
Nos urge imaginar un futuro donde la producción agropecuaria prospere sin devorar bosques, donde restaurar los ecosistemas no sea un anhelo ingenuo sino una meta alcanzable; donde quienes habitan el campo no deban elegir entre migrar o aferrarse en la precariedad de un sistema que los margina y esclaviza. Lejos de ser una utopía, esto es una responsabilidad colectiva, una deuda con las generaciones venideras y con los ecosistemas que aún subsisten. Hoy, más que nunca, necesitamos encender nuevas luces en este camino. Con este texto, esperamos aportar algunas.
Nos estamos resignando a ver, año tras año, cómo las llamas insaciables devoran los bosques, mientras el humo, denso y grisáceo se apodera del cielo, convirtiéndolo en un crepúsculo sin horizonte, teñido de sombra y asfixia. Estamos aprendiendo a respirar cenizas de ecosistemas calcinados, a tragar el aire áspero sin queja y sin medir realmente el daño que nos inflige, pero con la certeza inexorable de que nada podemos hacer, salvo esperar.
Esperar a que la lluvia llegue. A que el agua apague los incendios incontrolables y se alivie la sequía crónica que los alimenta, solo para que, al año siguiente, la misma tragedia se repita, con la indiferencia de quien ha normalizado el desastre. Mientras tanto, en la televisión, la radio y las redes sociales, el mismo discurso resuena como un mantra inquebrantable. El desmonte, la expansión de los pastizales y la transformación de la tierra forestal en monocultivos son el tributo inevitable al “desarrollo” que Bolivia tanto anhela.
Sin embargo, en los confines de la frontera agropecuaria, donde la carencia y la inequidad se arraigan como raíces profundas, donde la falta de movilidad social condena a generaciones enteras a la migración como el último vestigio de esperanza, el tan invocado y tan mal empleado “desarrollo” no es más que una promesa estéril. Sin caminos alternativos, la necesidad pesa como una losa y empuja a quienes buscan salir de la subsistencia hacia el modelo agropecuario hegemónico: una maquinaria insaciable que devora el porvenir y nos precipita, sin tregua, hacia un cada vez más real colapso ecosistémico; un futuro apocalíptico.
¿Existe otro camino? ¿Puede el país romper las cadenas de un modelo que devora sus propios ecosistemas y los reduce a cenizas en nombre de la producción y la exportación? ¿Es posible imaginar un futuro en el que una vida digna no dependa de la destrucción de los bosques que nos sostienen?

Sin rodeos: Sí, ¡mil veces sí!
Las alternativas a este modelo existen y no necesitan ser inventadas. Desde siempre, los bosques y otros ecosistemas han proveído, sin necesidad de ser desmontados, una diversidad de productos capaces de sostener economías regionales e incluso, nacionales.
La cuestión no es si podemos depender de los bosques, sino, por qué hemos relegado su aprovechamiento sostenible durante tanto tiempo y cómo trazar un camino a futuro. En Bolivia, la castaña no es solo un recurso, sino un pilar económico: con exportaciones que superan los 170 millones de dólares anuales—el doble que el sector maderero—y más de 75,000 fuentes de trabajo directo estacionales, su impacto es innegable. No estamos ante una quimera ecologista, sino frente a una alternativa económica real, viable y sostenible, siempre y cuando se cuestionen las dinámicas internas de distribución de los recursos, y no como hasta ahora que unos cuantos acaparan las ganancias.
Históricamente, aunque es fundamental evitar una mirada idealizada o romántica sobre sistemas de explotación y despojo, existen ejemplos de economías basadas en recursos forestales. A finales del siglo XIX y principios del XX, la goma, y en el siglo XIX, la quinina, generaron enormes riquezas, pero concentradas en unas pocas manos y sostenidas por formas de trabajo forzado, cercanas a la esclavitud.
Hoy en día frutas como el asaí y el cacao silvestre, semillas como la castaña amazónica, el cusi y la almendra chiquitana y resinas como el copaibo, forman parte de dinámicas cadenas de valor, tanto domésticas como de exportación. Su comercialización, sin embargo, no está exenta de desigualdades y contradicciones. Aun así, estos productos generan beneficios económicos significativos para las comunidades locales y las economías regionales que los producen. Cuando se gestionan adecuadamente, pueden convertirse en modelos de aprovechamiento ecológicamente sostenibles.
