“Es bueno lo que gusta y gusta lo que da placer” – Roland Barthes –
Polenta y leche al desayuno, empieza así mi más profunda melancolía. La polenta se recalentaba encima de la estufa a leña y a la leche estaba permitido añadirle el café recién salido de la Moka. Me sigo preguntando si habrá una poesía para esta emoción, que cumpla el estado de ánimo de aquel instante. Leo a Seamus Heaney, poeta irlandés que con el ánimo de su tierra ha logrado mezclar el azadón con el lápiz, en su poesía he encontrado aquellas mañanas frías de mis inviernos lejanos, en su melodía he revivido saberes y sabores, las imágenes de la polenta bien cortada con el hilo de cáñamo y que se ofrecía con algunas partes quemaditas, sabor a maíz de nuestra tierra y su costra que aun extraño.
Viajar por la Italia que yo saboreé es un viaje que hoy parece arqueología. Me lo dicen ya mucha gente, me doy cuenta de que soy de una generación analógica, del salame cortado en rodajas gruesas y del pan hecho con harina y pathos. Conocimos a gente de pueblo que sabían improvisarse, un día eran albañiles, y el otro carnicero de porcinos. Venían a construirte la casa y en diciembre a matar el chancho que habías criado en el hogar. Manos fuertes y cerebros finos, como todos los campesinos del mundo sabían también curarse con los métodos más naturales. En diciembre empezaba su gran oportunidad, de casa en casa iban preparando embutidos mientras nosotros entrabamos en un cuadro de Brueghel, y ya un poco más maduros, en la enorme película Novecento de Bertolucci.
“La polenta y leche al desayuno desatan una profunda melancolía ligada a los inviernos pasados”.
Si nos acercábamos más hacia la provincia de Treviso, era una variedad de lechuga, el llamado Radicchio rosso de Treviso que la hacía de dueño. Chistes y gastronomía se fusionaban con esta verdura que en esta provincia fue superada solo por otro producto estrella, el vino Prosecco. En un restaurante en pleno centro de esta singular ciudad, nos comimos la mitad del sueldo mensual degustando las bolas de un toro. En el famoso restaurante Alfredo El Toulá, imaginado que Giuseppe Ungaretti y Giovanni Comisso iban apareciendo, uno pidiendo un plato que reuniera el recuerdo de la sangre derramada a poca distancia de ahí, en el heroico Piave, durante la Gran Guerra, y el otro después de haber degustado el Tiramisú, recordarle a todos los presentes que su abuela, la condesa Giuseppina Tiretta, noble dama y activa en el Risorgimento italiano, fue la testigo del Tiramisù en el siglo XIX en Treviso, introduciendo en la receta las galletas savoiardi como símbolo de la apertura de Treviso y del Véneto hacia la unidad de Italia. Recordemos que los savoiardi son las galletas de representación de la casa real de Saboya. La tradición oral también cuenta con una influencia de los burdeles de Treviso en la creación del postre, donde se ofrecía y consumía, y donde se consolidó el nombre Tiramisù. Nosotros recordábamos que desde niños nos daban el “sbatudin”. Este sbatudin fue el precursor del Tiramisù, con yemas de huevo batidas con azúcar, creando una base primitiva para el postre.
“Venessia lé naltra Napoli” (Venecia es otra Nápoles), viveza criolla que se ha ido generando gracias a miles de contactos humanos. Turcos y galeotti (el galeotto veneciano, un poco brigante y un poco Lazarillo de Tormes). Aquí el perfume a pescado es amargo y es dulce, en Venecia pedirás “risi e bisi” en invierno y el “Sguazzetto” durante todo el año (pero sin olvidarse de la receta horror que sigue acompañando este plato típico veneciano), y en el verano tormentoso de Thomas Mann el pescado tendrá que ser el plato principal, vino blanco de tierras negras, de los Montes Béricos o de Soave, de las Colinas Euganeas o Pinot Grigio de I Magredi. Caminando libre por esta “inverosímil ciudad” su dialecto es un cantar de gondolieri, es el soplar el vidrio que trae el viento desde el mundo fenicio, el arte de las encajeras de Burano, llamado “la puntada en el aire”. En el archipiélago que forma Venecia un sabor convence y otro atrae, uno hipnotiza y el ultimo engatusa. En Santa Lucia vi partir un Trans Europe Express con rusos que vinieron a ofrecer sus reliquias del Soviet y volvían a su tierra con valijas llenas de queso parmesano y vinos Spumante.
