El video comienza con el lento caminar de un puercoespín, sus púas erizadas, sus movimientos cautelosos, como si no supiera si es seguro avanzar o detenerse. El suelo que pisa es seco, pero no está quemado. Ha llegado a la estancia de mi amigo, un lugar donde se practica la ganadería regenerativa en la Chiquitania (Santa Cruz, Bolivia), donde el bosque aún tiene un valor sagrado. Pero este puercoespín no pertenece aquí. Viene de lejos, de lo profundo del bosque que ya no existe, del corazón de la Chiquitania que fue consumida por el fuego.
El fuego no discrimina, arrasa con todo lo que encuentra a su paso: árboles, animales, incluso las esperanzas de quienes dependen de la tierra para vivir. Mi amigo me cuenta que este pequeño sobreviviente ha llegado hasta su hacienda donde practica la ganadería regenerativa, buscando refugio, escapando del infierno que su vecino, una gran empresa agrícola, ha deforestado 30 mil hectáreas de bosque, un espacio de naturaleza borrado del mapa en nombre de un progreso que parece no tener límites.
El fuego no discrimina, arrasa con todo lo que encuentra a su paso: árboles, animales, incluso las esperanzas de quienes dependen de la tierra para vivir.
Mientras el puercoespín busca un lugar para descansar, me pregunto cuántos más quedaron atrás. ¿Cuántos animales no lograron escapar de las llamas? ¿Este pequeño ser es un testimonio silencioso de lo que está sucediendo en la Chiquitania: una tragedia ambiental financiada por nosotros mismos?, ¿por los créditos a tasas irrisorias que se otorgan con dinero de nuestras pensiones, tal como lo investigó y denunció un estudio que hace pocos días publicamos en Revista Nómadas? Si desmontar un bosque cuesta al menos 350 dólares por hectárea, la empresa que ha deforestado al lado de la hacienda donde se practica la ganadería regenerativa puede que hubiera invertido más de 10 millones de dólares solo para eliminar lo que la naturaleza tardó siglos en crear. Y también puede que lo hubiera hecho gracias a préstamos que no deberían haber existido, a un sistema que premia la destrucción en lugar de la preservación.
El puercoespín mira con unos ojos de espanto. Ha dejado atrás el infierno, pero su hogar ya no existe. ¿Cuántos más, como él, intentarán encontrar refugio en un mundo que se encoge cada vez más, cercado por la expansión agrícola y la devastación? Mi amigo, que cuida su tierra con amor y respeto, sabe que su pequeño rincón de regeneración es una excepción en un mar de destrucción. Su vecino, por otro lado, ha optado por arrasar todo a su paso, sin considerar las consecuencias a corto y largo plazo.
También se sabe de denuncias de que las tierras, oficialmente tituladas a nombre de comunidades campesinas e interculturales, en muchos casos, son en realidad manejadas por grandes intereses corporativos. Es una farsa legal que permite la explotación desmedida de recursos, mientras los verdaderos dueños —tanto humanos como animales— son desplazados o, en el caso de muchos, mueren en el proceso. El progreso no debería ser esto. El fuego que ha arrasado la Chiquitania no solo destruyó árboles y fauna; ha quebrantado un ecosistema entero, y con él, las vidas que dependían de él para subsistir.
El puercoespín sigue su camino, pero ahora me doy cuenta de que su marcha es también la nuestra. Él escapa del fuego, pero nosotros, como sociedad, ¿de qué estamos escapando? ¿Del desarrollo insostenible? ¿De la falta de ética en los negocios que arrasan con todo? Este pequeño ser, que ha logrado lo que muchos no pudieron, me recuerda que aún estamos a tiempo de detener esta catástrofe, de cambiar el rumbo, de cuidar lo poco que queda.
Hoy, este puercoespín ha encontrado un respiro en la estancia de mi amigo, un lugar donde la naturaleza aún tiene una oportunidad. Pero ¿cuántos más tendrán la misma suerte?
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