Su sostenibilidad, sin embargo, no es una condición inherente, sino el resultado de una gestión fundamentada en principios ecológicos. Esto exige, respetar las capacidades de regeneración de los ecosistemas, evitar su sobreexplotación y aplicar prácticas de manejo que garanticen la conservación de la biodiversidad. A ello se suma la adopción de buenas prácticas de extracción, esenciales para equilibrar su aprovechamiento con la integridad de los ecosistemas de los que dependen.
Ahora bien, ¿qué significa esto en la práctica? ¿Son los productos forestales no maderables, o frutos amazónicos, realmente una alternativa real frente al modelo agropecuario tradicional?
La castaña (Bertholletia excelsa) es el ejemplo más elocuente de este potencial desaprovechado. Su recolección no es solo una actividad estacional y precaria, sino el pulso vital de una región donde la selva no es un telón de fondo: es la base misma de la economía e identidad amazónica.
Este fruto emblemático se concentra en el norte amazónico del país, abarcando el departamento de Pando y los municipios de Ixiamas en La Paz, así como las provincias Ballivián, Vaca Diez e Iténez del Beni. . En otras palabras, los municipios donde se concentra la mayor parte de la población beniana. En esta vasta geografía, hogar de 392,599 personas—equivalentes al 3,4% de la población nacional—, la castaña no solo define modos de vida, sino que estructura la economía local. Los números hablan por sí solos. Se estima que 75,650 personas participan directamente en el sector, lo que representa el 52% de la población activa de la región. De ellas, el 80% se dedica a la recolección durante la zafra, el 16% a la transformación del producto y el 3,1% restante al transporte, acopio y comercialización.
En la última década, las exportaciones de castaña han mostrado niveles fluctuantes, con un promedio anual cercano a los 170 millones de dólares. Bolivia, el principal exportador mundial de castaña, abarcó aproximadamente el 70% del mercado global en 2023. Para dimensionar su impacto, el valor de estas exportaciones duplica al del sector maderero y alcanza niveles comparables a los de la carne bovina. No obstante, su aprovechamiento está sujeto a una lógica estacional: una zafra de cuatro meses (diciembre-marzo), seguida de un período de postproducción y comercialización. Como es característico en muchas cadenas de valor agroforestales, la distribución de ingresos varía entre sus distintos eslabones.
En el caso de la castaña, las y los zafreros, responsables de la recolección en los bosques, perciben ingresos mensuales que dependen tanto de los precios como de su capacidad de cosecha. En una recolección familiar de volumen promedio (43 barricas) y con un precio medio de Bs. 450 por barrica (equivalente a Bs. 150 por caja), el ingreso neto mensual estimado asciende a Bs. 4,200 durante los meses de zafra. Es fundamental señalar que la zafra es un trabajo extenuante, realizado en condiciones adversas, donde los accidentes son frecuentes y, en particular, la caída de un coco o una mordida de víbora puede resultar fatal.
En el proceso de beneficiado, las tareas realizadas principalmente por mujeres quebradoras generan un ingreso promedio de 2,200 bolivianos mensuales, mientras que el caso de los hombres oscilan entre 3,000 y 4,000 bolivianos. El trabajo en las plantas de beneficiado es repetitivo y extenuante, con efectos adversos para la salud a largo plazo. Para las mujeres, esta situación se ve aún más agravada por la doble carga laboral, ya que, además de sus jornadas en la industria, deben asumir las responsabilidades domésticas y de cuidado.
A pesar de estas condiciones, la economía de la castaña se destaca dentro del ámbito rural boliviano como una de las actividades más rentables para los primeros eslabones de una cadena agroforestal. En 2023, los ingresos promedio en el sector agropecuario y forestal de Pando alcanzaron los Bs. 3,751 mensuales, superando ampliamente el ingreso rural promedio nacional, que se sitúa en Bs. 1,301 al mes.
En contraste con la castaña, la ganadería se erige como la otra gran actividad productiva del norte amazónico, especialmente en el Beni, donde ha sido incorporada al imaginario colectivo como un pilar de la identidad regional. Sin embargo, esta percepción contrasta con la realidad estadística: en un departamento con 477,441 habitantes, existen apenas 8,444 predios ganaderos. Cuantificar cuántos son realmente ganaderos es una cuestión tanto sociológica como semántica: poseer una empresa ganadera no hace de alguien un ganadero, así como trabajar con ganado no basta para definirse como tal. De igual modo, criar unas pocas cabezas de ganado no implica necesariamente que sea la principal fuente de sustento ni que marque la identidad social. No hay registros oficiales ni sectoriales que permitan estimar con precisión el empleo directo e indirecto que genera la ganadería. Lo que sí es incuestionable es su papel como principal motor de la deforestación en Beni y Pando.