He vivido un año de bohemia en Rimini. Entre piadina con crescione y playas desiertas en invierno, la neblina que envolvía San Giuliano despertaba el amor para las tabernas donde marineros y filibusteros se refugiaban al retorno de las pescas y del contrabando. Ahí el Sangiovese y la dulzura romagnola acompañaban las noches en las que nosotros, marineros de aguas dulces, deberíamos haber vigilado el mar. Comíamos branzino preparado a la brasa por pescadores tunecinos, mientras que en verano todo se freía; cerveza Peroni que nos salía hasta por los cabellos y cafés fríos en el Baretto del puerto. Cerca de donde Paolo y Francesca consumieron lo que Dante nos narró en su obra maestra, los veranos eran de los nuevos pecadores, que bajando de las colinas con sus productos de la tierra y las manos callosas delineaban el nuevo horizonte de la ciudad Amarcord de Fellini. De lejos podíamos oír el canto poético de Tonino Guerra, el mundo campesino que se dejaba corromper por un canto de sirenas alquímicas.
“El viaje por la Italia que conocí es ahora una arqueología de sabores y recuerdos”.
El breve viaje en la cocina italiana nos deleita y reconoce que nuestros quesos infieren al chauvinismo francés, los embutidos hieren a los teutones y los vinos embriagan a todos los aedos griegos. Nuestra cocina no nace en los salones imperiales, es la cocina que acompañó el Cesar en su campaña de Galia, y la única que bautizó con la vista al tomate –pomodoro a la corte de Nápoles- y la que hizo de la berenjena al chocolate un unicum de la cocina italiana: materia gastronómica, científica, filosófica, y narrativa para curiosos ante litteram.
En Florencia sirven una chuleta, la bistecca alla Fiorentina, carne de buey de raza generalmente Chianina o Maremmana y que posee un grosor mínimo de 4 centímetros. En una calle oscura del centro de la capital del Renacimiento había las “buchette del vino”, genialidad toda toscana para evadir los impuestos de la venta de vino y que sirvió para evitar contagios durante las plagas del Renacimiento y que, me cuenta Michele de Pontassieve, fueron reabiertas durante la pandemia de COVID-19 para varios comercios. Cuando en nuestra primera excursión en Florencia nos fijamos en estos excéntricos agujeros en las paredes, algo de misterioso nos pasaba por la mente, el medio evo y las tinieblas de una época aun poco explorada nos ofrecía alusiones a los cuentos de Lovecraft, al amado Edgar Allan Poe. Florencia fue la cocina de Leonardo da Vinci, el saber del maestro florentino, que aconsejaba cuidar en la cocina el agua que era primordial, y se debía tener una provisión constante de agua hirviendo, un suelo siempre limpio y eliminar las ranas de los barriles de agua de beber.
El restaurante más fantástico que, desde cuando éramos niños íbamos sumergiéndonos como funámbulos noche y día, era y seguirá siendo el Gambero Rosso, noble invención de aquel solitario escritor que fue Carlo Collodi, al siglo Carlo Lorenzini, para nada amante de los niños y, sin embargo, creador del evangelio de la infancia por antonomasia, el Pinocho.
