del bosque: los árboles absorben la humedad desde el subsuelo, la entregan al mundo exterior y por evapotranspiración se van cargando las nubes que después alumbran las lluvias.
Pero esta sinfonía de la naturaleza se está rompiendo en mil pedazos, porque con menos bosques, es natural que cada vez haya menos lluvia y disminuyan las recargas de los humedales que calman la sed de los seres vivos.
Hay lugares, como Miraflores, entre las poblaciones chiquitanas de San José y San Rafael, donde el agua que se extrae de los bolsones profundos de la tierra—literalmente— ya se vende, como se vende el pan y la gasolina. Poco a poco se van instaurando los surtidores privados de agua para intentar saciar la sed que los bosques —que son los generadores naturales de las lluvias— ya no pueden calmar, porque muchos bosques ya no están. Fueron arrancados a la mala por los dientes metálicos de la deforestación o por las lenguas de fuego de los incendios forestales que, año tras año, no dan tregua y cada vez anticipan sus llegadas, empuñando sus cargamentos de destrucción.
Ahora, lo que hay en los pulmones verdes del Pantanal y de los bosques Chaqueño y Chiquitano, son varias manchas grises, que son el eco cercano de lagunas que han desaparecido como si se tratara de una tragedia apocalíptica, comunidades indígenas y campesinas despojadas de sus fuentes de alimentos, bosques de vocación forestal convertidos en desiertos y cambios de temperatura coronados por sequías que empujan a los animales silvestres a tocar las puertas de los humanos porque ya no aguantan la sed.
Ésta es una expedición al epicentro de la sed que silenciosamente se mete en los escenarios de la realidad. Testimonios a viva voz de quienes soportan los efectos de las manos dañinas del hombre y que —a su vez— cada día intentan reconstruir lo que vienen destruyendo las acciones de otros hombres; imágenes que hablan por los chanchos troperos y los lagartos que en las noches alumbran la selva con sus ojos que brillan como relámpagos en la oscuridad, por las bellas criaturas de los pantanos que miran con sus grandes ojos de ciervo y por los jaguares que —además de escapar de los colmillos de las mafias— deben vencer a este otro enemigo no menor, que ataca con la misma furia a humanos y a animales: la crisis de agua dulce que es ya una realidad.