Además, la estructura de la propiedad y por lo tanto los ingresos en este sector son profundamente desiguales. El 86% de los predios ganaderos son de carácter familiar y concentran apenas el 18% del hato ganadero del departamento, con un promedio de 77 cabezas de ganado por unidad productiva. Estos predios pertenecen a pequeños productores, y en la región de Moxos, perciben ingresos mensuales de entre 1,400 y 1,700 bolivianos, un monto significativamente inferior a la de los trabajadores de la castaña. En el extremo opuesto, se encuentran los 273 predios ganaderos empresariales del Beni, cuya concentración de tierras y capital les permite generar ingresos por predio que oscilan entre 24,000 y 50,000 bolivianos mensuales, acumulando la mayor parte del hato ganadero del departamento.
Retomando el caso de la castaña, es fundamental destacar que su cosecha es estacional, lo que permite complementarla con otras actividades agropecuarias y el aprovechamiento de distintos frutos amazónicos. Entre ellos, el asaí (Euterpe precatoria) ha cobrado creciente relevancia en el norte amazónico y, en menor medida, en la Chiquitania. Este fruto, extraído de una palmera nativa, se cosecha entre abril y agosto y goza de una creciente demanda, no solo en Bolivia misma, pero también en mercados como Estados Unidos, la Unión Europea e incluso Asia. Es más, el día de hoy su demanda mundial se estima a USD 1,5 mil millones y podría crecer en USD 800 millones adicionales en 6 años y tener niveles cercanos al valor actual de las exportaciones de cacao del continente latino americano.
A diferencia de la castaña, el asaí aún no ha logrado consolidarse como un producto de exportación a gran escala en Bolivia, a pesar de su producción en expansión. No obstante, casos emblemáticos, como el del asaí del Porvenir, en el norte de Santa Cruz, demuestran que es posible alcanzar mercados internacionales, logrando exportar la mayor parte de su producción a la Unión Europea. Este ejemplo evidencia que, con estrategias adecuadas—incluyendo inversión pública, articulación con comercializadoras y el fortalecimiento de cadenas de valor existentes—es viable abrir nuevas oportunidades sin caer en dinámicas que profundicen desigualdades estructurales.
El potencial de frutos amazónicos no se limita al asaí. Diversos aceites vegetales, como el de cusi (Attalea speciosa) y copaibo (Copaifera spp.), así como variedades de almendras comestibles, cuentan con posibilidades de expansión. Sin embargo, su crecimiento sigue restringido por la escasa demanda nacional y la falta de inserción en mercados internacionales. Superar estas limitaciones requiere políticas públicas que promuevan el desarrollo sostenible de estos productos, garantizando que su aprovechamiento no solo genere ingresos, sino que también contribuya a la conservación de los ecosistemas que los sustentan y a la economía de sus habitantes sin precarizarlos.
Además, es fundamental subrayar que la cosecha de los frutos amazónicos es altamente intensiva en mano de obra, lo que no solo genera empleo, sino que también permite una distribución más equitativa del ingreso dentro de las economías locales. En contraste, actividades como el monocultivo de soya o la minería aurífera, altamente mecanizadas, dependen en gran medida del diésel y otros insumos importados, cuyos costos benefician principalmente a actores externos, limitando su impacto en el desarrollo regional. Eventualmente los impactos de esos sectores generaran costos socio-ecológicos, en materia de salud, desastres naturales y otros que el Estado tiene que asumir.
Desde una perspectiva económica, modelos productivos como el de la castaña, al favorecer una mayor circulación interna del ingreso, no solo dinamizan el comercio local, sino que también estimulan la diversificación productiva, beneficiando incluso a sectores no directamente vinculados a estas cadenas de valor. En este sentido, su contribución va más allá de los ingresos directos, dado que reducen la dependencia a actividades extractivas con alto impacto ambiental y bajo retorno social.