“Tras caminar y caminar y caminar, cuando la tarde ya iba a morir, llegaron muertos del cansancio a la Hostería del Cangrejo Rojo. —Detengámonos acá —dijo la Zorra—. Comamos un poco y reposemos unas horas. A medianoche reemprenderemos el viaje, para lograr llegar mañana al alba al Campo de los Milagros. Entraron a la Hostería y se sentaron los tres en una mesa, pero ninguno de ellos tenía apetito. El pobre Gato, sintiéndose gravemente indispuesto del estómago, no pudo comer otra cosa que treinta y cinco salmonetes con salsa de tomate y cuatro porciones de tripas a la parmesana, y como la tripa no le parecía suficientemente aliñada, tres veces pidió mantequilla y queso rallado. La Zorra también habría devorado con gusto cualquier cosa, pero como el médico le había ordenado una dieta rigurosísima, se debió contentar apenas con una liebre de sabor dulzón, acompañada de pollos y gallos tiernos. Después de la liebre se hizo llevar, para completar, un guiso de perdiz, conejo, rana, lagarto y uva del paraíso. Y luego no quiso nada más. La comida le había producido tantas náuseas, decía ella, que no podía acercarse nada a la boca. El que menos comió fue Pinocho. Pidió un montoncito de nueces y un pedazo de pan, y dejó en el plato las dos cosas. El pobre, con el pensamiento fijo en el Campo de los Milagros, se había indigestado anticipadamente con las monedas de oro”. ¿Quién no ha deseado un día entrar en el restaurante o, acompañados por Pinocho, en el cuento del gran Collodi?
Bajando de un tren en la estación Termini en Roma no me puedo escapar de Federico Fellini, sus mesas pantagruélicas desafían la gravedad de la gula, solo su cine pudo poner frente a nuestros ojos semejantes bellezas, Satyricon y mesas populares, visiones de futuros gourmet y el minimalismo que se aproximaba. La cocina felliniana es la cocina popular, llena de trattorias donde el hambre se iba saciando con interminables cenas grandiosas y feroces en las que se devoraban cabezas de cordero, tripas, caracoles y donde veíamos también a niños pequeñitos chupando ojos y cerebros de cabritos. Una Roma que podía haber sido imperial, fascista y papalina y que, sin embargo, según Fellini era una ciudad africana.
Matrimonios en Mamma Roma que colorean el blanco y negro pasoliniano, la comida era aún un lenguaje dialectal, la profecía del poeta hizo que todo se fuera transformando en una Koiné gastronómica.
“La cocina italiana, nacida en la simplicidad, desafía la sofisticación de otras cocinas del mundo”.
En Campomarino, cerca de Foggia, comí el más rico caldo de pescado de mi vida, un “Brodetto” preparado en el mismo barco que nos transportaba hasta las islas Tremiti, preparado por unos molisanos siempre alegres y atentos a la pesca. El chorrito de aceite de oliva verde como el jade y con trazas de peperoncino picante, penetró el caldo y extasió nuestros paladares, hasta tocar la playa de arena blanca como la leche.
Cuando probé por primera vez una verdadera muzzarella de búfala de la provincia de Caserta, me acordé de las narraciones de mi padre, que había hecho el servicio militar en Agropoli, antes de ser embarcado en Nápoles en 1941 para la nefasta misión en Tobruk. Me contaba que las dietas del ejército, según el Manual comprendían 250 gramos de carne enlatada, medio kilogramo de galletas secas, salsa de carne embotellada para la pasta, extracto de carne, leche en polvo y sustitutos del café. Él nunca probó nada de todo esto, pero sí, me contaba que muchas veces se acercaba a una parcela de frutales y arrancaba lo que lograba para satisfacer el hambre que tenían, él y sus comilitones. Varias veces, sin ser vistos por los superiores, retiraban “la dieta” destinada a los perros de los oficiales y la iban compartiendo entre los soldados más hambrientos.
