Los dientes amarillos de las orugas han hecho bien su trabajo. No han dejado árbol en pie en esas brechas trazadas por los avasalladores dentro del Área Protegida Municipal Bajo Paraguá de San Ignacio de Velasco.
Desde arriba todo se ve.
En el monitoreo satelital realizado por el Observatorio del Bosque Seco Chiquitano de la FCBC este 2021, se constató un área de desmonte de 67 hectáreas que se realizó durante el año 2020, cuando Bolivia está encerrada en una larga cuarentena, dentro de la Reserva Forestal y Área Protegida Municipal Bajo Paraguá. Estos desmontes se produjeron al lado derecho del camino principal. Posteriormente, se registraron con los satélites la apertura de dos brechas de caminos y siete asentamientos con indicios de desmontes nuevos. A la fecha los desmotes en estas áreas suman aproximadamente a 80 hectáreas. Estas brechas y los desmontes a lo largo del camino fueron evidenciadas con cuatro sobrevuelos que se realizaron en diferentes fechas por parte de la FCBC.
En todo ese trayecto se vieron torres de humo que se levantaban a lo largo y ancho del horizonte, superficies de tierras con árboles caídos y amontonados en columnas horizontales, listos para arder en una hoguera descomunal.
Revista Nómadas realizó dos sobrevuelos a poca altura sobre el cuerpo golpeado del Bajo Paraguá y también el Parque Nacional Noel Kempff Mercado. En ambas ocasiones, la avioneta despegó en Concepción, ingresó por la ruta de Santa Rosa, entró al Área Protegida, cruzó a las entrañas del Noel Kempff Mercado y salió por una de sus esquinas para seguir la ruta hacia Laguna Marfil que Bolivia comparte lo que le queda de sus aguas con Brasil. En todo ese trayecto se vieron torres de humo que se levantaban a lo largo y ancho del horizonte, superficies de tierras con árboles caídos y amontonados en columnas horizontales, listos para arder en una hoguera descomunal, bocanadas de fuego que salían de parcelas agroindustriales hambrientas por extender su frontera agrícola.
Los extremos palmo a palmo. Como la vida y la muerte en una misma habitación: el bosque saludable en algunos lugares y el suelo caliente del avance de la frontera agrícola de la gran industria y las huellas de los avasalladores, muy cerca de ahí. Desde el suelo se ve cómo la naturaleza cada vez está más arrinconada por la destrucción. Está ahí, agazapada como un animal indefenso.
En el nuevo paisaje Chiquitano ahora gobiernan manchas de fuego en tierras sin árboles. Y cuando el fuego ha terminado, quedan las huellas que no se borrarán ni con grandes tormentas.
La salud de la naturaleza, la va destruyendo el hombre.
—Estamos entrando a una zona de mucha humareda— dice el piloto que se esfuerza por no perder el horizonte de las colinas.
A pesar de la espesura del humo, los desmontes se hacen visibles porque es fácil detectar las nuevas deforestaciones. Los cuerpos de los árboles están apilados uno encima del otro. Después los colocarán en hileras para que se sequen al sol y el fuego los elimine de la faz de la tierra.
No quedará nada de ellos. Después de las lluvias desaparecerán hasta las cenizas que dejará el fuego.
Una historia que se repite año a año.
El avance de la agricultura cerca al Bajo Paraguá ejerce una presión sobre las áreas protegidas.
—El bosque que pronto no estará— dice el fotógrafo de Revista Nómadas que en abril había realizado un sobrevuelo por esta misma zona.
—Ahora estoy viendo nuevos desmontes. La muerte de la vegetación que aún está intacta, es cuestión de tiempo— dice, con una voz sin esperanza.
El piloto da una nueva advertencia:
El universo verde, el coro de árboles se rompe el PNNKM. Es un quiebre en seco. La fiesta de la naturaleza se ha convertido en un velorio al frente del río Tarvo, el límite entre la vida y la muerte, entre el Noel Kempff y la extensión de la frontera agrícola en el municipio de San Ignacio de Velasco.
—Estamos entrando a la zona de nuevos asentamientos. De flamantes deforestaciones.
Desmontes en plena Reserva Forestal y Área Protegida Municipal del Bajo Paraguá.
Un panorama desolador, recurrente: Árboles tumbados, apilados como un estorbo. Listos para que el fuego los consuma.
Allá, una brecha abierta como una herida en el lomo de un animal.
Más allá. Otra, y otra más…
Las orugas que arrancan los árboles empiten un destello que les arrebata el sol. Se las ve como a pequeñas hormigas amarillas.
Uno que otro galpón que levantaron los avasalladores también se hace visible como una cosa pequeña.
En total, se pueden contar los nuevos desmontes en el Área Protegida. Los dedos de las manos dicen que son ocho.
La avioneta avanza hacia el corazón del Bajo Paraguá. Van quedando atrás las deforestaciones ilegales y un mar verde de árboles hacen olvidar —por momentos— de lo que ha sido capaz la especie humana.
Una comunidad de árboles de serebó anuncian que la región amazónica está debajo y recuerda que el 80% del Bajo Paraguá es bosque amazónico, el 9% chiquitano y el resto lo conforman el cerrado y de un ecosistema privilegiado de este mundo.