Sin entrar en el amplio abanico de beneficios que ofrecen los ecosistemas saludables—especialmente los amazónicos—es crucial subrayar un punto. El modelo actual de expansión agropecuaria está intensificando sequías severas y recurrentes, así como incendios forestales. Paradójicamente, también aumenta la frecuencia y gravedad de las inundaciones, debido a los cambios en la capacidad de infiltración del suelo. Todo esto impacta directamente la agricultura, la ganadería y, en consecuencia, la seguridad alimentaria. Su perpetua expansión constituye un riesgo sistémico para el país en su conjunto, amenazando además las economías basadas en frutos amazónicos, que, valga la redundancia, resultan incompatibles con dicho modelo de “desarrollo’’.
En un país donde la crisis financiera y la incertidumbre electoral dictan el rumbo, resulta impostergable repensar el modelo agropecuario que nos han vendido como un éxito incuestionable. Su legado es inequívoco: concentración de la riqueza, destrucción ambiental y una dependencia cada vez mayor de mercados volátiles. El Estado no puede limitarse a fomentar el crecimiento de las cadenas de valor de los recursos naturales; debe garantizar que su explotación sea sostenible, que sus precios no se hundan en los mismos ciclos de auge y desplome que han condenado a otras materias primas, y que los beneficios lleguen a quienes realmente los generan. Porque el “desarrollo” no se mide en cifras abstractas ni en exportaciones récord, sino en la solidez de los derechos laborales, en el acceso a seguridad social, en la estabilidad de los ingresos y en una distribución de la riqueza que no perpetúe desigualdades, sino que las repare.
No podemos seguir avanzando en un modelo que nos devora desde dentro, que ensancha las brechas de inequidad, que expulsa a comunidades enteras de sus tierras y nos condena, cada vez más, a la dependencia de un agroextractivismo ecocida. La respuesta ha estado siempre en nuestros bosques, pero no como una riqueza que se arranca y se vende al mejor postor, sino como un ecosistema vivo, capaz de sostener economías diversas y prósperas. Hoy es la castaña; mañana, el asaí y tantos otros frutos del bosque, junto con aceites vegetales, productos medicinales, y servicios como el turismo, que no requieren la destrucción de los ecosistemas para generar bienestar. Pero el bienestar no se reduce a ingresos: se construye sobre derechos garantizados, sobre el acceso a la tierra, la salud y la educación de calidad, sobre la dignidad de quienes han sido históricamente postergados. Esa es la verdadera deuda del Estado Plurinacional de Bolivia con estas regiones y sus pueblos, una deuda que no puede seguir profundizándose, sino que debe, de una vez, empezar a saldarse.
***
Autores
-
Stasiek Czaplicki
Economista ambiental especializado en cadenas de valor agropecuarias y forestales, con más de 10 años de experiencia. Investigador y activista boliviano enfocado en deforestación y en investigación corporativa y financiera. Cuenta con una amplia trayectoria en ONG nacionales e internacionales, organismos multilaterales y think tanks globales (WWF, FAO, Climate Focus, Oxfam, CIPCA). Actualmente forma parte del equipo de Revista Nómadas donde además de realizar investigaciones periodísticas, ejerce como gerente de proyectos y asesor técnico. Stasiek Czaplicki, junto a Iván Paredes, ha sido galardonado con el Premio al Periodismo de Investigación Franz Tamayo 2024 por el reportaje Bolivia no se baja del podio de países que más monte pierden en el mundo, en el que abordó la alarmante pérdida de bosques en Bolivia durante el 2023.
-
Vincent Vos
Nació en el año 1975 en los Países Bajos donde estudió biología en la Universidad de Utrecht. Luego de realizar una maestría en ecología forestal en la Amazonía boliviana en el año 2001, decidió establecerse en Bolivia. Ha trabajado con una diversidad de instituciones públicas y privadas ampliando su área de investigación hacia la ecología tropical, cambio climático, gestión integral de bosques y medios de vida rurales. Con el tiempo ha ido especializándose en investigaciones y sistematizaciones sobre opciones sostenibles de desarrollo para la Amazonía boliviana. Mientras que su participación en estudios ecológicos internacionales le ha ganado un espacio entre los cinco científicos más citados de Bolivia, Vincent también ha elaborado un gran número de publicaciones más aplicadas, dirigidas a la población de la Amazonía boliviana misma. También es reconocido por sus más de 10.000 registros fotográficos y creciente número de publicaciones sobre la diversidad de flora y fauna en la Amazonía boliviana.