Nápoles es siempre un capítulo aparte. La porosidad que vislumbró Walter Benjamin y la plebe que tanto asombró a Toqueville siguen andando por las calles de la ciudad nueva, Neapoli, griega, cumana, Palepoli o Partenope, venustidad napolitana en sus platos y en su gente. Solo Matilde Serao, en su viaje que es un viaje que yo mismo hice, imaginario y real, “anema e core” (Alma y corazón) entre callejuelas (i Vicoli) donde desde cada ventana un sabor nuevo sale invadiendo el territorio y el olfato del transeúnte. Lo que comen los napolitanos solamente Dios lo sabe. En el vientre de esta psicodélica ciudad circula la futura digestión de santos y pecadores, de diablos que sufren y gozan de este paraíso encantador.
Tarento es el negro de sus mejillones, mar transparente y el sabor de la sal que invade nuestra cavidad nasal. Comíamos en una pizzería de la calle Cesare Battisti mejillones con diferentes tipos de pastas, encima de las pizzas, dejando que su delicioso jugo negro se mezcle con el rojo del tomate. Birra Raffo eterna compañera, y un Borsci San Marzano como digestivo.
Tarento fu la ciudad que me obsequió un otro paladar. Los sabores del Mediterráneo fueron gratuitos, el picante que curó mi predisposición a las hemorroides completó una obra también terapéutica.
También Mario Soldati y Guido Piovene ayudaron en la difusión de la buena cocina italiana. Escritura libre de maniqueísmos y llenas de mesas que se deleitaban en la plática mordaz, de palabras siempre bien pensadas, etnólogos de una gastronomía que aún no había alcanzado su merecido lugar. Radiografías de una tierra, de su gente y de su gastronomía que seguimos disfrutando en sus libros. Pellegrino Artusi encontró lectores, y después de años un Remix en Don Pasta, alias Daniele De Michele, economista, dj y apasionado de cocina popular: “La tradición en cocina no existe, existen los pueblos”, como también en Italia mereceríamos una nueva constitución, una que empiece así: “Italia es una república basada en el trabajo, el sofrito y el tomate”. Y al Héroe de dos mundos, Giuseppe Garibaldi, le debemos la boutade, o la declaración tal vez apócrifa que: “Serán los macarrones, lo puedo jurar, los que unirán Italia”. Tarea imposible para sangres Unas y Cartaginés. El poeta Osvaldo Guerrini, firmándose con el seudónimo de Lorenzo Stecchetti, a finales del 1800 declaró que: “Las diversas razas tienen personalidades distintas, y si son fuertes o tacaños, o de grandes virtudes o víctimas de notorias debilidades, ello depende en gran medida de los alimentos que comen”. Somos lo que comemos, definitivamente.
Lecce es así: piedras amarillas, pizzi leccesi y aceite de oliva que cuesta menos que el agua. La Florencia del sur vive mirando el mar y saboreando envidiables riquezas. Todo el Salento es una exquisitez culinaria, cada ingrediente puesto en su justa dosis y en su preciso lugar. Minucioso trabajo de los seres humanos y del tiempo. El Gringo loco, mi gran Maestro Giovanni Pellegrino, cuantas recetas me enseñó y cuanto pathos sabía ponerle en sus enseñanzas, en cada palabra un sabor, en cada receta un saber, él me transportó en la Grecia que seguía viva en los pueblos grekanicos, en las fabulas de Esopo y en la cultura campesina que aún le canta y le sonríe a la vida.
Brindisi es donde comieron el poeta Virgilio y el emperador Adriano. Mi viaje se detuvo un día en Mesagne, la Regina Viarum de los mil sabores, friselle y tomates rojos como la sangre nahuatl, no creo exista otra tierra que se haya identificado con este fruto de las Américas. El sur de Italia vive el pomodoro ya en su nombre y en el plato, pummarola encima de la pizza, con el fraile Bernardino de Shagún encontramos el primer testimonio de este fruto, en su Historia general de las cosas de la nueva España, con su gusto etnológico y un auténtico interés por las cosas nuevas, teje narraciones llenas de nuevos sabores: “mujeres nahuatl mezclaban ají, pepitas, tomatl, chiles verdes para hacer salsas muy sabrosas”.