Más allá, otra noticia triste. Las pampas aguadas están a punto de secarse. El avance de la frontera agrícola de la gran industria ocurrida en las cuencas y en las cabeceras de los ríos repercuten negativamente. Las Áreas Protegidas están siendo envestidas por dentro y por fuera. Con la sequía se han ido los capiguaras y las garzas y los lagartos. Cada vez les queda menos espacio en este mundo. Las desgracian los grandes industriales y también los interculturales que dicen ser pobres económicamente, que la tierra es de quien la trabaja. Pero esos supuestos pobres no entran con los bolsillos vacíos. Solo por citar un ejemplo, la oruga desmontadora gasta 28 litros de diésel por hora. Una hectárea es deforestada en cinco horas. Por lo tanto, se consumen 140 litros de combustible. Entonces, el costo de desmonte por hectárea es de 350 dólares. En esas 106 hectáreas deforestadas ilegalmente en el Área Protegida del Bajo Paraguá han costado —por lo menos— 37.100 dólares y los colonos han violado las leyes porque es tierra fiscal no disponible que —además— es de vocación forestal y no agrícola.
Las cenizas no mienten. El fuego consumió los árboles caídos hace pocos días.
Árboles nativos en flor dan la bienvenida al entrar al Bajo Paraguá.
Más allá, al fondo del horizonte, nace el Parque Nacional Noel Kempf Mercado que tienes una extensión de 1.523.446 hectáreas y que fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Aparece la meseta de Caparú, una especie de montaña plana en su cumbre, plana como una mesa inmensa, una herencia rocosa del periodo precámbrico que data de hace aproximadamente 950 millones de años y que se eleva por encima del bosque amazónico, con una superficie de 6.700 kilómetros cuadrados y una altitud que bordea los 1.000 metros.
Un gran espectáculo que entra por la ventanilla de la avioneta.
Solamente el 2020, en esa vecindad a la que se conoce como Marco Falso —donde existen dos grandes propiedades, Laguna Redonda y Santa Rosa— muy cerca de la frontera con Brasil, se deforestaron 5.031 hectáreas de bosque.
La meseta está ahí. Imponente, bella como una pintura de primavera. El piloto recuerda que a ese lugar emblemático también se lo conoce como Huanchaca y que en una vieja pista fue asesinado, el 5 de septiembre de 1986, el hombre a quien el Parque le debe su hombre: el biólogo Noel Kempff Mercado. Ese día triste también fueron asesinados el piloto Juan Cochamanidis y el guía Franklin Parada, quienes fueron víctimas de narcotraficantes que tenían en la zona una fábrica de cocaína.
A 35 años de aquel crimen que nunca fue resuelto, el narcotráfico sigue andando como un fantasma en la zona. En mayo pasado, la Fuerza Especial de Lucha contra el Narcotráfico (Felcn) encontró dos narcolaboratorios en el Parque Noel Kempff, cada uno de ellos con capacidad para producir media tonelada de cocaína por día.
El humo de los incendios complica la visión y no se puede ver la pista —o lo que queda de ella— donde mataron a don Noel Kempff, a Juan Cochamanidis y a Franklin Parada.
El universo verde, el coro de árboles se rompe cuando termina el PNNKM. Es un quiebre en seco. La fiesta de la naturaleza se ha convertido en un velorio al frente del río Tarvo, el límite entre la vida y la muerte, entre el Noel Kempff y la extensión de la frontera agrícola en el municipio de San Ignacio de Velasco. Solamente el 2020, en esa vecindad a la que se conoce como Marco Falso —donde existen dos grandes propiedades, Laguna Redonda y Santa Rosa— muy cerca de la frontera con Brasil, se deforestaron 5.459 hectáreas de bosque.
Pero en Bolivia no hay medidas en contra de quienes desmontaron en un Área Protegida, pese a que —por lo menos en papeles— las áreas protegidas están celosamente cuidadas por leyes y normas a montones.
Tampoco hay sanciones para quienes deforestan en el lecho de un río como ha ocurrido con el Tarvo, que es un límite natural entre el PNNKM y Marco Falso.
La avioneta sobrevuela por encima de esas más de 5.000 hectáreas desmontadas en Marco Falso. Desde arriba, una planicie sin vida. Una casona por aquí, corrales de ganado por allá. Cientos de años se han ido en un solo año. El 2020 fue el año de la gran deforestación.
Bosques muertos. Afluentes abatidos. Pueblos indígenas afectados.
Pedro Marmañá, dirigente indígena de San Ignacio de Velasco, dio a conocer a la prensa nacional que los de La Esperancita, que se encuentra en esa región, fueron expulsadas varias familias Chiquitanas que contaban ya con sus territorios titulados por el INRA.
La agroindustria va mordiendo el bosque, ampliando su frontera, sacando a los dueños del territorio.
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DIRECCIÓN Y TEXTOS: Roberto Navia. JEFA DE PRODUCCIÓN: Karina Segovia. FOTOGRAFÍA: Clovis de la Jaille. INFOGRAFÍA Y DISEÑO: Marco León Rada. DESARROLLO WEB: Richard Osinaga. ILUSTRACIONES: Will Quisbert. REDES SOCIALES: Lisa Corti. PRODUCCIÓN DE SONIDO: Andrés Navia. VIDEO: Julico Jordán.