El trigo Cappelli y el Tavoliere delle Puglie. La diosa Deméter sigue viviendo aquí, con un ojo mirando la Grecia y el otro el amarillo del trigo que se volverá pan, pizza, friselle y pasta.
Identidad y alimentación, la buena cocina es inseparable del sur de Italia, el mediterráneo la inspira, el norte aporta con sus recetas que enfrentaban el clima más rígido. Una nouvelle cuisine o una Babel gastronómica; en los viajes de los pueblos, a veces auténticos trasvases étnicos, uno lleva la pimienta y el otro el pimentón, uno la polenta y alguien la vid. Los occitanos fueron llevados hasta la Calabria más profunda, los ligures en tierra Sannita y los vénetos hasta las lagunas Pontinas. Todos los migrantes tomaban el dulce treno del sur cargados de peperoncino, aceite de oliva, tomates secos y nduja. Algunos con arancini y otros con “el vino fuerte del sur que hace saborear el infinito, a toda la gente de boca buena”.
Nuestra cocina es Alberto Sordi que, recordando su raíz, saca el buen plato de maccheroni y bota a la comida americana, en la escena CULT en Un americano a Roma, es la Pastasciutta Antifascista de casa Cervi, todos los años recordando la histórica pasta que la Familia Cervi ofreció a los habitantes del pueblo de Campegine después de la destitución y el arresto de Benito Mussolini, el 25 de julio de 1943. Nuestra cocina es Miseria y nobleza que solo Totó pudo expresar así tan noblemente. Hambre siempre llena de dignidad y de poesía.
Mortadela en Bologna y Birra Moretti en Udine, Birra Messina en Sicilia ¿será que aún es el agua el elemento que diferencia una cerveza de otra cerveza? Apenas tocaba tierra en Sicilia arancini, caponata, alcaparras invadían nuestros paladares. Giovanni Verga no fue solamente el narrador de la miseria y de las malas condiciones de vida de los campesinos y los pescadores sicilianos del ‘800, fue también el coraje de demostrar en la carne y en la sangre de los hombres que solamente aceptando el propio destino cada uno puede encontrar la dignidad y, tal vez, hasta la paz. Con El Gatopardo, Giuseppe Tomasi de Lampedusa llevó a luz otras características, más aristocrática, por cierto, de la idiosincrasia siciliana. La mesa de Verga es abisalmente distante de las mesas de Tomasi de Lampedusa.
También Adam Smith reconoció el valor del campo y del trabajo de la tierra: “La ciudad obtiene del campo toda su riqueza y subsistencia. Si las instituciones no hubieran frustrado las inclinaciones naturales de los seres humanos, las ciudades no habrían crecido más de lo que podía sostener la producción agrícola del territorio donde estaban emplazadas. El destino original del hombre fue el cultivo de la tierra”.
Viajando a través de la cocina italiana, en la metáfora que uno de los platos más típicos con la cual nos identificamos, los spaghetti al pomodoro, nos encontraremos con que “los orígenes de nuestra identidad (lo que somos) casi nunca nos lleva a reencontrarnos nosotros mismos (lo que éramos), sino otras culturas, otros pueblos, otras tradiciones, cuyo encuentro y mezcla han producido lo que hemos llegado a ser”.
Seguimos viajando, degustando y saboreando los saberes de miles de años de hibridaciones culinarias. Me levanto y voy a prepararme un panino con la polenta, el encuentro de las culturas tal vez está todo ahí.
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Sobre el autor
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Maurizio Bagatin
(Pordenone, Italia, 18 diciembre 1966), nacido por azar en Italia, viajó un poco y escribió un poco, en la búsqueda de conjugar la huerta con la biblioteca, sigue regando jardines y cultivando palabras. Tiene textos inéditos y mucho otro material en el ciberespacio.